La Palta

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Operativo Independencia: preguntas sin respuestas

Fotografía de Paloma Cortes Ayusa

“¿Y qué hacía Ramón Rito Medina?”, preguntó uno de los fiscales. “Vendía caramelos”, respondió Noemí del Valle Megía. Casi de inmediato aclaró que don Rito tenía una especie de kiosco. Noemí fue la última testigo en declarar el jueves 9 de junio. Cuando tenía ocho años su papá y sus tíos fueron secuestrados en la localidad de Campo Grande, departamento de Famaillá. De esa colonia con apenas una cuantas casas también fue secuestrado don Rito Medina, vecino de los Megía y padrino de uno de ellos. Quienes lo recordaron en la sala de audiencias dijeron que era un jornalero que paleaba los costos de la vida con la ayuda de un pequeño negocio. De esos kiosquitos donde se vendía un poco de todo para los pobladores del lugar.

El viernes, la historia de don Rito fue completada por su propia familia. Su nuera, María Elena Roldán de Medina; su nieta, Norma del Valle Medina y su hijo Juan Carlos contaron lo que se vivía en 1975 en ese pequeño poblado. Juan Carlos había sido secuestrado primero. “Me lo han metido preso al chango”, le dijo don Rito a la pequeña Norma y se fue a averiguar lo que había pasado. “Me dio una bolsita de caramelos y se fue”, recordó la nieta que en ese entonces tenía 10 años. Con la bolsita de caramelos en la mano, parada en la vereda de la casa, vio cómo en la esquina unos camiones se detuvieron. “Bajaron cuatro militares y lo sacaron de la jardinera en la que iba a mi abuelo”, contó la única testigo del momento del secuestro.

Ese mismo día, recordó María Elena, habían soltado a su marido. Él le dijo que había estado en el ‘canchón’. El canchón era un predio que pertenecía a la citrícola San Miguel. Allí funcionaba la administración de la empresa para la que trabajaban la mayoría de los pobladores de Campo Grande y allí se había instalado una base militar. Allí fue llevada María Elena con su hija Norma cuando fue detenida. “A mi mamá le pusieron una venda. La metieron para adentro y a mí me dejaron afuera”, fueron los detalles que Norma dio de esa detención. “Yo era curiosa y me puse a mirar por el agujerito de la llave”, contó como dando explicaciones de por qué sabe que adentro habían mujeres vendadas. “Me fui para el fondo. Vi muchas personas con los ojos tapados y con las manos hacia atrás. Ahí estaba mi abuelo”. El relato de la niña que pedía que lo soltasen se hizo imagen en la sala de audiencias. “¿Por qué lo tienen atado con alambres a mi abuelito? ¿Por qué no lo sueltan? Déjenme darle un beso”. El ‘soldado’ jovencito que intercedió para que se pueda acercar al abuelo quedó grabado en la memoria de Norma. “Mi abuelo me dijo que no me separe de mi mamá”, y desde entonces, cada vez que a su mamá la llevaron al ‘canchón’, ella también iba.

Don Rito Medina estuvo secuestrado, al igual que los hermanos Megía, primero en la administración de la citrícola San Miguel, luego fue llevado al centro clandestino del ingenio La Fronterita y finalmente a la ‘Escuelita de Famaillá’. Cuando a los Megía los liberaron, María Elena supo que su suegro estaba en el hospital Padilla. Al segundo día de insistencia le permitieron verlo. “Entré y sentí un olor fuerte”, contó María Elena. “Ay, hija, ya he pagado todas mis culpas con todo lo que ha pasado. Me han hecho iniquidades”, fue lo primero que don Rito le dijo. “Nunca imaginé que iba a tener las piernas amputadas”.

Un mes estuvo internado don Rito. Durante ese tiempo les contó a su nuera y a su hijo lo que pasó mientras estuvo secuestrado. Las torturas, las picanas, lo interrogatorios. Lo acusaban de dar de comer a lo ‘subversivos’. “Le pasaron un camión por las piernas y el médico dijo que tuvo que amputarlas porque estaba engangrenado”, coincidieron en sus testimonios Juan Carlos y María Elena.

“Yo también me pregunto. Yo no sé porque lo han hecho. Por qué han matado tanta gente. ¿Qué respuesta podemos dar nosotros? Lo único que podemos pedir nosotros es que haya justicia”, contestó a los fiscales casi como una súplica María Elena Roldán de Medina. Por qué en Monte Grande no se podía ni salir al patio para ir al baño que quedaba en el fondo, como en casi todas las casas del campo. Por qué “había que llevar tachos para adentro para que los chicos orinen”. Por qué su casa estaba rodeada de militares y todas las noches había “soldados tirados de panza como si fuéramos unos grandes delincuentes”. Esas son algunas de las preguntas que María Elena dejó sin responder.

Las respuestas aparecen de a poco en boca de los testigos de contexto. Marco Taire, periodista que declaró la mañana del viernes, acercó algunas. Y más allá de lo importante que puedan ser esas repuestas para la reconstrucción histórica, para dar fundamentos a una posible condena, no explican demasiado. No al menos para la niña que se quedó con la bolsita de caramelos mirando cómo se llevaban a su abuelo. Justicia, pidió Elena y en ella cientos víctimas: “Por todo eso que hemos vivido, por todo lo que hemos pasado con los hijos. Es lo único que pedimos”.  En la megacausa Jefatura II Arsenales una testigo había dicho: “Si mi hijo era un delincuente, ¿por qué no lo juzgaron y condenaron? ¿Por qué me lo sacaron y sigo sin saber dónde está?” Y por más imposible que parezca dar respuesta, todavía hay quienes, en este juicio quieren explicar que era necesaria la autodenominada ‘lucha contra la subversión’ y que secuestrar, torturar, violar, matar, desaparecer, fueron acciones patrióticas.

Esta próxima semana no habrá audiencias. El debate oral y público que juzga los delitos de lesa humanidad cometidos antes del terrorismo de Estado se reanudará el jueves 23 de junio. Otras serán la historias que se cuenten porque se trata de un universo procesal compuesto por 271 víctimas. Este viernes fue la de la familia Medina y con ellos la de don Rito, aquel hombrecito que vendía mercadería a sus vecinos y siempre tenía caramelos para los niños del lugar.