Mujeres que cuentan historias: Alberto, el revolucionario
Ella es Graciela. Su infancia y su adolescencia las pasó en La Rioja. Allí compartió juegos y charlas con su hermano. Las actividades en esa iglesia que le daba sentido a la fuerza de la juventud y que les demostró que la fe era mucho más que un creer a ciegas. Ella lucha por su hermano. A su manera, con sus recuerdos, con sus convicciones. Ella extraña a su hermano, lo necesita y siente que hay una sociedad que lo necesita. “Es uno de los que faltan y de los que necesitamos”, dice con voz firme. Ella es Graciela Ledo, hermana de Alberto Agapito Ledo, el joven de 20 años que empezó a hacer el servicio militar obligatorio en febrero de 1976 en su provincia natal. Que en mayo de ese año fue trasladado a Tucumán. Que una noche salió por orden de uno de sus responsables y desde entonces no volvió más.
¿Quién era Alberto? El silencio le sigue como respuesta. El nudo que sube del pecho a la garganta en esos pocos segundos casi se lo puede ver, sentir, palpar. Los ojos se ponen vidriosos al instante. Levanta con sus manos temblorosas los lentes y seca las lágrimas que aparecen incontenibles. “A pesar de tantos años”, empieza con la voz carrasposa y entrecortada, “no deja de emocionarme. Ha sido mi único hermano y compartimos hasta sus 20 años, yo tenía 4 años más que él”. Así comienza a contar esta historia Graciela. La hija de una de las fundadoras Madres de Plaza de Mayo, en La Rioja, llegó a Tucumán hace casi una semana para presentar un documento con el fin de que avance la investigación por la desaparición de su hermano. Una investigación que involucra nada más y nada menos que al actual jefe del Ejército, César Milani. Pero una investigación de la que en esta nota no se hablará porque el objetivo es conocer, aunque sea un poco, al joven que acompañó al obispo Angelelli en aquella iglesia tercermundista de la opción por los pobres.
La infancia de estos hermanos, a pesar de los cuatro años de diferencia de edad, estuvo plagada de risas, llantos y complicidades. “Desde chicos hemos compartido los juegos”, dice la hermana orgullosa que abraza ese recuerdo de hace más de cuatro décadas. El pequeño estudiante de primaria que era abanderado. El que cuando creció no dejó de ser uno de los mejores alumnos en la escuela secundaria. El que en sus años de adolescencia descubrió que la vida podía ponerse al servicio del otro.
“Una persona brillante intelectualmente, intelectualmente brillante”, dice como quien refuerza con la aliteración un detalle para nada menor. “Un estudioso del marxismo, él se definía como marxista”, y en la firmeza de sus palabras se siente la reivindicación de la militancia. “Muy querido y admirado por sus amigos. Tiene infinidad de amigos y amigas que aún ahora lo recuerdan y a veces van a las marchas que organizamos”, destaca Graciela mientras repasa los recuerdos aún frescos a pesar de los años.
Muchos de los amigos que Alberto ha tenido a lo largo de sus pocos años fueron aquellos con los que compartieron charlas y trabajo comprometido con el obispo Enrique Angelelli. El cura que llegó a La Rioja y habló y actuó con las convicciones de la Teología de la Liberación. “Nosotros ya teníamos grupos juveniles, antes que él llegara a La Rioja. Pero con la llegada de Angelelli fue un despertar a algo que nunca habíamos imaginado. Un cura al que veíamos tan cercano, tan amigo, que con su prédica y con su ejemplo nos hizo sentir que el Evangelio era vivir con el pobre, ayudarlo al pobre”, cuenta la mujer que en su pecho tiene un prendedor con la imagen en blanco y negro del joven Alberto.
Recordar al obispo que fuera asesinado por la última dictadura militar y cuyos responsables fueron juzgados y condenados en julio del 2014 es un detalle importante para Graciela. Es que ese hombre de fe dejó sembrado en el corazón de Alberto un ideal que él profundizó cuando empezó como estudiante universitario. “Con un oído en el evangelio y el otro en el pueblo”, cuenta Graciela que decía el cura que, a través de su prédica y de sus actos, demostraba el compromiso con los sectores más vulnerables. “Ayudarlos, ayudarle a formar los sindicatos, ayudarle a fortalecer los sindicatos, ayudarle a fortalecer las cooperativas, todo eso lo vivimos con Angelelli y compartimos su pastoral”, explica y por si queda alguna duda agrega “a partir de ahí él (Alberto) comenzó a militar políticamente”.
Alberto, el joven universitario, el revolucionario
Cuando Alberto llegó a la Universidad Nacional de Tucumán y se inscribió en la carrera de la Licenciatura de Historia, encontró en el Frente Estudiantil un espacio para militar políticamente. “Ahí es donde es marcado ya”, asegura Graciela. Es que es entonces cuando la definición política de Alberto es clara. “Se define como militante de izquierda”, dice la mujer que nuevamente se muestra orgullosa de la militancia del joven idealista y comprometido. “Era un amante de la vida, le gustaba cantar, cantaba con una voz muy linda”, recuerda y la mirada deja de estar fija y se ilumina como si en algún rincón sonara la voz melodiosa de Alberto.
