Operativo Independencia: la memoria de todas las memorias
Las manos de Margarita. Cada tanto los dedos delgados se entrelazaban como buscando sostenerse. Por momentos se soltaban y las manos se movían dibujando en el aire algo que acompañe lo que sus palabras explicaban. Entonces uno podía ver que esas manos de dedos pequeños temblaban. “Yo soy Margarita Fátima Cruz. Mi número de documento es once millones… Yo soy Margarita Fátima Cruz. Mi número de documento es once millones…”, eran las palabras que se repetía a sí misma, en voz alta, mientras estuvo en cautiverio en el centro clandestino de detención conocido como ‘La Escuelita de Famaillá’, en la ex escuela Diego de Rojas. “Lo hacía como una cuenta de rosario y sentía que eso me daba identidad, me fortalecía, me daba fuerzas para seguir”, dijo Margarita este jueves 15 de septiembre en la sala de audiencias del Tribunal Oral Federal. Por fin tuvo la oportunidad de dar testimonio en un juicio oral y público. “Esperé muchísimos años”, agregó sobre el final de su declaración. “Llevo en el cuerpo todas las memorias", y después de escucharla ese cuerpo pequeño parece gigante.
Margarita tenía 21 años cuando fue secuestrada. Estudiaba Medicina y había tenido a su hijo mayor en marzo de 1975, poco más de un mes antes de su primer secuestro. Esa vez estuvo 15 días en la Jefatura de Policía. En mayo de ese mismo año volvieron a ingresar a su casa. “Siento un estallido en medio de la oscuridad. Gritos. Gritos. Gritos y de repente personas que me arrancaban de la cama y me apuntaban con armas. Mi mamá que dormía al lado. La imagen de mi mamá agarrando al nene”, el relato de Margarita aparecía como imágenes superpuestas. Desconcierto y caos. Y en medio de esos recuerdos desdibujados, los detalles precisos que misteriosamente se guardan en algún rincón de la memoria. “Llevaba puesto un buzo que era como una polerita que se usaba en esos años. Con rayitas. Y un pantalón verde que era muy abrigado. Entonces mi mamá me alcanza a dar como unos zapatos mocasines que estaban justo por ahí y una campera roja”, dijo como si describiera una fotografía. Los colores en medio de las luces y las sombras de la madrugada del 10 de mayo de 1975.
El relato pausado, exhaustivo y pormenorizado se extendió por tres horas. Habló de su militancia desde que era una adolescente. “Mi militancia era pública”, aseguró la mujer que se educó en una casa de peronistas. El Grupo Evolución Tucumán (GET) fue el espacio donde se descubrió luchadora y comprometida. Solidaria y aguerrida. “Cuando fue el ‘quintazo’, yo participé de esas luchas. Yo tenía un compromiso social y político”, recordó al hablar de su primer año de medicina, cuando era delegada del curso. Estuvo a cargo de la comisión de becas y eso la llevó a estar en contacto directo con los estudiantes del interior de Tucumán y de provincias vecinas que buscaban alguna ayuda económica para seguir estudiando.
Se había convertido en educadora popular y alfabetizaba en las villas. A golpes y picanas eléctricas quisieron que diga que era perteneciente al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). “¿Quién es Mateo? ¿Quién es Lucas”, le preguntaron desde el primer momento que la tuvieron en Famaillá. “En ese lugar, el día, la noche, para mí habían desaparecido”, dijo mientras trataba de describir, a través de sus sensaciones, dónde estuvo secuestrada. “Estaba segura que yo estaba en el campo por los pájaros de la mañana y la desolación del atardecer. Ahí comenzaba el frío”. Las noches frías de julio las pasó en ese centro clandestino. A finales de ese mes fue liberada.
La sala no fue desalojada. Margarita no pidió que se aplicara el protocolo de asistencia a testigos víctimas de delitos sexuales. Con la sala llena, delante de los imputados, de sus familiares y de esas señoras de reconocidos apellidos que apoyan a los acusados, lloró al recordar su peor calvario. “Yo les pedía por favor que no me tocaran. Fue un momento horrendo de mi vida que me marcó tremendamente. Que me siento sucia en forma permanente”, y el llanto ahogado salió expulsado entre las palabras. “Yo les pedía que me dejaran lavar. Que me dejaran lavar por favor. Me tiraron una manguera en el baño y yo me pude lavar. Me pude sacar esa inmundicia. Hijos de puta. Y ahí estaba yo. Estaba yo. Ya no importaba más nada”, dijo ante la mirada concentrada del juez. “Yo les decía, por qué no me matan. Por qué no me matan. Por qué no me matan. Estaba como desahuciada de todo”. Y por última vez le preguntaron por Mateo y por Lucas. “Yo les dije que no los conocía. Y si los hubiese conocido, a esa altura no los iba a delatar. ‘No vas a hablar hija de puta. Guerrillera hija de puta. Ya vas a ver cómo te vamos a colgar del helicóptero’. Y yo les pedía por favor que tuviera un poco de piedad de mí. Que me matasen”.
