38 marzos después
En las paredes de la casa cuelgan unos cuadros. Dibujos que a simple vista uno puede percibir que tienen años de haber sido hechos. “Los pintó mi viejo”, fue la respuesta a mi curiosidad, y me quedé pensando cuán presente está alguien que hace 38 marzos ya no está. Más tarde supe que no siempre fue así. Las maneras de atravesar el dolor, el desconcierto, el 'no saber qué hacer', no dejan de ser particulares, aun cuando haya ciertas similitudes en algunas historias. Es que la Historia se vive de manera individual y colectiva. Las circunstancias de cada uno se inscriben en un tejido social, cultural, político que a la vez atraviesa cada una de esas historias individuales. Esta es la de Pablo Gargiulo. El hijo que aprendió a asumir lo que le había pasado. El abogado querellante en causas de delitos de lesa humanidad.
Historia de amor que protege
A sus padres los secuestraron en marzo de 1976, antes del golpe de Estado. Pablo tenía alrededor de cuatro meses y desde ese momento quedó a cargo de sus abuelos. Ellos lo criaron como hijo propio, pero las preguntas no tardaron en llegar. “Ahí empecé a conocerlos un poco. Empezaron a aparecer las fotos, empezaron a aparecer las anécdotas, empezaron a aparecer las cosas que dibujaron un perfil que después se fue completando con los años”. Hoy Pablo agradece esa infancia protegida que le dieron sus abuelos (a los que sigue diciendo mamá y papá) y recuerda: “este contacto inicial con la historia de mis viejos me sirvió para sentirme muy orgulloso de ellos. El orgullo de ser hijo de personas que eran valiosas”.
Si hay algo que caracteriza la adolescencia es la necesidad de ‘encajar’, como dijera Pablo. Y a esta etapa de la vida la analiza como en dos planos. Por un lado la adolescencia de su padre, del estudiante secundario que fuera militante del PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores). “A mí me sigue sorprendiendo la precocidad de aquel entonces. Me sorprende pensar que había personas tan jóvenes con un grado tan elevado de compromiso con las cosas en las cuales ellos creían. Mi viejo era uno de esos tipos, un tipo tempranamente muy politizado, muy lector y, sorprendentemente, muy serio”, dice y ejemplifica con el tiempo que su papá le dedicaba a leer textos como los escritos por Karl Marx. “No se parece tanto al modelo de estudiante secundario que uno conoce y que uno realmente fue”, agrega sobre el final de estos recuerdos.
Pero más adelante hablará de su propia adolescencia, de sus propios desafíos. “A mí me resultaba un tema incómodo (ser hijo de desaparecidos), pero yo no lo negaba, es decir, no lo sacaba a relucir no era algo de lo que uno hacía una bandera en aquel momento. Principalmente porque a uno lo ponía en un lugar de alguien distinto, de alguien diferente y uno lo que quiere es encajar”, dice respecto a esta etapa en la que la socialización y la empatía son tan importantes. Las conversaciones sobre lo que había pasado eran con algunos miembros de la familia, su primo, concretamente, que había tenido a sus padres secuestrados. El niño que había sido cuidado por sus mayores ahora empezaba a cuidar a los adultos, por eso evitaba hablar este tema con ellos porque sabía que “los hacía sufrir”. “En ese momento uno vivía eso de una forma bastante individual”, recuerda.
Los hijos que se hicieron H.I.J.O.S.
Cuando tenía 19 años su primo lo invitó a unas reuniones de hijos de víctimas del terrorismo de Estado. Esa fue su primera experiencia en la militancia activa y consciente. Recuerda que cuando era más chico su abuela lo había llevado a algunas reuniones y marchas. Pero su decisión de “empezar a asumir ‘esto’”, como lo dijera en más de una ocasión, fue en la agrupación H.I.J.O.S (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio).
“Había una experiencia particular con el hecho de ser hijos de desaparecidos que nos llevó a juntarnos. Uno se sentía como doblemente solo. Por un lado no tenías a tus viejos, por el otro tenías una sociedad que en su mayoría sostenía una versión de los hechos con la que uno disentía”, dice Pablo, y recuerda que por aquel entonces se hablaba de la década del 70 como la ‘época de la subversión’. Recuerda también la fuerza con la que volvía la figura de Antonio Domingo Bussi, quien fuera luego gobernador de la provincia y terminara sus días juzgado y condenado como genocida. Recordará, más tarde, a esos compañeros con lo que luego se reencontró desde otro lugar, en otro escenario, pero en la misma militancia y la misma lucha por la justicia.
La soledad, el silencio, el olvido que querían promover desde un relato oficial, la impunidad, la injusticia. Todos esos elementos confluyeron en un colectivo de jóvenes que decidieron salir y exigir verdad. Escraches, marchas, intervenciones en el espacio público. Una democracia reciente y poco garantizada alcanzaba para poner el cuerpo y decir con convicción "nunca más".
De regresos y reencuentros
En Tucumán terminó su carrera y decidió irse a Buenos Aires a seguir estudiando. Entre risas dice que prefería estudiar que empezar a trabajar. “Y un poco me fui escapándome de lo que yo sabía que me esperaba si me quedaba. Enfrentarme a la situación de hacerse cargo de que de pronto las causas se estaban reactivando y que había un mandato natural que me involucrara y me hiciera cargo de esa situación, cosa que en aquel momento me pareció agobiante”, agrega después de hacer aquel chascarrillo con su facilidad para el estudio y su pocos deseos de ‘poner el lomo’.
