¿Dónde están?
Una noche, Guillermina Manuela Romano de Corral había estado preparando, con su hija de 16 años, el uniforme del colegio. Al día siguiente, Ana Cristina debía arriar la bandera. “Era abanderada”, dijo orgullosa su madre. Pero esa fue la última noche que la vio. “Toda mi vida la voy a recordar”, contestó Guillermina el jueves pasado en la audiencia por la Megacausa Jefatura II Arsenales, cuando el fiscal le preguntó si recordaba lo que ocurrió el 8 de junio de 1976. Pupé le decían a Ana Cristina sus amigos. “Estamos buscando a ‘Pupé’. Quién es ‘Pupé’, la novia de ‘Pajarito’”, contó Lelia Corral que preguntaban las personas que ingresaron a su dormitorio. Lelia, hermana mayor de Ana Cristina, había estado estudiando esa noche con su novio, Carlos Powel. Todos se había ido a dormir tarde, “por eso nos costó despertamos cuando golpearon la puerta”, comentó durante su declaración. Tanto Guillermina como Lelia declararon el jueves, ambas contaron que esa noche ingresaron a su casa un grupo de personas armadas, que apuntaron con un arma a Luis Roberto Corral (esposo de Guillermina y padre de Lelia y Ana), que entre los secuestradores se encontraba una mujer. Y aunque Luis y Carlos ya fallecieron, sus declaraciones, realizadas en otras oportunidades, fueron incorporadas por lectura en este juicio el día viernes. En su testimonio, Luis había contado que tuvo una entrevista con Zimmermann, que este le había pedido una foto de la adolescente desaparecida y que esa foto fue publicada días después en La Gaceta dando a entender que Anita se había ido de la casa por propia voluntad. Lo cierto es que Ana Cristina Corral, la desaparecida más joven de Tucumán, figura en la lista aportada por el testigo Clemente con la sigla DF (Disposición Final). Y fue el ex gendarme Omar Torres quien aseguró, en su testimonio, haber estado presente cuando le dispararon a aquella niña y enterraron su cuerpo en una fosa en el Arsenal Miguel de Azcuénaga.
Los arrancaron de sus vidas
“Juro por la memoria de Ana Cristina, Luis Holmquist, Enrique Fernández y Rolando Curia que fueron mis compañeros de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios)”, dijo Lelia Corral cuando le tomaron juramento el jueves 27. Tanto ella como su hermana y sus compañeros que permanecen desaparecidos militaban en esta organización. La desaparición de todos estos chicos estrechó lazos entre las familias, lazos necesarios para poder atravesar el dolor que les hicieron vivir cuando decidieron arrancárselos de sus vidas.
“Éramos primos, más que primos, hermanos”, dijo Ana María Estequin cuando habló de Raúl Enrique Fernández. “Es el hermano que me arrancaron cuando tenía 17 años”, agregó luego Ana María y recordó que Enrique tenía 18 años cuando se lo llevaron. Ella estuvo presente cuando a Enrique lo subieron a un Ford Falcon celeste. Contó que lo vio venir caminando por la calle y le abrió sus brazos esperando el saludo que siempre se daban cuando se encontraban, pero aquel abrazo no llegó. Tres hombres se bajaron del vehículo y lo subieron a la fuerza. “Mamá”, gritó Enrique mientras se lo llevaban. Y ese grito y ese momento quedaron grabados a fuego en Ana María, que ante el tribunal relató las secuelas psicológicas y físicas que ella y su familia vivieron todos estos años.
Desde aquel 30 de mayo de 1976 la familia de Enrique Fernández comenzó una búsqueda sin fin. “Mi tía habló con Bussi. ‘Aquí el dueño de la vida y la muerte soy yo’, le dijo”, fueron las palabras de Ana María recordando fragmentos de aquella búsqueda. “He visto a mi tía salir con un arma más grande que no era una capucha, era un pañuelo blanco en la cabeza”, dijo contundentemente ante el tribunal. Y preguntó, como quien todavía espera una respuesta que calme tanto dolor, “¿Por qué mi tía se tiene que ir de este mundo sin tener una tumba donde llorar?”.
