Guadañas: cuando jugar al fútbol es un acto de amor y militancia
Dicen que eran el niñe que estaba en un rincón mirando mientras sus compañeros aprendían a dominar la pelota. Dicen que creían que “eran un queso”. Dicen que ese fútbol, el de la infancia y de la adolescencia, los expulsó. Dicen que ya de grandes descubrieron que les gustaba la cancha y que había otra manera de practicar un deporte que les devuelve la alegría. Dicen mucho más de lo que dicen cuando hablan, cuando juegan, cuando se abrazan y se ríen y festejan sin importar cómo salió el partido.
Guadañas es el nombre que eligieron para identificarse. “El nombre viene por la forma en que jugábamos cuando empezamos, era a puro guadañazos”, dicen entre risas. La bandera de arcoíris está en sus camisetas. La misma que uno de ellos se colgó del cuello mientras daba esta entrevista y que al caer sobre su espalda parecía una especie de capa protectora. O capa de Superhéroe. Vaya una a saber.
Empezaron en 2013 de la manera en la que nacen muchas grandes ideas: tres amigos charlando y abriéndose unos a otros. “Uno cuenta que en el trabajo lo invitaban a jugar a la pelota y ya no sabía cómo zafar de esa situación. Y nos dimos cuenta que a todos nos pasaba prácticamente lo mismo, que sistemáticamente nos separamos del espacio de fútbol para resguardarnos de un lugar que nos resultaba hostil”, cuenta uno de los integrantes de Guadañas, el equipo que apuesta por las masculinidades diversas en este deporte. Pero ¿qué hacer con esta realidad constatada? Cambiarla, por supuesto.
“Entonces empezamos a juntarnos algunos chicos de la comunidad, en principio varones gays, para aprender a jugar al fútbol en un entorno seguro”. Y lo del entorno seguro será una constante en esta charla porque lo es en todas sus decisiones.
La expulsión naturalizada en primera persona
“Para los varones el fútbol es un gran socializador, un lugar donde se aprende a ser varón. Muchos de nosotros no hemos expresado desde muy pequeños masculinidades hegemónicas, entonces el fútbol se tornaba en un lugar violento porque éramos muy amanerados para jugar y eso no estaba bien y había una penalización: retos, burlas”, cuenta uno de ellos al tiempo que los demás asienten con las cabezas.
Ocurre que cada uno de los integrantes de Guadañas tiene una historia que contar de su relación con el fútbol. “Yo jugaba con mis compañeros en el colegio donde había un par con un comportamiento extremadamente violento y eso me ha ido alejando”, comenta un jugador. “En la secundaria siento que fue horrible. Se peleaban por no tenerme. Me convencí de que era un queso y ahora me veo y digo: ‘¡guau! he crecido un montón’”, agrega otro.
“Por mucho tiempo dejé de jugar al fútbol porque no me sentía cómodo o seguro. Antes de mi transición me costaba encontrar un grupo de chicos que quisieran jugar conmigo porque al verme como una chica la primera reacción era de rechazo”, cuenta uno de los varones trans que integran el equipo. “Después de mi transición también me rechazaban, me subestimaban desde antes de verme”, agrega. Y sus compañeros dirán que es un gran jugador.
“Nunca jugué a la pelota hasta llegar acá. Aquí siento que encontré un lugar donde me siento seguro”, advierte otro compañero y la reflexión de la mirada capacitista sobre la homosexualidad y la práctica deportiva deviene en necesaria. “Es decir, si sos homosexual no sos bueno jugando a la pelota y lo que en realidad ocurre es que nos expulsaron y nos alejamos de la cancha y no pudimos aprender. Hoy sabemos que la práctica sostenida, semanal, mejora nuestro juego.
Aprender jugando a jugar
La decisión es consciente: “queremos aprender a jugar a la pelota pero a nuestra manera, en un lugar amigable, seguro”, señala el integrante con más tiempo en el equipo. El sentido lúdico de jugar al fútbol se desdibuja cuando aparece la presión no solo de hacerlo bien sino que el parámetro es ‘hacerlo como ‘hombres’.
“Tenemos 30 años y no hemos aprendido a jugar a la pelota y es porque para que el juego se desarrolle tenemos que ser libres, no se puede aprender bajo presión”, comenta este integrante. Pero, además, aclara que si bien muchos varones aprenden a jugar bajo esa presión, tienen que aceptar que la medida de la masculinidad sea la violencia. “Si te equivocás, sos un puto de mierda y nadie quiere ser un puto de mierda”, agrega.