Pocos días después fue liberada. 104, le habían puesto por número y ella se aferró a su nombre. Si había un número que sentía que no debía olvidar era su número de documento. Lo repitió durante su cautiverio y lo repitió en la sala de audiencias. Pero otras cosas quedaron grabadas con la peor asociación posible. “Quiero contar que yo después que salí de ahí nunca más pude cantar la canción Aurora. En ese lugar se cantaba la canción Aurora”. Antes de que la liberaran, un soldado le dijo que tenía que comer porque iba a salir. “Yo pensé que estaba bueno que una persona me hablara”, dijo. “Fue la primera vez que una persona me hablaba sin torturarme”, agregó. Días después alguien la llevó a otra de las aulas y le hizo algunas preguntas. “Me preguntaron como si nunca me hubieran conocido. Me dijo que me olvidara de lo que había pasado. Que yo iba a salir”.
Armarse de nuevo
Cuando Margarita hablaba en la sala de audiencias, las palabras parecían tener una fuerza y un cuerpo diferente. “Yo estaba atrapada en esa situación”, dijo cuando se refirió al momento de su secuestro. Intentó correr, pero la habían alcanzado. “Me había encontrado con alguien”, dijo cuando recordó el momento en que llegó a la casa de una prima tras ser liberada. “Me habían vuelto a abrazar”, y en sus palabras se sentía ese abrazo, de la misma manera que antes se había sentido el encuentro, y antes la impotencia de estar atrapada.
Sus padres la mandaron a Buenos Aires, a la casa de unas primas. “Ese mismo día tomé el ‘Estrella del Norte’ que salía a las cinco de la tarde. Y desde entonces no volví”. Se alejó de su familia por preservar su vida y la de ese niño que no había visto por casi dos meses. “Hoy que tengo 63 años, todavía me pregunto cómo hice para rearmarme”, dijo como pensando en voz alta. Rearmarse sin su familia, porque como ella misma dijera, “la familia se va desperdigando”. “Cómo destruyeron mi vida”, reflexionó. “Tengo muchos dolores y tengo muchas marcas que no son visibles, quizás, pero yo las siento”, agregó y dejó caer su cabeza hacia atrás como buscando un descanso.
Rearmarse. La manera era volviendo. “Vinimos a Famillá y a la gente le pasaba lo mismo que a mí”, dijo la mujer que entendió que eso que le pasó a ella, en realidad “nos pasó a todos”. El horror que le atravesó la vida lo convirtió en militancia. El Grupo de Investigación sobre el Genocidio en Tucumán (GIGET) fue su primer paso en ese camino de reconstrucción de sí misma. En el año 2005 nació el GIGET que se concentró en la investigación de las características y consecuencias del genocidio perpetrado durante el Operativo Independencia y la última dictadura militar, en la zona sur de Tucumán. El objetivo de este grupo de trabajo fue también la reconstrucción histórica de las luchas del pueblo buscando visibilizar aquello que el genocidio intentó borrar de la memoria colectiva. Y reconstruyendo esa historia, Margarita empezó a reconstruir la suya.
Hoy, Marga, como le dicen los más cercanos, pertenece a la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos. “Yo no vengo a revictimizarme”, dijo sin el menor titubeo. “Vengo a recordarle a estos señores lo que hicieron”, agregó. “Yo quiero volver a Tucumán, pero no quiero volver a cruzarme a ninguno de ellos”, le dijo al tribunal antes de retirarse. Y el pedido que, de haber condena, sea cumplida en un penal como corresponde, se repitió en la sala de audiencias. “Tengo la suerte de poder rearmarme”, dijo la mujer que recogió cada pedacito de su humanidad para ser más humana, más comprometida y más luchadora.
Margarita se retiró de la sala de audiencias. Justicia por los 30.000 compañeros desaparecidos y por Julio López fue su último pedido. Diez años pasaron ya de la segunda desaparición de López, el hombrecito que fuera testigo clave contra el genocida condenado Miguel Etchecolatz. Los abrazos y los aplausos no dejaron lugar a las provocaciones del público que apoya a los imputados. "No somos como ellos. No buscamos venganza", dijo Margarita con una historia de vida que respalda cada palabra.