La Palta

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En el comedor de noche de la Costanera hay lucha y esperanza

Daniel López | fotografía de Eugenio Vallvé.

“Si se me aparece un genio o algo que me cumpla un deseo, le pediría saber leer y escribir”, suelta Daniel casi de un tirón. Se queda callado mirando el suelo, pensando un poco más, y agrega: “o capaz le pediría un trabajo para poder tener mi casita”. A Daniel López le dicen ‘el Empachado’. Tiene 30 años y va al comedor de noche del barrio La Costanera casi desde que empezó a funcionar, en junio de 2016. De estos cinco años ya lleva tres sin consumir drogas ni alcohol, y piensa en empezar a estudiar. “Por mí, por mi compañera y por mi hijo que viene en camino, porque quiero lo mejor para él”.

Su compañera, embarazada de cuatro meses, está parada a un par de metros, pelando papas para hacer un puré. Es que es martes y los martes a la siesta un grupo de vecinos del barrio se reúnen en la casa de uno de ellos para cocinar lo que más tarde se repartirá entre los que lleguen con su recipiente. “Este es un comedor, principalmente, para personas que están en consumo. En el barrio hay otros comedores pero no siempre reciben a los que están en el vicio, porque les tienen miedo”, explica Daniel. 

Esta vez toca hamburguesas con puré, y la mesa de madera está llena de fuentes y bandejas que entran y salen de un horno de barro. “Nos turnamos para cocinar, porque nos organizamos y unos pelan las verduras, otros cocinan, otros arman las cosas -como las hamburguesas en esta oportunidad-”, dice Daniel, y eso es exactamente lo que sucede alrededor de la mesa entre risas, codazos y chanzas. 

Mercedes del Valle | fotografía de Eugenio Vallvé.

Del otro lado está parada Cipriana: Mercedes del Valle es su nombre en el documento, pero nadie la conoce así. “La Cipri” le dicen a esta mujer de 55 años, una de las propulsoras del comedor. “Tengo seis hijos, mi hija menor tiene 16 años y el más grande, 25. Tengo nueve nietos. Estoy tan orgullosa de mi familia”, dice, y no puede evitar que se le anude la garganta cuando habla de su hijo mayor, que está en la cárcel cumpliendo una condena de cinco años. “Está por robo, pero todo es por el consumo. Me dice que va a salir y tengo fe que esta vez sí va a cambiar”. 

Antes de que el comedor existiera, Cipriana salía a recorrer el barrio y repartir café caliente con tortillas o facturas a quienes encontraba en la calle. “Andábamos buscando a los que estaban perdidos por el consumo porque a veces no volvían a la casa por semanas, y las madres venían a contarme y salíamos con otros de la iglesia a buscarlos y a hablarles para que vuelvan a su casa”. Entre ‘los otros de la iglesia’ estaba el entonces sacerdote Melitón Chávez -años después designado obispo de la diócesis de Concepción, fallecido en mayo de este año-.

“Hay chicos que se quebrantan todavía, pero hay otros que salen adelante. Está la Morocha con Pato, que se están por casar; la Nati, que empezó bien tímida y ahora sonríe, y se animó a hablar, a contarnos sus cosas, logró confiar en nosotros; la Eve, que viene con su hijita a ayudar aunque perdió a su marido que era adicto. También está el Empachado, que ya formó una familia. A él lo conozco desde chiquito, no sabes cómo me costó con ese chico”, dice Cipriana mientras señala a cada uno de los que nombra.

Daniel reconoce que fue Cipriana una de las personas que más lo ayudó. Hoy construye con trabajo y compromiso ese espacio que le permite seguir adelante. Cuenta que cuando comenzó a asistir consumía pasta base, que se perdía, que salía a robar con otros que andaban como él, que le dieron dos puñaladas en el abdomen, que ya no quería seguir viviendo. “Una vez me quise quitar la vida, me colgué ahí -y señala hacia la esquina-, a media cuadra de mi casa; eran las 7 de la mañana y mi hermano me encontró. Él venía saliendo cuando yo me he largado, y me ha salvado. Eso fue hace como cuatro años. Cuando estaba en consumo ya no quería vivir, no me importaba nada”. 

Los brazos de Daniel están marcados con incontables cortes cicatrizados. Los muestra sin vergüenza, pero reconociendo que se arrepiente de cada uno de ellos. “Cada vez que quiero salir al centro o subir al colectivo me tengo que poner una remera mangas largas, porque la gente te ve así y se asusta, te tienen por gato. Yo ya he cambiado, pero muchos no me creen”, dice, a la vez que reconoce que a veces desea volver a consumir. “Es como una desesperación que te agarra y ahí te das cuenta que ellos son muy importantes”, reflexiona, y señala a Emilio Mustafá y a Zulma Juri, psicólogos que acompañan el trabajo en el comedor y a las personas mayores como Cipriana. 

Ya casi son las seis de la tarde y la puerta del frente de la casa se abre. Un tablón corta el paso de afuera hacia adentro y ahí arriba se coloca la comida que los voluntarios van repartiendo en los recipientes que la gente trae. Afuera, una fila de personas espera llevarse su porción para esa noche. “Aquí yo me siento útil, y siento que aún con la edad que tengo aprendo un montón y enseño lo que sé, a hacer el arroz con leche, a cocinar... y uno ve que los jóvenes le ponen voluntad para aprender y superarse”, dice Cipriana antes de despedirse. “Yo no sé leer y escribir, pero voy a aprender. No tengo un trabajo seguro, por ahí salgo en el carrito a juntar cartón. Pero tengo mi compañera y mi hijo que viene en camino y soy feliz”, cierra Daniel y se levanta apurado porque quiere llegar con el reparto de la comida.. 

Fotografías de Eugenio Vallvé