Los espacios del horror
“Aquí es donde nos han ‘aporriado’ a nosotros”, decía José Navor Mustafá señalando con el dedo. El yuyo crecido apenas permitía imaginar las construcciones que el testigo describía. “Allá quedaba la escuela”, decía otro de los testigos. “Era de madera”, agregaba un tercero. “Ahí estaban instalados los militares”, aclaraban para que jueces y abogados pudieran reconstruir con los ojos lo que ya no existe.
Un camino de tierra se desprende de la ruta provincial 324, al sur de la provincia de Tucumán, y lleva al lugar que los pobladores de Caspinchango, departamento de Monteros, y aledaños conocen como ‘la chimenea mota’. Una construcción de ladrillos se erige en medio del matorral y sirve como referencia del espacio que ocupó una de las bases militares en el pedemonte tucumano. Allí funcionó también uno de los centros clandestinos de detención. Hasta allí viajaron miembros del tribunal, abogados representantes de la fiscalía, querellantes y defensores para realizar la segunda inspección ocular en el marco del juicio por la megacausa Operativo Independencia. La comitiva estaba integrada también por los testigos Enrique Antonio Amaya y José Antonio Infante que junto a Mustafá reconocieron el lugar. Antes, los dos últimos testigos mencionados habían pasado por el ex ingenio de la localidad de Santa Lucía. Allí también se había instalado una base militar con un centro clandestino de detención.
Por la misma ruta provincial 324, a poco más de 10 kilómetros hacia el noreste de Caspinchago, se encuentra la ciudad de Famaillá. Frente a la plaza principal todavía funciona la comisaría que en 1975 estuvo ocupada por el Ejército Argentino. “A la comisaría la pasaron para el frente, para la escuela Lavalle”, indicaron los testigos que les tocó reconocer el lugar donde estuvieron secuestrados. Enrique Amaya fue el único de los testigos presentes que había sido llevado hasta el interior de la comisaría. José Virgilio Díaz y Raúl Carmel Barboza se sumaron a Amaya para el reconocimiento de las instalaciones en la escuela Lavalle.
Cerca de las 13 horas recién se pudo ingresar a la escuela donde se habían improvisado, en un par de aulas, las oficinas de la comisaría de Famaillá. Los alumnos de la escuela primaria salieron a las 12.30 y recién entonces los testigos pudieron señalar los espacios que reconocían y recordaban. “Aquí nos torturaban”, dijo uno y señaló un aula pequeña. “Hasta aquí no más entraba la gente, para aquí atrás estaban los detenidos”, indicaba otro de los sobrevivientes. “Ahí me tuvieron a mí”, dijo otro de los hombres al señalar lo que hoy es una preceptoría. “Todo esto estaba manchado de sangre”, decían apuntando una pared que da al patio.
Los testimonios en la sala de audiencias tienen el peso de la palabra del sobreviviente que recuerda y revive. Los testimonios en las inspecciones oculares cargan con la contundencia de los espacios materiales, esos que permiten recrear cada recuerdo, revivir desde una realidad objetiva los horrores de los delitos perpetrados. Delitos que difícilmente encuentren justificativo alguno en la existencia de una guerrilla organizada. Delitos como secuestrar, torturar, violar, asesinar. Delitos cometidos por las Fuerzas Armadas al servicio de un Estado. Delitos que hoy, 41 años después, se juzgan por ser considerados de lesa humanidad.