La Palta

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Hay una mujer con alas esperando en el muro

Fotografía: gentileza de María Florencia Lencina.

Casi siempre se está mirando hacia afuera en este lugar, y afuera llueve y es gris.

Para llegar al color -y al calor- hubo que esperar un rato frente al gran enrejado externo, devolver el saludo al guardia que finalmente habilita el paso, caminar entre filas de mujeres con uniforme y sortear otras tres puertas gruesas, ocres.

La sala que habitualmente funciona como comedor de la cárcel de mujeres de Tucumán hoy será otras cosas.

Será salón de actos -en el que ya están las internas y las autoridades formadas- mientras duren los discursos de apertura del Segundo Encuentro de Mujeres en Contexto de Encierro.

Será abrigo y abrazo cuando una voz dulce se afiance en el escenario y entone: “no tengo a quien rezarle pidiendo luz, ando tanteando el espacio a ciegas”.

Será tierra africana, alguna porción de aquel continente, cuando el grupo Bembé Guiné irrumpa con el trueno de su percusión.

Será boliche también, cuando un locutor advenedizo tome el control de la música y salte del cuarteto a la cumbia, y de nuevo al cuarteto.

Pero eso después. Ahora el centro de la escena es apenas una cartelera que en letras verdes anuncia “Feliz día de la mujer” sobre otras letras nunca despegadas que deseaban “Feliz Navidad”.

Casi siempre se está mirando hacia afuera en este lugar, pero hoy todo lo que valga la pena mirar -y sentir- va a caber entre cuatro paredes.


Adentro es como afuera.

Por distintos factores, la desigualdad entre géneros tiene su correlato en las prisiones: se destinan más atención y recursos a los penales para hombres que a los que albergan mujeres. En el discurso con el que abre la jornada, Nazaret Rodríguez Ponce de León, secretaria del juzgado de Ejecución Penal de la capital, insiste en que “hay que reconstruir con perspectiva de género las disfunciones de las estructuras institucionales”.

“La vida en prisión es peor para una mujer, sea esta madre o no, tenga o no personas a cargo. Conlleva consecuencias altamente negativas; luego del paso por estas rejas, la estigmatización social las acompaña. El sistema penitenciario debe seguir evolucionando, debemos acondicionar la ejecución de sus condenas a su condición de mujer”.

Añade: “el encarcelamiento de las mujeres es muy perjudicial por las consecuencias que genera ante el abandono de su grupo familiar. No sólo por el desamparo en que quedan sus hijos o personas a cargo, sino por el riesgo de ser implicados en conductas delictivas. Por lo tanto, las acciones para reducir el compromiso de la mujer en futuros actos criminales tienen un alto retorno social”.

Rodríguez Ponce de León habla ante un público compuesto por el juez Roberto Guyot y otros integrantes del Juzgado de Ejecución; la comisario principal Fátima Sarmiento, a cargo del penal; el personal penitenciario y las mujeres privadas de su libertad.

Su discurso será el de mayor carga política de la mañana: dirá, por ejemplo, que todavía hay “miradas distraídas y mucho por hacer” para mejorar el sistema penitenciario. Dirá también que es imprescindible que los programas para contener a las mujeres tengan continuidad y hasta se mantengan luego de su retorno a la comunidad. Y que es vital propiciarles el acceso al estudio, a la capacitación, al trabajo, al arte.

Precisamente de eso, del encuentro con el arte, se trata la jornada de hoy.


Las internas atienden a los discursos, aunque hay una electricidad en el aire que va más allá de lo que están presenciando. Una de ellas dice “cuando se vaya la bandera de ceremonias, podemos salir”. Y así sucede: en cuanto la abanderada deja el comedor, un grupo grande se retira hacia la zona de los cuartos. Van casi corriendo, entusiasmadas.

El locutor, mientras tanto, invita al resto del público a la galería y desde allí -la lluvia impide salir al patio- observar el mural que el día anterior había pintado la artista Vero Corrales. Una mujer con pelo violeta y los ojos cerrados extiende alas turquesas en el centro de la tapia. No está dibujada bajo los cánones de la belleza hegemónica: es una mujer con pelos en las axilas, con rollos en la cintura, con el tatuaje de una flor en el pecho. Es una mujer que se parece a las que la contemplan.

“La consigna era la libertad y lo primero que me salió fue hacer una mujer con alas, libre y empoderada -señala Corrales-. Dos de las chicas, Reyna y Vanesa, me ayudaron a pintar; otras se acercaron para acompañar. Fue un lindo día con sol, mates y música. Y mucha charla también. Me hablaban de sus experiencias, de las fiestas en sus barrios y de sus tatuajes, porque yo además soy tatuadora”.