Esa arma ‘más grande’ que fue y es el pañuelo blanco lo lleva María Estela Posse de Fernández que por motivos de salud no pudo declarar. El mismo pañuelo que llevó hasta el último día de su vida Irma Gómez de Holmquist, madre de Luis, de Gustavo Enrique, de Oscar Segundo y de Sara. De estos cuatro hermanos fue a Luis, que le decían ‘Fachita’, al que secuestraron y nunca más dejaron volver. Sobre su causa declaró su hermano Oscar y se leyeron las declaraciones de Gustavo Enrique y de Irma. Ella había hablado de su búsqueda, había contado que esa noche reconoció a Roberto Heriberto Albornoz y que escuchó que hablaban con uno de los captores refiriéndose a él como González Naya. Que pudo entrevistarse con Albornoz y que le había dicho: “Todas las madres son unas locas y creen ver a sus hijos en todas partes”. Y es que eso buscaron, volverlas locas. Pero la historia demostró y demuestra, día a día, que con ellas, con su lucha, con su fuerza, no pudieron.
Desde aquel 29 de mayo de 1976 todo cambió en la vida de Irma. “Mi madre nunca más quiso dormir en una cama”, dijo Oscar Holmquist, “tiraba una colcha en el piso”, agregó. Irma debió haber sentido quizás que así estaba más cerca de ese hijo que a ella también le arrancaron. Si su hijo no podía dormir en una cama, ella tampoco lo quiso volver a hacer. Y esas cosas sencillas que él ya no podía disfrutar, ella también se lo prohibió. “No volvió a tomar más un helado, porque ese era el gusto de él, tampoco quiso volver a comer milanesas”, comentó Oscar.
El recuerdo de los hijos
Todo hijo guarda en su memoria imágenes de sus padres, como si fueran fotos, instantáneas, flashes de recuerdos. “Sé que tengo más imágenes”, decía ante el tribunal Amilcar Díaz Saravia. Y mientras este hombre hablaba, el niño de dos años, que vio cómo se llevaron a su mamá y a su papá, parecía hacerse presente en la audiencia del jueves a la tarde. Amilcar habló sobre su abuelo, cómo buscaba a sus hijos, “porque para mi abuelo los dos eran sus hijos”, afirmó.
“Mi sobrino mucho tiempo contó: ‘Los policías les pegaban patadas a mi papá’”, dijo Eduardo Rafael Díaz Saravia que dio su testimonio también el jueves 27. “Mi papá murió sin poder saber dónde estaba su hijo”, reflexionó Eduardo, hermano de José y tío de Amilcar. Teresa Guerrero y José Horacio Ponce fueron secuestrados la madrugada del 4 de setiembre de 1976. Después que se los llevaron quedaron Amilcar y su hermanita de un año junto a la niñera que dormía en la casa. Teresa y José fueron vistos, en el Arsenal Miguel de Azcuénaga, por muchos testigos que ya declararon en este juicio. “El inmenso orgullo que siento por ellos, el inmenso coraje que nos han dado a mí y a mi hermana para entender su lucha”, dijo Amilcar que superó con mucho esfuerzo la emoción y el llanto. Y así, esforzándose por no quebrarse ante el recuerdo y el dolor, leyó una carta que su abuelo le había enviado a Bussi. “Usted está en guerra no solo con la sociedad sino también con su conciencia”, había escrito el padre que nunca más supo nada de sus hijos, pero que los mantuvo vivos en la memoria de sus nietos.
“Fue duro para todos… él entró arrodillado a la casa, eso ha quedado en mí”, fueron las palabras de Oscar Godoy. A su padre, Enrique Godoy, lo secuestraron en agosto de 1976, lo tuvieron detenido en la Base de Santa Lucía y luego fue trasladado al Arsenal Miguel de Azcuénaga. Allí fue torturado y lo liberaron. El recuerdo de Oscar es de aquel día que lo vieron llegar. “Mi papá pesaba 90 kg, era un hombre alto, cuando volvió pesaba 45 kg”, dijo Oscar como para dar una idea del estado en que volvió Enrique.
Oscar tuvo, a diferencia de Amilcar, la oportunidad de seguir construyendo recuerdos de su padre. Contó que desde su regreso los almuerzos dominicales eran tristes y dolorosos. Enrique hablaba todo el tiempo de lo que vio y lo que vivió. Que había visto como moría un ‘chico’ de apellido Soria, que también vio cómo ‘El Indio’ lo golpeaba mientras lo tenía atado. “Lo llevamos a Buenos Aires para que declare”, dijo Oscar, “porque él quería contar todo”, agregó. De hecho las declaraciones de Enrique Godoy figuran en el libro “Nunca más”.