Quien ve la fotografía del muchacho no puede dejar de admitir que era un chico lindo, 'Pintón', como se decía en aquellos años. “Yo le conocí tres novias, la última es tucumana”, cuenta Graciela que además manifiesta su deseo de encontrarla. “Un chico de su tiempo, un tipo de la generación de los 70, él es un representante de la generación de los años 70, comprometido, lúcido y sin miedo”, lo describe. Y como si sintiera que no alcanza con esa descripción cuenta que su madre, la que la espera en La Rioja, siempre dice que cuando le advertía de sus miedos, de los temores por lo que venía pasando incluso antes del golpe de Estado, él le respondía que era preferible vivir 20 años de pie y no 50 de rodillas. “No tuvo miedo”, dice Graciela. “No tuvo miedo”, repite. “Y bueno, es uno de los que faltan y de los que necesitamos”, agrega. “Eso era mi hermano, un revolucionario”, concluye.
El escuadrón buscado
Alberto Agapito Ledo forma parte de los que José Luis D'Andrea Mohr ha denominado el “Escuadrón Perdido”. Un muchacho que fue llamado a cumplir con el Servicio Militar Obligatorio. Un conscripto que fue señalado de desertor, una de las estrategias que las fuerzas de seguridad utilizaban para desaparecer a los jóvenes. Alberto ingresa al Batallón de Ingenieros de Construcciones 141, en La Rioja, el 12 de febrero de 1976. El 20 de mayo de ese mismo año fue trasladado a la localidad de Monteros. En la noche del 17 de junio de 1976 el capitán Esteban Sanguinetti lo llama y lo saca a “hacer una recorrida por la zona”. Alberto no volvió después de ese 'paseo'*
Graciela recuerda que cuando su hermano fue traslado a Tucumán la comunicación era muy frecuente. “Él escribía todas las semanas, tres cartas tenemos”, dice y uno se imagina las hojas amarillentas, ajadas de tanta lectura, con la letra inconfundible del joven que mantenía el contacto con su familia. “A partir del 10 de junio ya no escribió más, entonces mi mamá se empezó a preocupar”, recuerda la hermana. “El 2 de julio es su cumpleaños, el 4 de julio ella viene a verlo y en la puerta le dicen los compañeros ‘no, no está Ledo, dicen que se ha ido’” y cuando Graciela cuenta este episodio baja la voz como si esos hombres hubieran bajado la voz y lo dicho hubiera querido decir algo más. Posiblemente así lo cuente Marcela, la madre de Alberto y Graciela. Posiblemente así recuerde aquellas palabras cuando lo cuenta. Posiblemente así se lo hayan dicho.
Ese día, ese 4 de julio, esa madre escucha por primera vez que su hijo era un desertor. Y aunque lo haya escuchado mil veces más, sabe que eso no es cierto. ‘La anécdota de los lentes’, es uno de esos pequeños detalles que se suman y que no dejan dudas. “Sale un suboficial y le dice ‘mire señora, el soldado Ledo se ha hecho desertor, ya no está más aquí vaya a La Rioja ahí le van a dar las explicaciones’. Entonces uno de los compañeros de él le dice, ‘mire, yo le voy a traer los lentes de él porque él se los olvidó, los ha dejado a los lentes’. Los lentes permanentes que usaba”, y esta última oración dicha por Graciela remarca lo inverosímil de la versión del desertor.
Alberto usaba lentes que necesitaba de manera permanente. El soldado, el compañero que le entregó esos anteojos a su madre, le dijo que antes que el capitán Sanguinetti lo llamara, Alberto se los había sacado y los había dejado sobre la cama. Le explicó que estaban acostados, descansando. “Él creía que ya iba a volver, por eso no se los puso”, confirma Graciela en su narración. “Entonces se los entregó a mi mamá y mi mamá guarda los lentes. Esto demuestra que él jamás pensó en escaparse”, dice ratificando que la supuesta deserción es una treta.
Graciela busca justicia, claro que sí. Busca saber la verdad de lo que pasó con su hermano y que los responsables reciban el castigo que por ley se merecen. Pero busca, también, que la historia de ese 'imprescindible' se conozca. “Creo que lo mejor que se puede hacer es hacer conocer quién era, por qué estuvo, por qué luchó, por qué desapareció”, sostiene. Era, seguramente, mucho más de lo que estas líneas puedan reflejar. Era el hermano, el hijo, el amigo. Pero sobre todo, era un militante. Era un revolucionario, como dice Graciela.
*Información extraída del libro “El Escuadrón Perdido” de José Luis D’Andrea Mohr