Las sociedades espectadoras y la construcción de la monstruosidad en el caso Báez Sosa
Por Julia Pascolini para La tinta
Desde sus inicios, el asesinato de Fernando Báez Sosa en manos de un grupo de jóvenes a los que los medios de comunicación hegemónicos (y la sociedad) calificaron rápidamente como “los rugbiers” generó controversias. Más allá del delito cometido, la sobreexposición del caso y la viralización de los videos promovieron morbosidades y potenciaron la opinología de siempre: antes del juicio, los jóvenes ya habían sido condenados. El proceso que garantiza, al menos en lo teórico, la concreción de “justicia” (sobre todo para la/s víctima/s) inició hace tan solo unos días y los pedidos de cadena perpetua para los ocho acusados no cesaron. El involucramiento de la sociedad y la mediatización del caso dispararon opiniones, pero también análisis diversos. Entre ellos, aquellos asociados a las perspectivas no punitivas que apuntan a pensar los hechos en sus contextos sociohistóricos y no de forma abstracta/aislada. Es decir: que el asesinato de Fernando no devino de un suceso naturalmente violento, sino de uno genuinamente humano.
La existencia de videos que repitieron una y otra vez el crimen cometido aportó a la demonización de los actores responsables. La construcción de la monstruosidad es un proceso de selección nada aleatorio; el enemigo es elegido por la sociedad a partir de determinados factores. Puede ser el ensañamiento con que se comete un delito, la proveniencia socioeconómica, el racismo estructural que opera sobre las personas racializadas y otros.
Los hechos dejaron heridas sociales fuertes: la huida, irse a comer después de pegarle a un pibe hasta la muerte y la presunción de impunidad propia de los acusados nos atormentó a todes. Sin embargo, no puede ser suficiente el análisis de la locura, la enfermedad y la violencia natural ni en este ni en ningún caso. La puesta en práctica de masculinidades hegemónicas, del racismo estructural, no puede ser obviada. Los jóvenes que mataron a Fernando no deben ser observados desde la lupa de la exclusión, sino desde los anteojos de la pertenencia: no son ocho locos, son ocho sanos hijos de instituciones racistas, machistas y clasistas.
Los medios han desarrollado estrategias en la construcción de buenas y malas víctimas. La indefensión, la “bondad” de la parte afectada y otros puntos aportan a la producción de perspectivas románticas. “Él no hizo nada”, “era bueno”, “estudiaba”, “salió a tomar un helado y le pegaron”. Por supuesto, no justifico su asesinato ni la violencia, sino que lo pongo en contraposición con el otro relato, el de los “rugbiers”: “Premeditaron su asesinato”, “el violento video de Máximo pegándole a una bolsa”, “el video que muestra el perfil violento de uno de los acusados”, “los violentos antecedentes de los rugbiers”, “el perfil psicopatológico de los acusados”. Frases que suponen discursos de villanos y héroes. ¿Acaso no afectan nuestra capacidad de análisis, poniendo énfasis en lo natural de las personas y no en los aspectos construidos sobre y por las mismas?
Además, existen víctimas “malas” que, en cambio, sí merecen la muerte, aquellas linchadas por cometer un robo, por ejemplo. El merecimiento, muchas veces, tiene color de piel y billetera. Este caso particular puede ser paradigmático en ese sentido. Fernando era marrón y no provenía de una familia adinerada, pero la forma en la que fue encarnado su asesinato lo condujo a convertirse en una víctima positiva. La repetición de los golpes, la incapacidad para defenderse, el estar solo. A Fernando no se lo culpó de su propia muerte. Eso es lo que lo vuelve una buena víctima.
Paralelamente, se apuntó a la construcción del castigo merecido y, para eso, se hizo alusión a cuestiones no justamente legales del sistema penal argentino. La convocatoria de personas ex privadas de su libertad a diferentes medios de comunicación con el objetivo de desentrañar la forma (“naturalmente violenta”) con la que serían recibidos los ocho “rugbiers” a la cárcel aporta a discursos estigmatizantes respecto de las personas que se encuentran prisionizadas y su ámbito familiar. Las cárceles son catalogadas (bien podemos observarlo en “El Marginal”) como lugares sucios (nada que envidiarle a la realidad, aunque no es producto de la desidia de las personas allí alojadas, sino de un Estado abandónico), pero también extremadamente violentos. Las personas que se encuentran presas son expuestas como potenciales asesinos y ladrones. Facas, violaciones y otros aspectos esperan, según estas teorías, a los ocho acusados.
La sociedad, en este punto, exclama con vigoroso ensañamiento que merecen estar toda la vida en la cárcel, ser violados, golpeados y violentados “como lo fue Fernando”. ¿La lógica que prima?: la venganza. Las perspectivas punitivas abundan. La salida se presenta solo a través del castigo y no de la comprensión de los hechos como hechos sociales y culturales. Una vez más, sopa.