Saber dónde están
La primera testigo de esta semana fue María Rosa Hourbeigt. Su esposo, Armando Archetti, tenía 33 años cuando fue secuestrado en la provincia de Santiago del Estero. Más tarde lo trasladaron al centro clandestino de detención que funcionaba en el Arsenal Miguel de Azcuénaga. María habló de todo lo que hizo para dar con el paradero de Armando. “El principal Falcón nos dijo ‘hay miles de muertos’, no teníamos más palabras ante semejante aseveración”, reflexionó.
El caso de María Rosa es particular, ante ella nadie negaba lo que estaba pasando. En abril de 1977 se entrevistó, en Santiago del Estero, con Lami Dozo quien le confirmó que habían campos, que habían personas detenidas, pero que no estaban identificadas. Esas personas, según admitió Lami Dozo, estaban ‘codificadas’ o bien eran llamados por apodos. Fue él quien la envió a entrevistarse con el mayor González en la provincia de Tucumán, pero de manera extraoficial. González le pidió una fotografía para buscar en ‘todos los campos’ al esposo de María Rosa, pero nunca tuvo novedades al respecto.
“Hace 30 años que espero este momento de expresar ante una corte toda esta historia que marcó irremediablemente nuestras vidas”, dijo María Rosa que además recordó las persecuciones que vivió incluso durante la democracia. “Yo crié a mis hijos con la expectativa, la esperanza y la justicia, aunque muchas veces eso parecía perderse, de llegar a la verdad. Saber qué pasó con ellos”, agregó María Rosa.
“Queremos saber dónde llevar las flores en setiembre, queremossaber dónde derramar lágrimas que mojen una tumba, queremos saber cómo seguir soportando esta tremenda ausencia”, fueron las emocionadas palabras de Felicidad María Victoria Carreras. Felicidad terminó así su declaración del día viernes. Su hermano, Juan Carreras, fue secuestrado cuando salía de rendir una materia de la Facultad de Bioquímica. Juan era delegado de tercer año y su trabajo como dirigente estudiantil es algo que a Felicidad la llena de orgullo. Este joven, al igual que Yolanda Borda y Oscar Gerván, oriundos de Belén, provincia de Catamarca, permanece desaparecido. Y la esperanza de saber dónde está fue lo que mantuvo con vida a su madre veinte años más, así lo afirmó Felicidad. “A mí me quisieron destruir, pero no me destruyeron, por eso estoy acá”, reflexionó.
Julio Del Castillo era salteño, él y su esposa estaban estudiando en Tucumán. Leticia Pérez de Del Castillo contó en la última audiencia cómo fue el secuestro de aquel estudiante de Bioquímica. “Entraron con la cara disimulada con máscaras, con anteojos de cotillón, con medias en la cabeza”, describió Leticia, “decían que buscaban literatura subversiva”.
Pero la declaración de Leticia fue más allá de lo ocurrido durante el secuestro de su esposo y de su búsqueda y gestiones para encontrarlo. Ella hizo un particular agradecimiento a Víctor Alderete, sobreviviente del terrorismo de Estado. Es que fue Víctor quien aportó datos de dónde había estado Julio. Fue él quien, al salir en libertad, la buscó y le dijo que la última vez que lo vio estaba en pésimas condiciones en el ‘Arsenal’. Y a pesar de saber que aquella vez su esposo apenas si podía levantarse, Leticia pudo saber dónde estuvo y cómo vivió. Saber por dónde empezar a buscarlo y aunque todavía no tenga sus restos, aunque el duelo permanezca abierto, cerrar de alguna manera la historia.
Y es que por más extraño que parezca, saber qué fue de aquellos que se ama, evidentemente cubre con un manto de piedad tanto dolor. “Siempre voy a estar agradecida al valiente testimonio del ex gendarme Omar Torres”, había dicho Lelia Corral. Porque por él supo cómo murió su hermanita. “Estamos acá después de tantos años en búsqueda de la memoria, en búsqueda de la verdad, en búsqueda de la justicia”, concluyó esta mujer que cuando vio llevarse a su hermana menor, le pidió a la mujer que participaba del secuestro, que la cuide.
“Quiero ofrecer mi testimonio como el más pequeño, quizás, pero como el más sentido de los homenajes a la memoria de mi primo y de los 30.000 desaparecidos”, dijo Ana María Estequin, recordando a Enríque Fernández. Y como este, muchos testimonios que se presenta en el juicio tienen una mezcla de dolor, esperanza, impotencia, confianza. La lucha de tantos años por la Justicia encuentra un punto de llegada, pero no es el definitivo. Muchos siguen preguntando, pidiendo y exigiendo saber dónde están los restos de las personas que una vez arrancaron de sus vidas.