Una paella en McDonald’s
Por Pablo Jeger
Los jueves en esta casa se ven películas. No porque yo pretenda hacer de todo una rutina y una disciplina, sino porque ese pequeño hábito (que ya lleva 23 semanas durante esta pandemia) se ha convertido rápidamente en una tradición en pareja, un momento relajado de comida de delivery y ocasionales tragos o cervezas después de un largo día de clases o reuniones virtuales. Si bien pasamos más tiempo frente al televisor durante la semana, mi capacidad para ver cinco horas seguidas de la misma serie ha demostrado ser mediocre (mi novia argumentaría que no es falta de capacidad sino una mala predisposición, una actitud rezongona y en general ganas de llevar la contra, y quizás tenga razón).
La única regla del jueves de películas es que el derecho de elegir la película se alterna, y el que no elige la película tiene derecho a veto. El último jueves fue mi turno, y no había tenido el tiempo mental de elegir, buscar y descargar una propuesta decente (normalmente es una tarea a la que le dedico horas) cuando me crucé con este título de Netflix. Creo que mi hermana lo había mencionado en el almuerzo familiar del domingo, pero la pequeña parte de mi cerebro que estaba prestando atención asumió que hablaban de una miniserie y no le dio ninguna importancia hasta el día en cuestión, cuando me enteré de que no solo era una película sino que además era escrita y dirigida por Aaron Sorkin.
Básicamente, “El juicio de los 7 de Chicago” relata lo que su título dice: un juicio a siete (en realidad ocho) activistas anti-Vietnam por conspiración a raíz de las protestas, los disturbios y los violentos enfrentamientos con la policía de Chicago durante la convención del Partido Demócrata en 1968, unos meses antes de que Richard Nixon fuera electo presidente. Podría esperarse de esto un producto típicamente yanki: otro capítulo de la historia norteamericana y los años 60, un relato donde los buenos y los malos están delimitados con claridad, una obra en la que el clímax está marcado por un gran discurso sobre una partitura in crescendo. Lo curioso no es que la película sea exactamente eso, sino que de alguna manera resulta una buena noticia.
Aaron Sorkin no dirigió mucho, pero dentro de su gran carrera como guionista ya hay un importante antecedente, noventoso, de película de juicio: “Cuestión de honor”, basada en su propia obra de teatro, la de Tom Cruise y Demi Moore en Guantánamo, que no debe confundise con “Código de honor” (la de Brendan Fraser judío becado en un colegio privado) ni mucho menos con “Hombres de honor” (la de Cuba Gooding Jr. buzo de la marina).
En “El juicio de los 7 de Chicago” Sorkin no cuenta con una actuación tan memorable como la de Jack Nicholson hinchado las pelotas, pero el elenco no deja de ser sobresaliente: Sacha Baron Cohen y Jeremy Strong interpretan a un dúo cómico hippie con mucho carisma y Frank Langella es un juez detestable; incluso el colorado Eddie Redmayne está en un muy buen nivel. Pero el papel exquisito, el del abogado defensor de traje gris William Kusntler, está en manos de Mark Rylance, que habla sin levantar la voz, o levanta la voz sin gritar, o grita sin romper cosas contra la pared. Rylance parece estar siempre en el registro justo que demanda la escena.
Promediando la primera media hora uno empieza a preguntarse sobre la ficcionalización del juicio. Sin dudas Bobby Seale, el líder de los Pantera Negra, fue maniatado y amordazado en el banquillo de los acusados, ¿pero puede haber un juez tan descaradamente parcial, tramposo y senil? ¿Y puede una corte transformarse en una sitcom cuando cada intervención de Sacha Baron Cohen genera risas grabadas? Posiblemente no, y tampoco importa. Cualquiera que haya visto una trial movie entiende la importancia de una puesta en escena, la costumbre de las respuestas rápidas, inteligentes y a veces chicaneras a las que el guión recurre para que al espectador le interese lo que dice un abogado. Hollywood ha sido acusado muchas veces de torcer realidades históricas, pero Sorkin persigue el fin más noble del cine, que es entretener (y en todo caso los fundamentalistas de la veracidad histórica pueden leer Wikipedia).
“El juicio de los 7 de Chicago” es una maravilla del guión, pero también del montaje. Presten atención por ejemplo a la secuencia inicial en la que los personajes son presentados antes de la convención en distintas conversaciones solapadas y verán que no hace falta llegar a los créditos para ver un buen ritmo. La agudeza en los diálogos se mantiene durante dos horas, sobre todo en las discusiones que marcan una dicotomía entre Redmayne y Baron Cohen. Las escenas de manifestaciones no son pocas, pero están dosificadas, siempre contadas en flashbacks desde el juicio, con ocasional archivo en blanco y negro. Así se articulan, por ejemplo, una manifestación que termina en represión policial, un pre-interrogatorio de Rylance a Redmayne que termina a los gritos, y un show de stand-up de Baron Cohen relatando el mismo momento.
Me detengo sobre esta amalgama narrativa no solo porque sea efectiva sino, sobre todo, porque es necesario revalorizarla hoy. Aquí no se inventa nada que el cine no utilice hace casi un siglo, pero sus recursos parecen escasos en la era Netflix. Para una plataforma virtual, la cuenta debería ser fácil: qué mejor que contar lo mismo dos o tres veces para extender innecesariamente el tiempo de pantalla. Con eso y un par de subtramas inconducentes ya habría suficiente material para justificar no una película de dos horas sino el más fatídico formato que existe actualmente: la miniserie de ocho capítulos. No voy a nombrarlas pero sobran las series de seis o siete horas totales cuyo argumento es mucho menos que este juicio. No digo todas pero algunas son insoportables producciones pensadas para seguirse con un ojo en la pantalla del celular, carentes de toda elipsis narrativa, repletas de personajes olvidables, de giros arbitrarios o de temáticas coyunturales. Es difícil imaginar una serie que sobre el final resuma en leyendas el destino de cada personaje, cuando con esto podría estirarse como chicle durante tres capítulos o tres temporadas más.
¿Por qué tantas personas eligen ver eso?, me pregunto. Porque quieren, porque tienen ganas y porque es un país libre, dejá de joder, dirá usted, pero eso no me convence. Nadie puede elegir sin alternativas y nadie puede pedir una paella en McDonald's. Si el mostrador de Netflix solo nos propone maximizar las horas que pasamos frente al televisor, entonces eso es precisamente lo que vamos a hacer, seis días a la semana. Pero no el jueves, y no mientras siga habiendo cineastas como Sorkin, cuyo mayor mérito en este caso fue hacer precisamente lo que se esperaba: una película típicamente yanki, pero una película al fin, que aunque sea de 2020 y transcurra en los 60 parece pensada para el cine de los 90, cuando los títulos eran mal traducidos y las ganadoras del Oscar eran muy dignas de la pantalla grande.