La Palta

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Castillo

Por Julián Miana

El viejo Vitget estaba sentado en un bar color de roble. Oscuro. Charlando en voz muy alta con unos cuantos de sus interlocutores usuales. Había decidido contar la historia más trágica de todo su repertorio, en vistas al día que se avecinaba: el día de los señores feudales. Todo aquel que poseía un castillo debía festejar y el viejo Vitget en alguna época había sido el orgulloso poseedor de un castillo particular. Uno que se destacaba por ser rey y no ser en la misma frase. Cosa imposible para las físicas y las bilogías pero cosa muy posible en ciertos mundos, en ciertos lugares en donde la imaginación domina más ámbitos que aquello que es estrictamente racional, en donde a a) le sigue b) y sucesivamente las cosas ordenadas.

No, el viejo Vitget rehuía de hecho a las cosas ordenadas, o así lo había hecho por mucho tiempo. Ahora, sentado en una mesa que daba a la ventana y a la puerta a iguales distancias, contaba su historia. La historia del castillo propio que nunca llegó a poseer.

Cuando comencé eran solamente ladrillos grises. Era como una bola de nada, toda apilada por todos lados, sin un orden, cosa que me volvía loco, por cierto. ¿Cómo no va a haber orden, señores?

Tanto le habían metido en la cabeza que su discurso se trastocaba. O no era así, tal vez, y siempre había sido un maníaco con aspiración a libertario artístico.

 Los puse en su lugar, tratando de formar una pequeña habitación, y otra, y otra. Lo decoré de muchas maneras. Había un cuadro de un habano por acá, y otro de un cigarrillo por allá. Un cuadro de mi madre en algunas paredes, y en las que menos se veían puse un cuadro de mi perrita Nicanor, muriendo, con los días contados por el cáncer de perros, que uno no entiende cómo puede ser que les dé si ellos no fuman.

El lugar que más me gustaba era la biblioteca. Había muchas cosas almacenadas allí. En particular un libro que se llamaba 'Las tardes de verano'. Lleno, lleno de fotos de ocasos. Los que más me gustaban, estéticamente hablando, eran los de los miércoles. Pero en cuanto a calidad fotográfica los mejor sacados eran los de los viernes, y los peores eran los de los domingos.

Había fotos de mis abuelos en el  castillo, la gente que lo había iniciado todo. Papá no estaba, ni si quiera recuerdo cómo se ve mi papá si me abandonó cuando era chico. ¿Cómo puede uno acordarse de figuras que se borran de la vida de uno, tan temprano cuando uno no tiene ni memoria para los nombres?

El viejo Vit agitaba su vaso de izquierda a derecha, gesticulando los tamaños con las manos. Abriendo los brazos para los lugares grandes, pasando las páginas de sus libros. La cerveza por ahí se le caía a gotas por los costados. A veces la barba blanca se le movía, pero era gracioso ver cómo se conservaba homogénea en sí misma. Gran barba la del viejo Vit. Señor de las barbas del pueblo.

La cuestión es que cuando lo construí era majestuoso. Era un castillo como ningún otro. En la cima de la colina, donde todos los otros castillos podían ser vistos. Estaba como un poquito fuera, pero siempre podía considerarse adentro también, dependía de la perspectiva. Lo genial era que no alteraba nada de momento. Él estaba ahí solo, junto conmigo y no molestábamos a nadie.

Y esto era verdad. Daba pena, de hecho, verlo ahí. Las arrugas en su cara, los ojos con bolsas, la piel avejentada. Casi llena de polvo, como la cáscara de una papa.

De buenas a primeras la gente se empezó a acercar a mi castillo. Yo los dejaba entrar, porque ¿por qué no? Aunque al principio me costaba mucho, pensaba que iban a romperlo o quemarlo.

Los dejaba entrar para que mirasen lo lindo que era, que me dijeran si algo estaba fuera de lugar, los que conocieran más de castillos y lo corrigieran, y que todos se quedasen el tiempo que quisiesen, por qué no dejarlos, la estadía no se le niega a nadie. 

La boca se le ovalaba como una o. Los ojos se le agrandaban. Lo iba contando con cadencia propia, mientras bebía de a poco. Subía y bajaba los brazos. A veces se detenía cuando la mesera acudía a la mesa a llenar algún vaso que se hubiera quedado vacío. El aire estaba denso, las paredes verdes oscuras. Por momentos parecía que habíamos estado fumando, parecía haber un halo azulado, parecía ser el único lugar en la humanidad que tuviera algo de vida restante

A medida que fueron entrando me fue molestando. Después del principio se puso fácil. La gente entraba, hola cómo estás, ¿así que este es tu castillo? Miraban un par de cosas y se iban. Big deal. Lo que después me empezó a molestar fue, por un lado, que no se quedaban. Por otro, que me enteré que hablaban a mis espaldas. Que decían muchas cosas negativas sobre el castillo, y me daban ganas de decirles, pero señor, señora,  el castillo es mío, y hago con él lo que me plazca. 

Hubo gente que se quedó, en habitaciones específicas. Pero todos fueron destruyéndolas, manchándolas, juntando gente que no pertenecía ahí, juntando basura, cosa que nunca yo permitía. Pero no, la mayoría no se quedaban. 

A veces bajaba la cabeza.

Sobre todo los señores que sabían más de castillos. Ellos son los que me hicieron venir aquí. Por ellos tengo este vaso en la mano.

