La Palta

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El lado de Chile

Por Julián Miana

La noche que nos encontramos fue rara, distinta. El viento soplaba hacia el oeste, del lado de Chile, y los edificios estaban adornados por un brillo especial, una sensación de caramelo. Fue muy fácil. No somos ni amigos, ni novios. Nos conocemos y nos llevamos bien. Fue muy suelto, muy algo que ninguno de los dos haría. Hicimos el amor en tu casa. Hicimos el amor entre tus sábanas porque tus hermanos no estaban y vos te sentías sola y yo me sentía solo por la eterna historia, el eterno retorno y cuestiones de un escritor de plumas baratas, que se preocupa más por los trazos que por la historia que está intentando contar.

Después de nuestro momento estaba todo dicho. Ninguno de los dos quería al otro. Y fue muy fácil ordenar mi ropa, la que me sobraba y ponerla en mi mochila. Salir a la calle y tomar un remís. No eran más que las once de la noche, todavía temprano para un encuentro tan sexual y tan poco amoroso. Y el viento seguía soplando para el lado de Chile, llevándose tu pelo negro a las puntas andinas. Y yo no sabía qué hacer en la puerta de tu edificio, si darte un beso en la boca o saludarte como siempre, como si esto no fuese más que la clase de las siete de la tarde y hola como estás.

Volví a mi casa con la misma vida con la que había salido a las tres. Estudiante, pensamiento. Cocinar, limpiar. Tragar un par de cosas. Escupir un par de otras. Lo que todos hacemos. Y me asaltó el pensamiento de decir. Llamarte y llorar juntos porque estábamos solos y las personas que nos acompañaban se podrían topar con la peor de las paredes al saber que habíamos decidido posponer la soledad por un rato –como si fuera posible, oh señor- y estar juntos nosotros. Olvidarnos de todas esas cosas, todo eso que nos hacía tanto mal. ¿Cómo podríamos? ¿Cómo habíamos podido? Más precisamente. Tendríamos que decirlo todo, pero yo no quería. Y no quería llamarte tampoco, desencadenaría tanto. Tal vez hasta estabas con él en ese mismo momento y una sola llamada podría arruinarlo todo. Pero sé que no sos ese tipo de personas.

De cualquier manera nos vimos al día siguiente. Tenías la cara hinchada y un oportuno nos hizo un comentario sobre haber llorado juntos, a lo que reímos incómodamente y la situación era simple, yo había peleado con ella y vos con tus padres, gente tan peleadora siempre. ¿Por qué no pueden dos amigos llorar separados, a veinte, treinta, quizá cincuenta cuadras de distancia y no tener nada que ver el uno con el otro? ¿Por qué no se puede estar llorando lejos, por cosas distintas, a la misma hora y con la misma intensidad? ¿Por qué habríamos de llorar juntos? Si hubiésemos llorado los dos al mismo tiempo lo hubiésemos hecho pasar, lo hubiésemos cambiado a una sonrisa en pocos minutos. Todas preguntas fáciles de responder y felices los cuatro.

Nos miramos largo y tendido, diciendo mucho con los ojos. Diciendo que quizá, aunque sabíamos que era un sí absoluto, que quizá era mejor así, mirarnos a la distancia. Saludar con un beso en la mejilla. Darnos la mano para parecer sospechosos y por eso mismo no levantar sospecha alguna. Son demasiado amigos, es imposible. Y negarlo, reírnos de la idea si alguien lo plantease. Reírnos tanto como para parecer que nos hace gracia pero no lo suficiente como para estar tan nerviosos que demuestre que sí, que me muero por ella de alguna manera, pero que no, no quiero estar con ella. Me alegra la distancia porque esto no es amor, es deseo. Es pasión fundada en el simple hecho de extrañar a alguien. Y que al verla, verlo o verlos o mirarlos cualquier deseo por vos se me va. Porque vos no sos la persona de mi vida. La persona de mi vida está en otro lado, sufriendo la soledad de la misma manera, y con ella no puedo compartirla.

Pero no. Nos miramos largo y tendido diciendo mucho con los ojos, para después salir caminando para un costado. Sabiendo que ese era el único lugar seguro. El costado de las aulas, la parte oscura entre los bancos. El momento en que los profesores mostraban videos o diapositivas. Eran los únicos lugares seguros. Nos miramos largo y tendido y nos dijimos que era mejor así, que no le hacemos daño a nadie, ni a nosotros mismos. Porque no queríamos más que eso. Una salida rápida y cómoda de la soledad. No queríamos más que vernos junto a alguien, aunque imaginásemos otra persona en su lugar. No queríamos más que estar con alguien más, pero el destino nos había traído juntos a nosotros dos. Y no soportábamos estar sin el otro, aunque solamente fuera para estar con el de más allá. Vos sin mí. Yo sin vos. Pero juntos.

Y juntos soportábamos el dolor. La carga no era tan grande. La soledad se había acabado para siempre. Aunque al poco tiempo de haber encontrado tan linda compañía que solo nos recordaba a quien tanto extrañábamos, nos alejamos. Él vino y te llevó de mi lado. Ella vino y me llevó del tuyo.

Seguíamos viéndonos. Seguíamos hablando del otro. Y de nosotros mismos. Porque yo quiero esto y esto y casarme. Y vos querías cosas muy parecidas. Proyectos, lugares comunes, no más que eso. Y nadie hablaba de lo que no se había dicho nunca. De esa noche entre tus sábanas. De los momentos solos que transmitían tanto con los ojos, del sudor en la piel. De la leche con chocolate. Del postre. Nadie hablaba de eso que no teníamos que hablar. Y la soledad ya no existía en nuestras vidas, pero igual nos despertábamos de noche. A cuarenta, cincuenta cuadras de diferencia. Llorando por cosas diferentes. Separados. Vos sin mí. Yo sin vos. Llorábamos como pueden llorar dos compañeros. Por cosas diferentes, a la misma hora. Los dos mirando para el lado de Chile, añorando el viento y las auroras de caramelo.

Y hoy seguimos separados, pero juntos. Como siempre nadie sabe, nadie sabe que estamos juntos y que nos acompañamos. Que le hacemos frente a esa soledad que ya no sentimos. Nadie sabe de los espacios seguros. Nadie sabe que estamos al lado de las aulas o debajo de los pupitres tomándonos de las manos.

Nadie sabe que compartimos tanto. Que sudamos a través del otro. Nadie sabe que los dedos se tocan de una manera que nadie conoce y solo nosotros. Nadie cómo nos acariciamos los espacios entre el pulgar y el índice, con el pulgar. Nadie sabe que las palmas son nuestro lugar especial, y el comienzo de la muñeca es el punto de orgasmo. Nadie sabe cómo nos tocamos en nuestros espacios seguros. Nadie sabe que estamos juntos. Vos sin mí. Yo sin vos. Pero juntos.