La Palta

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Operativo Independencia: de los hechos a las palabras

Fotografía de Paloma Cortes Ayusa

Cada vez que se habla del terrorismo de Estado, ante cada juicio, con cada testimonio, parece que las palabras se volvieran obsoletas. Quien trata de describir lo que sucede en la sala de audiencias emprende un camino sinuoso en busca de aquella combinación de fonemas que transmitan no solo los hechos sino también las sensaciones. Dolor, angustia, opresión, perversión. Ninguna parece alcanzar.

“Obedecí las órdenes del Poder Ejecutivo Nacional”, dijo en su ampliación indagatoria Jorge Omar Lazarte. El imputado cumple una doble condena, una por el megajuicio Jefatura II Arsenales y otra por la megacausa Villa Urquiza y, como ya lo hiciera en ambos procesos, habló extensa y pormenorizadamente. Planteó una estructura que siguió al pie de la letra. Primero de la función cumplió en la Policía de Tucumán desde noviembre de 1974 a noviembre de 1975 y después presentó algunas consideraciones referidas a otros dos puntos: por un lado los juicios en los que obtuvo sentencia condenatoria y por el otro a lo que llamó ‘marco contextual’. “Creo que a la historia hay que interpretarla en función del marco interno externo”, dijo respecto a este último aspecto y empezó a hablar del final de la Segunda Guerra Mundial y del periodo conocido como la Guerra Fría. En ese marco contextual, Lazarte ubicó lo que llamó las acciones subversivas más importantes. Dio números de la cantidad de atentados reivindicando la teoría de una guerra. “Es paradójico que los vencidos que pretendían imponer a sangre y fuego el socialismo marxista pretendan juzgar a los vencedores que hoy somos presos políticos”, vociferó el imputado.

Jorge Omar Lazarte no fue el único en hablar. También lo hicieron José Roberto Abba y Omar Edgardo Parada. “No operé por obediencia debida, fui consciente de mis responsabilidades”, aseguró Parada. Y presentándose casi como un héroe se dirigió al tribunal para exigirle que “haga conocer a la población que el Ejército Argentino venció a la subversión”. Hasta aquí el contexto del periodo previo al golpe de Estado se usó más que para comprender, para justificar. Justificar los secuestros, las torturas, las violaciones, los asesinatos. Justificar lo que más tarde empezarían a contar los testigos.

Un sociólogo que analizó los diarios del obispo Bonamín, escritos entre 1975 y 1976, fue el primer testigo de contexto propuesto por la fiscalía. Testigos de contexto les dicen a aquellos cuyos relatos no versan sobre uno u otro caso sino sobre el marco general en el que se desarrollaron los hechos que se juzgan. Ariel Lede habló de la investigación que lo llevó, junto a Lucas Bilbao, a publicar El profeta del genocidio. A partir del testimonio escrito de Bonamín da cuenta de la presencia de los capellanes de la Iglesia Católica en los centros clandestinos de detención. “Explican su rol en la legitimación religiosa de la tortura como método y en el consuelo moral a los problemas de conciencia de los represores”, adelanta la contratapa de la publicación. “Son un testimonio en primera persona por el que desfilan, junto a nimiedades cotidianas, secuestros, asesinatos, torturas”, describe a continuación el ejemplar. Al finalizar su declaración testimonial, Lede ofreció una lista de 42 sacerdotes que actuaron durante el tiempo que duró el Operativo Independencia. Consignó además que fueron alrededor de 400 los capellanes de lo que se llamó el Vicariato Castrense.

Así como Lede habló de una cara de un sistema perverso desde el conocimiento que adquirió investigando, Rubén Alejandro Juárez se refirió a otra cara del mismo sistema pero desde lo que vio y vivió. Juárez era un conscripto y le tocó prestar servicio en el Hospital Militar. Pasados los primeros dos meses fue designado a Famaillá a una dependencia del mismo hospital. “Salíamos a buscar heridos, muertos”, dijo con su tonada bien tucumana el testigo. Los heridos y los cuerpos eran tanto de gendarmes o militares como de civiles a los que llamaban guerrilleros. Los recuerdos del ex conscripto eran gráficos y contundentes. “En Fronterita”, relató refiriéndose al ex ingenio azucarero, “recuerdo que tenían detenida a una mujer que estaba muy grave”. No fue la única vez que habló de esta mujer. Su relato se fue completando con detalles. “Estaba en una especie de chiquero”. “Estaba desnuda”. “Tenía como una hemorragia”. “Perdía sangre por la vagina”. Más adelante, cuando le preguntaron por si había visto personas con signos de torturas, dijo que “la mujer que le dije tenía como unos chupones negros. Bien negros. Por aquí, por acá”, decía y señalaba la zona de la ingle y el torso. En el universo procesal de esta megacausa son nueve las víctimas de delitos sexuales.

“De los guerrilleros nunca me enteré que los hayan entregado a sus familiares”, dijo Juárez cuando le preguntaron sobre qué se hacía con los cuerpos que trasladaba a la sede del Hospital Militar en Famaillá. “Decían que los quemaban”, agregó después. “Lo que sí iba mucha gente a preguntar”, recordó el ex conscripto que vivió en carne propia el maltrato y la humillación. A veces encontraban cadáveres que estaban atados con alambres. “Gente muerta”, era la manera en la que Juárez se refería a esos cuerpos. Gente muerta, quizás, no es lo mismo que cadáver. Algunos cuerpos, contó Rubén Alejandro Juárez, tenían un estado de descomposición muy avanzado. “Ese olor en las manos…” dijo el testigo al terminar de relatar como algunos de los superiores los empujaban sobre los cuerpos. “… Ese olor en las manos lo seguía teniendo hasta que salí de la colimba”, recordó mirándose las manos con las palmas hacia arriba.

Cuando los testimonios son así de contundentes, huelgan los calificativos. Pero también faltan. Faltan las palabras quizás porque la razón intenta explicarse a sí misma lo inexplicable. Porque se busca entender cómo con tanta tranquilidad alguien puede justificar estos actos. “Fui consciente de mis responsabilidades”, había dicho Omar Edgardo Parada y uno piensa en la responsabilidad ante estos hechos.