En la vuelta al comedor, ya el escenario se ha despejado para los shows que siguen. Cuando los tambores de Bembé Guiné retumban en el espacio se entiende la adrenalina anterior: las internas que se habían ausentado vuelven ahora en una nube de telas fluorescentes, vestuario que ellas mismas han confeccionado con retazos amarillos, fucsias, verdes. Entran en fila al compás de un ritmo que sacude y llena todos los sentidos. Siguen a Selva Varela, la directora del ballet de danzas africanas, tanto en los pasos como en la firme, amplia sonrisa.

La coreografía es la muestra de un taller de cuatro encuentros que Varela dio antes en el penal y que define como un paréntesis en la rutina de las mujeres. “En general me han manifestado que las dos horas de clase se les pasan como dos minutos, y que realmente se sienten libres. Yo suelo contarles mis experiencias en África y siento que también hay un viaje de la cabeza. Veo entusiasmo en un contexto donde quizás motivación es lo que falta”.

Una alumna se acerca a Selva, le dice que se equivocó en tal paso. “¡No importa!”, responde la bailarina.

Lo que afuera se llama coreografía acá se traduce en liberación.


Más mujeres y más danza: llegan las chicas del grupo La Bulla con un baile hipnótico en el que dialogan el malambo y la percusión.

Hay cierta fiereza flotando en el ambiente y tal vez aprovechando eso es que Nancy Pedro gana la escena. Tiene un gesto desafiante, como si acabara de decidir que en las más de dos horas que lleva el evento todavía no se ha dicho lo que realmente vale la pena decir: que el arte sana, que el arte atraviesa cualquier frontera, que el arte -sobre todo- habilita la palabra. En el silencio absoluto y respetuoso que le regala el público resuena la caja de la cantante, único instrumento del que se sirve para interpretar su versión de “Hermana duda”, de Jorge Drexler.

“Estos muros separan a la gente que tiene una oportunidad de la que no, entonces la construcción que estas mujeres hacen del mundo es admirable. Yo trabajo y aprendo con las personas, no con los casos. No sé quiénes son ni qué han hecho, y no me interesa saber porque todos somos personas, todos nos equivocamos y la diferencia es la oportunidad -explica-. Realmente creo que el canto es una actividad poderosa, que tener la posibilidad de decir es grandiosa, y las mujeres estamos empezando a decir”.

Después, Nancy irá por más. Se emocionará, emocionará a todas. Instará a las mujeres a reivindicar la lucha, a ponerle la cuerpa: “no nos paran más, ¡no nos callamos más!”. Para interpretar las coplas que siguen, pedirá que repitan con ella estribillos que dicen “no estás sola” y “yo te creo”.

El momento en que todas las voces se unen en ese grito es fuerza.

Es compromiso.

Es esperanza.


Por último, la distensión total.

Hay un bloque de sorteos que se festeja con aplausos y risotadas, y cuando tocan Las Musicletas las sillas quedan definitivamente apiladas a los costados.

Las chicas de La Bulla rompen el hielo: pasan al frente bailando, inician una ronda que después, con el paso de las canciones, se irá agrandando.

“¿Un poco de reggaeton?”, convida la cantante. “¡Lo que sea!”, le contestan de este lado.

Las chicas de la banda sonríen, las internas también, las mujeres de uniforme también.

Protestan cuando la banda se despide, luego festejan cuando alguien sigue poniendo música desde una computadora.

El DJ improvisado grita: “¡Si no hacen palmas no vale!”.

Leña para el carbón, Olvídala, La güera Salomé: hay quienes bailan aún sentadas.

Una de ellas fabrica con papel crepe una pollera amarilla para bailar el clásico de Gladys.

El DJ: “¡Gracias por la buena onda a las guardiacárceles! ¡Y a la señora que hace las pizzas!”.

En la pista ya están Nancy Pedro, Selva Varela, Vero Corrales, el equipo del Juzgado. Con las manos forman un arco bajo el cuál las internas deben pasar bailando.

El DJ: “¡A ver las solteras!”.

Gritan, levantan palmas, se ríen. Entre algunas circula un trapo con el que se secan la transpiración.

El DJ: “¡Ahora sí llega el tema que tanto pidieron!”.

Y lo que llega es la Mona Jiménez, momento álgido de la mañana.

En un ratito se apagará el cuarteto, se irán las visitas, el comedor de la cárcel será otra vez comedor de la cárcel.

Ahora es la fiesta, la alegría.

Afuera ha dejado de llover, pero este tal vez sea uno de esos pocos momentos en que lo que pase detrás del muro les es indiferente.