El discurso de la perpetuidad en la cárcel como sinónimo de justicia olvida o contradice los objetivos supuestos del sistema carcelario: la resocialización. Lejos de ser un concepto que identifique a quienes trabajamos la temática (porque niega que la persona prisionizada haya sido parte de la sociedad al momento de su detención), en este caso en particular, no existen discursos con expectativa de ella. El único pedido que gira en torno a los ocho es la cárcel como sinónimo de castigo. Esto contradice, a su vez, los fallos y la jurisprudencia que apuntan a que las cárceles sean lugares regidos por lógicas de dignidad y no violencia. Sin embargo, los medios de comunicación se ocuparon de potenciar perspectivas sobre la justicia como sinónimo del castigo. “La cárcel no repara”, rezaba una frase en una pared. Y todo de ella es verdad. La cárcel no repara el asesinato de Fernando ni devuelve a su mamá y su papá un hijo arrancado por conductas violentas. De todas formas, la cárcel puede constituirse como una forma de justicia para elles, mas no la única.
La justicia no debe ni puede regirse solo por el deseo de la víctima. Debe garantizar, además, los derechos de los acusados, pese lo que le pese a quienes observan atentamente los acontecimientos de este juicio. La justicia no es divina afortunadamente. Los jueces tampoco. La preocupación que abunda en este caso en particular tiene que ver con que su sentencia tenga que ver más con la exigencia sociomediática que con la condena que correspondería a los delitos cometidos. La pena sería, entonces, aquello acorde a los acuerdos sociales sostenidos y construidos. No pedimos que no haya una condena, buscamos que la condena tenga que ver con los hechos y no con la construcción de monstruosidades que olviden, por momentos, que la sociedad es estructuralmente racista, machista y clasista. ¿O acaso al “negro de mierda” solo lo dicen ellos? Los derechos humanos de las personas prisionizadas, pese al delito que hayan cometido, deben ser sostenidos según lo establece la Constitución Argentina a través de los acuerdos internacionales que ha ratificado. A continuación, comparto algunos de los comentarios esgrimidos en redes sociales a colación de este caso.
“Perpetua, esta vez, espero que la Justicia demuestre que sí existe”. “Al pabellón común, eh. Nada de berretines de cheto. Ahí van a saber lo que es estar en completa desventaja, son pollo, básicamente, como hicieron con Fernando”. “Perpetua y aislamiento. Que paguen la responsabilidad de lo que hicieron. Incluso los padres no teniendo contacto ni visita”. “Ojalá los revienten, que los caguen a palos todos los días, los persigan, que les hagan la condena lo peor posible, ojalá vivan un infierno, que paguen en vida, son una mugre inservible. Y ojalá que, si algún día salen, los estén esperando los amigos y familiares de Fernando, y se venguen. Los peores deseos para ellos”.
La construcción de la masculinidad hegemónica fue ampliamente analizada en este caso. No hace falta que ahondemos demasiado. Quedó claro que “ser varón” se rige en parte por la competencia o destrucción del otro no varón, del otro menos varón. Del varón no blanco, no rico. Del varón no heteronormado. Del que escapa a las reglas de la masculinidad normada. La virilidad se presenta, entonces, como un sinónimo de la violencia. Sin embargo, volvemos a quedar truncos: ¿dónde está la sociedad cuando un varón cis heteronormado es construido? ¿Qué responsabilidad tienen las instituciones públicas, privadas, familiares, escolares, en la producción de esos ocho varones “rugbiers”? Ningún pibe nace macho, dice Marika Combativa. Adhiero.
Todo esto responde a estrategias paliativas que buscan reducir la responsabilidad social en este tipo de casos. Esto no es sinónimo de: por mi maldita culpa, sino que se trata de un llamado a repensarnos. ¿El castigo evita nuevos delitos? ¿La creación de más cárceles o de leyes con perspectivas punitivas redujo alguna vez la práctica delictiva? No. Al contrario, las reparaciones más simbólicas y profundas se producen cuando el Estado se hace presente en cada rincón del país a través de políticas públicas, destinadas a toda la comunidad y no solo a quienes provienen de los sectores con menor acceso a sus derechos. Esto quiere decir que institucionalizar el análisis de estos casos nos obliga a ocupar también aquellos lugares en los cuales lo económico basta, pero las discusiones en términos políticos y culturales continúan promoviendo discursos con raíces racistas, machistas y clasistas. El punitivismo opera de forma paralítica. Nos ubica como una sociedad espectadora, pasiva y no productora de sentidos y conductas. Debemos escapar de sus telarañas para pensar nuevas estrategias que posibiliten superar el castigo como única forma de justicia y encontrar formas de reparación que se hagan eco de la justicia como sinónimo de acuerdos sociales que no deben/puede vulnerar los derechos conquistados.