Ocuparon el castillo rápidamente. Entraron cuando el castillo era muy nuevo. Recién se estaba terminando de formar. Y comenzaron a decir que no, que esto no iba así sino de otra manera. Esa otra manera era la correcta. Y había formas específicas de llegar a esa manera, a la que no podía llegar si primero no pasaba por esas formas.

Se fueron metiendo más y más adentro del castillo. Criticaban todo. Pero lo peor, lo peor de todo, fue haber escuchado a los charlatanes, con sus estupideces y las maneras adornadas que tenían de decirlas. Cambiaron las pilas de libros.

Tenía libros hermosos, llenos de colores, de formas extrañas, llenos de información divertida, como mitos, leyendas, animales, bestiarios. Todo inútil para el resto del mundo, pero tan bello y tan poético. Tan del arte y de esas cosas que tanto me gustan. Ellos no, ellos decían que un castillo serio se compondría de otros libros. Así que sacaron a todos los libritos tan simpáticos y comenzaron a instalar volúmenes gigantes, cosas que había que cargar entre dos. Y ellos me decían que la vida mejoraría. Que daría giros y giros lingüísticos. Que aprendería la manera de muchas cosas correctamente. La manera de hablar correctamente, de pensar correctamente, de la política correcta, del cuerpo correcto. Pensar y vivir correctamente.

Además, vivían criticándome. Mi postura, mi ropa, mis gestos. La vida era mucho más simple sin ellos.

Hizo un alto. Miró a la camarera de nuevo. Se dibujó una sonrisa de deseo. Hubiera querido, hubiera hecho, hubiera pensado, decía esa sonrisa de labios solapados y dientes escondidos. Señor Vit, tan reconocido el pobre hombre, vísperas al que se había dicho alguna vez iba a ser su día glorioso. El día de la gloria de los señores feudales. Venga, muestre su castillo, sea objeto de preguntas acerca de esto que usted mismo construyó, señor Vit.

Traté de echarlos tantas veces. Pero ellos me demostraban ser la autoridad en castillos. Y mamá solía decir que uno no puede salir a la vida sin un castillo decente. El castillo más alabado por los señores expertos en castillos es el que más adelante saldrá en todo el resto de las cuestiones que atañen a todos los que tenemos un castillo. Tomando en cuenta este consejo, seguía cada paso al pie de la letra. Y me disgustaba, pero bueno, ¿qué iba a hacer? No podía retirarme y entregar mi castillo. Dejarlo ahí y que con ello se fuera todo el trabajo, de mis abuelos, de mamá, de mis tíos maternos y el mío. Yo, que había trabajado tantos años en construir ese castillo, que le tenía tanto cariño como si fuera un hermano o un amigo. Por eso seguía sus instrucciones. Ellos sabían más. Y estaba tan arraigado en mí el concepto del saber. 

El viejo ya no estaba presente. Había vuelto en el tiempo. Se paraba antes las paredes, dentro de los muros y las almenas. Por momentos interpelaba a alguien que no estaba con nosotros, gritando, maldiciendo. Los ojos le brillaban a la luz del fuego.

Eché a todos, salvo a unas cuantas personas muy importantes a quienes escondí en habitaciones muy apartadas a las que solo yo sabía ingresar. Los señores expertos en castillos habían trastocado todo. Cada estructura, cada habitación, cada libro. Todo les pertenecía. 

Vitget ya no nos miraba. Solamente veía el horizonte. Las mesas de allá. Todo desdibujado. Jugaba con un pan. Iba bajando el tono mientras el relato terminaba.

Terminaron por echarme del castillo. Terminaron por echarme de mi castillo. Y ahora ellos escriben por mí, leen mis cosas, firman los papeles que a mí me corresponden y lo hacen con mi firma que tan bien aprendieron. Es indistinta para cualquiera la presencia de ellos de la mía. Ocuparon el castillo y ahora ellos son iguales a mí, o yo soy igual a ellos, cosa que me molestaría muchísimo pensar.

Ahora estoy aquí, confinado a no ser yo. Y no sé cómo escapar, ¿sabes? No sé cómo escapar, y a veces me gustaría tanto ir y quemar el castillo. Prender fuego adentro y que se queme todo lo ya formado. Para poder empezar desde cero y construir todo de nuevo, sin ocuparme de cómo se debe ser. De cómo debe ser un castillo perfecto y ocuparme verdaderamente de cómo quiero yo el castillo. Pero bueno, a veces uno tiene que aceptar las estructuras. 

Después de un silencio se levantó. El contrato social se renovó y Vitget tuvo que rellenar nuestros vasos por última vez. Pura cortesía oír su historia, habrá pensado.

Pidió la cuenta y la pagó sin decir más nada. Otro día se terminaba para el viejo. Al día siguiente estaría en su castillo una vez durante todo el día. Recorriéndolo de aquí para allá sin descansar, tratando de expulsar a aquello que sólo él ve. Aquello que él creó y que lo expulsó.

Invenciones de un pobre viejo. Historias. Habladurías. Tanto mezclado con tanto otro, mezclado con soledad y vaya a saber qué cosas habrá vivido en los años que tiene, pero que se hacen evidentes en el tono rasposo de su voz.

Por la noche volverá con nosotros a contar historias similares. Pero ya no será el viejo Vitget. Serán otros miles de viejos cuyos castillos han ocupado las bestias sin nombre.  Tantos miles de viejos cuyas no-estructuras están ocupadas por las estructuras de otros, por aquello que les impusieron mamá y papá. Algo que los propios viejos ven como los señores que saben de castillos, pero que al final no son más que ellos mismos sin poder escapar.