Dueños del verano
El verano era el tiempo de los reencuentros. Ya no importaba quién iba a la escuela de mañana o de tarde. Aparecían, además, los sobrinos y los nietos de los vecinos, abriendo las puertas de esas casas que el resto del año eran todo un misterio. Éramos dueños de todo el día, sobre todo de la siesta. La mañana, se sabe, está hecha para dormirse, para demorarse desayunando viendo tele, para ir a hacer las compras y negociar por las monedas de vuelto.
El cordón de la vereda era el lugar de reunión después de comer. Mientras los grandes descansaban o volvían a trabajar, dábamos por comenzadas las actividades. Los recursos determinaban el plan de acción. ¿Había una pelota? ¿Estaba lista la pileta? ¿Algún pariente se había ofrecido para ir al parque? Decisiones importantes para cerebros de 10 años.
La audacia, a veces, nos llevaba a los techos. El barrio era otro visto desde arriba y mostraba secretos que en ese momento no sabíamos evaluar. Sigilosos, con la agilidad y la inconsciencia de nuestro lado, nos deslizábamos tres metros arriba del mundo, hasta que alguien flaqueaba y pedía bajar.
El mayor peligro era el sol. Nada sabíamos de predadores, de riesgos, de mal. El mayor susto pasaba por la vecina de siempre denunciándonos ante nuestros padres porque la habíamos elegido como blanco del ring raje o porque nuestros gritos jugando al fútbol no la dejaban dormir.
El día era nuestro, hasta el temido ¡A bañarse! que alguna madre gritaba sin asomarse siquiera. Uno a uno volvíamos, dorados, sucios, felices. El mundo era nuestro, lo sabíamos de primera mano, porque lo habíamos experimentado con todos los sentidos, desde la bombucha de carnaval empapándonos hasta el sabor del conito comprado al heladero. La realidad era nuestra y no necesitábamos que nada ni nadie nos la viniera a contar.
Cecilia Morán
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