Entonces, la necesidad de jugar al fútbol, reconocer que es un deporte que les gusta los llevó a construir un lugar donde el error no solo es posible sino que es cotidiano y necesario. “Nos pasó que cuando comenzamos a jugar parecía que estábamos bailando chacarera y de pronto, con la práctica, con la ternura en el trato, pudimos adquirir confianza. Nos fuimos acostumbrando al cesped, a la pelota. Conocimos nuestro propio cuerpo en esos movimientos y nos fuimos ‘acompansando’. Mejoramos nuestra relación con el juego y con la pelota y tal es así que muchos de nosotros que pensamos que éramos super inútiles para jugar hemos ido construyendo un juego bonito”, advierte uno y los demás vuelven a asentir.
El fútbol, un lugar politizado donde se milita
Diseñar la primera camiseta los puso frente a la necesidad de definir posiciones políticas y decidir que Guadañas sería un espacio de militancia.. “Fue un salir del closet como equipo”, comenta alguno y otro aclara que la propuesta que marcó un punto de inflexión fue si colocar o no la bandera de la diversidad en la remera. “Fue un debate interno y uno de los costos fue que algunos integrantes del equipo se fueran”, recuerda uno de los jugadores.
Reconocen que muchas veces el anonimato, para algunas personas disidentes, es una manera de sentirse a salvo de las agresiones y los prejuicios de compañeros de trabajo o incluso de la propia familia. Pero que el equipo decida posicionarse como diverso les permitió a muchos integrantes sentirse seguros y pararse desde otro lugar. “Hubo compañeros que a partir de la construcción de comunidad, de solidaridad, de lazos de amistad, pudieron decir yo soy gay y salir del clóset dentro de sus propias familias. Básicamente porque ahora tenían un espacio de referencia”, cuentan.
Hoy, el equipo también sirve para plantar posición públicamente respecto a determinados temas. Militar, apoyar o repudiar y construir un espacio para el activismo. Sin embargo, y más allá del impacto en las vidas de cada persona que se acerca con la intención de formar parte de Guadañas, buscan las maneras de incidir en un sentido más amplio. “Creemos que son necesarios los pronunciamientos del establishment futbolístico. Porque no tenemos dudas que en un equipo profesional, donde hay un mínimo de 11 jugadores, tiene que haber identidades diversas. Sino, estadísticamente, los números no dan”, suelta uno de los presentes.
Antes de terminar esta entrevista y disponerse a jugar el partido, comentan que en Guadañas no se cuentan los goles. Que a muchos de los que llegan por primera vez eso los descoloca pero que con el tiempo se dan cuenta que en realidad no era lo importante.“Eso que parece naif, es sustancialmente poderoso y transformador porque al eliminar la idea de la contabilización del gol no importa quien gana, no se mide quién es más que el otro. Importa el juego en sí mismo. Entonces, ganamos, perdemos o empatamos festejamos igual”.
Cuentan, también, que encontrar otra manera de sostener la competencia desligada de los patrones y parámetros expulsivos que tiene el fútbol es un gran desafío. “Todavía no encontramos la forma y es un camino a conquistar desde el fútbol diverso. Creemos en la necesidad de dejar de hacer hincapié en el éxito y pensar en el proceso”, reflexionan. Advierten que la violencia en el fútbol viene de la mano de un deporte heteronormado que pretende masculinidades hegemónicas. “Ni siquiera esas masculinidades están seguras ahí porque se tienen que poner a prueba sistemáticamente dentro del fútbol”.
Se definen como un equipo de masculinidades diversas. “Eso significa que también hay varones heteros porque hay distintas maneras de habitar la masculinidad y eso no tiene que ver con la orientación sexual”, dicen orgullosos de haber encontrado el lado Guadañas de la vida. Un lado del que se forma parte cuando el foco no está en la capacidad futbolística sino en la construcción de lazos amigables y de espacios seguros.
Terminan la entrevista y cuelgan sus banderas en el alambrado de la cancha. Se reparten las camisetas con el viejo y el nuevo diseño y arman dos equipos. Se ríen, corren detrás de la pelota y disfrutan. Un niño los observa desde afuera comiendo unas papitas. Es el hijo de uno de los jugadores. “La vida ya es lo suficientemente difícil para todo el mundo y más aún para las disidencias”, había dicho durante la entrevista alguno de ellos. Y en ese partido que terminará en un tercer tiempo a puro festejo, el mundo parece ser más habitable, amoroso e inclusivo.