Había ido a hacer un posgrado en Derecho Penal. “Nunca hice el posgrado. Me dediqué a estudiar cine, fui padre, tuve dos hijas. Y esa distancia me ayudó a ver las cosas desde otro ángulo”, comenta. Y fue en Buenos Aires donde empezó a trabajar en la Secretaría de Derechos Humanos. Y fue desde esa Secretaría desde donde lo enviaron a Tucumán. Desempeñarse en el área jurídica de este organismo implicaba participar en las causas de lesa humanidad.
“Fue un reencuentro fuerte. Fue encontrarme con toda la gente que estaba acá como en diferentes lugares. Fue reconstruir esas cuestiones y empezar a aceptar y a asumir aquellas cosas que antes me habían resultado tan agobiantes”. Y así tuvo que ‘hacerse cargo’. Hacerse cargo de su propia historia, de sus propias decisiones (conscientes e inconscientes). Hacerse cargo de debutar en su primer juicio como abogado querellante, nada más y nada menos que en la megacausa Jefatura II – Arsenales II.
Los juicios, una herencia histórica
La causa estaba muy avanzada en la etapa de instrucción cuando llegó a sus manos. Recuerda que se tuvo que ir poniendo al día rápidamente porque ya existía la urgencia por elevarla a juicio. Siente que se encontró con un universo conocido, habitado por gente con la que había compartido casi una vida. Pero también se sintió abrumado, “en determinado momento me conformaba con poder transitarla sin caerme desmayado”, dice riéndose de sí mismo. Y sostiene que le sirvió estar acompañado por sus compañeros, los otros querellantes y los fiscales. Esos que se sentaron a su lado, con los que hablaban el mismo idioma: el de la militancia, el del compromiso, el de la búsqueda de verdad y justicia. “Me acuerdo el primer día de audiencia. Me acerqué hasta donde se sentaban los fiscales y estaba Pablo Camuña, le di un abrazo y le dije ‘vamos’. Empezaba un partido que duró más de un año”.
Los fundamentos de la sentencia se conocieron la semana pasada. Una sentencia que dejó un sabor amargo cuando se hizo pública en noviembre del año pasado. Si bien Pablo sostiene que no está de acuerdo con muchos aspectos de la sentencia, rescata y valora el hecho que el juicio se haya podido realizar. “Me parece que durante muchos años nosotros sostuvimos una versión de los hechos que no había sido refrendada por una sentencia judicial. Eso hizo posible que se desarrollara todo un discurso que hoy tiene un límite claro, en esta sentencia, acerca de qué fue lo que pasó, quiénes instrumentaron lo que pasó y cuáles fueron sus consecuencias”, afirma, y recuerda cuando no había más pedido que la condena social, cuando el escrache era el único recurso. “A mí sí me pasó de sentir lo lejano que parecía esto, qué tan lejos estábamos de poder hacer las cosas que ahora estamos pudiendo hacer”.
La justicia 38 años después
Pablo Gargiulo está como querellante particular y por la Secretaría de Derechos Humanos en la causa de ‘Operativo Independencia’. Sus padres y su tío son tres de las cientos de víctimas que conforman el universo de esta otra megacausa. Los hechos que se investigan son los que ocurrieron en el período previo al golpe de Estado, cuando Tucumán se había convertido en el lugar de ensayo del terror y el espanto. “La justicia 38 años después para muchas personas puede ser que no sea justicia. Yo veo que llegar aquí 38 años después también es una esperanza. Es una esperanza en el sentido de que frases como que ‘la única lucha que se pierde es la que se abandona’ no quedan vacías”.
Cuando habla de los juicios, siempre habla del proceso que hizo que esto sea posible. De la lucha colectiva, de la solidaridad. De los lazos sociales que, como cientos de veces se dice, se trató de destruir a fuerza militar y militarizada. Alcanzar una condena efectiva y judicial, más allá de la social, es algo que no se hubiera conseguido individualmente y Pablo se siente orgulloso de ser parte de esto. De que su militancia actual sea parte de aquella militancia en H.I.J.O.S. Diferente, quizás, desde otro lugar. Pero la misma.
Sus hijas juegan en el patio. Él las mira y habla de las generaciones venideras. Dice que de alguna manera es la herencia que como sociedad se puede dejar “un buen ejemplo de lo que se puede hacer con constancia, con sacrificio pero también con compañerismo. Teniendo en cuenta que el esfuerzo individual no alcanza". Los que quisieron destruir los lazos sociales no imaginaron que las cosas podían cambiar. No pensaron que a pesar de todo el compromiso, la solidaridad y la justicia podían volver fortalecidos. Hoy son juzgados en un proceso con todas las garantías. Pablo destaca todo el tiempo que son logros colectivos. "Duele, muchas veces es conflictivo y desgarrador pero ciertamente hay algo en todo esto que trasunta, una nobleza de la que a mí me enorgullece mucho formar parte”.
Gabriela Cruz
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