La Palta

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Ese canto que ya no se oye

Acerca de Arden las estrellas, de Ana Coviello
Por María Lobo

1)

Estoy aquí, en la página final de Arden las estrellas, la primera novela de Ana Coviello. Una pieza narrativa y poética, dice María José Bovi. Una voz que nos habla de una madre que ha muerto. Y, entonces, este es el instante en que pienso acerca de una relación: aquella que existe entre la muerte y la escritura. Pienso en lo de Pascal Quignard en El hombre de las tres letras. Un texto se escribe, dice Pascal, como una forma de recuperar aquello que ha sido robado, extirpado, silenciado. La escritura es explicar una pérdida. Pascal viene a proponer esa relación desde la mitología griega. Nos trae la historia de Procne y Filomela, hijas de Pandión, rey de Atenas. Hermanas unidas hasta que sobreviene la tragedia de Filomela: alguien le ha arrancado la lengua. El extirpador es Tereo, esposo de Procne. Obsesionado con la hermana de su mujer, Tereo había sometido a Filomela a dos violaciones. La sexual y la de su lengua. Filomela es extirpada de su lengua porque esa, la extirpación, es la forma que Tereo ha encontrado para que ella nunca pueda revelar las violaciones. Pero una vez mutilada, Filomela es atravesada por una fuerza: ella emprende la escritura de su extirpación. La historia que ella escribe no se cuenta en palabras, sino a través de los hilos de una túnica.

Pascal:

“Sosteniendo su lengua muerta empezó a tejer una tela que contaba tácitamente su historia. Esto es escribir. Siempre un callar terrible precede al hablar-callándose que se produce apartado de todos. Filomela añade finalmente que la escritura es algo que parece como muerto pero que vive. Todas las palabras tienen su vacío pero todas las palabras tienen su secreto que las letras revelan. En griego, filo-mela se descompone: aquella que ama el canto. La literatura ama una voz que ya no suena en el espacio sino que se escucha en el fondo del alma. Una voz que sube de lo invisible. Más allá de toda música, los labios vueltos mudos aman ese canto que no se oye. Solamente para el iletrado la escritura está muerta. Solamente para Tereo sucede que Filomela se ha vuelto muda bajo el hierro de su espada. Solamente para los no-lectores las letras no parece que sean la vida viviente. Viva vita. Vida sin muerte. Verdadera vida totalmente viva. Cuarta y última lección. La literatura es la verdadera vida que cuenta y reúne la vida dislocada, bloqueada, desordenada, violada, gimiente”.

Filomela no teje, en verdad, una túnica. Lo tejido no es este peplo. Lo que ella desentraña es un texto. Lo dice Pascal, también:

“La palabra texto, la vieja palabra textum, remite en latín a la tela que teje, texere, la araña entre las ramas. El texto es ese dispositivo de predación que flota en el aire. Entonces, en silencio, desprovista de su lengua, Filomela —la que antes amaba el canto que habitaba en su boca— teje moviendo sus dos manos el textum taciturno y vindicativo. El escrito enigmático que compone su lanzadera, que Filomela dirige a su hermana una vez terminado, relata en silencio los gritos que habían sido lanzados por ella dentro de la cueva oscura donde Tereo la deseaba, la golpeaba, la violaba, la invadía: la imagen que ella teje explica la pérdida de su lengua”.

2)

Arden las estrellas.
En el libro que ha escrito Ana arden las estrellas porque alguien ha muerto.
Una madre.
Una madre ha muerto.
Pero la muerte no es, en esta historia, el territorio del miedo.
Ni de los fantasmas.
Ni de los terrores góticos.
Es la escritura de todo aquello que, a causa de esa muerte, se ha perdido.

3)

La voz narradora de estas páginas es el rumor de alguien que está tejiendo.

4)

El telar de la vida después de la muerte.

5)

Estoy aquí, frente a los hilos de este tejido. Arden las estrellas es un devenir vital. Un libro apacible que entrecruza palabras, fotografías y espacios en blanco. Ese es el dibujo de Arden las estrellas. Es allí, en ese cruce visual y semántico, donde aparecen las ideas. Ana ha trazado una voz que murmura acerca de un enigma irreductible. Arden las estrellas nos habla de las formas de estar y de dejar estar. Mientras estamos vivos, las personas podemos estar en modos distintos. Una madre puede estar al sol, con un cigarrillo entre los dedos. O estar en la palabra río. O en el olor a campo. O en una canción. Estar en un nombre: Cuchipe. Una madre puede estar en la sala de un jardín de infantes y ese estar es lo que abriga de seguridad a una niña que teme perderla de vista. Esa madre puede abandonar la salita, en algún momento. Y, entonces, dejar de estar. El enigma parece multiplicarse. Porque, cuando una persona muere, aparecen otras formas de dejar de estar. Espacios en blanco. A veces, escribe Ana mientras va tejiendo esos blancos, ese no estar cobra la forma de una pecera en la que hay que apretar los labios para que no nos entre el agua al cuerpo. Otras veces, el no estar de la madre es una canción que ya no se escucha más. O una frase: “la mamá no va a volver”. O una navidad sin regalos. O madres otras; madres de otros. El no estar de una madre es estar de prestado. 

6)

Y están, también, las cosas; las cosas que habitan este territorio donde arden las estrellas. Dice María José Bovi que esa niña —aquella que esperaba que su madre no abandonara nunca la salita del jardín— sale a refugiarse de la muerte en un espacio distinto. El de las materialidades. Así que estoy pensando en esta otra relación: la de la escritura y las cosas. Aquí, en el mundo de Arden las estrellas, las cosas sufren transformaciones. Pequeñas incrustaciones del capital convertidas en un milagro otro —ese es, precisamente, el trabajo de la literatura y este libro lo sabe—. Las cosas cobran la forma de lugar. Un espacio donde las personas pueden transitar el destino que les ha tocado vivir en el presente. Si acaso en el pasado estábamos con una madre frente a una pantalla de televisión, si acaso alguien miraba La isla de Gilligan, entonces esa cosa llamada pantalla será el lugar a donde necesitaremos estar cuando esa madre se haya ido. Habitar las cosas. Una bolsa de Casa Tía. O un platito con una figura de Sarah Kay que alguien ha pintado porque estaba pensando en nosotros. 

A veces, esos objetos también pueden llevarnos al espacio de los límites que no entendemos. Un chocolatín que no está en una bolsa de cumpleaños puede ser, también, la voz de un padre que, frente a las cosas, hace lo que puede. 

Aparecen, las cosas.

Significan.

Una lámpara con forma de payasito: la luz que ilumina y que, al mismo tiempo, provoca nuestros miedos.

Un libro de tapas duras forradas en tela que contiene los cuentos de los hermanos Grimm: 

“Otras noches, el papá nos saca unos tomos de tapar dura, coloradas, forrados en tela. Eran las bibliotecas de su papá. Tienen páginas con texto y otras brillosas con dibujos, protegidas por hojas de arroz. Ese libro es maravilloso. Son los cuentos de Grimm. Los hojeamos con gran cuidado.

Él se sienta en su silla de escritorio y nosotros nos tiramos en el suelo, sobre la moqueta color azul. Nos fascina que el papá nos lea y le corregimos cuando la versión se escapa de la que nosotros conocemos.

Estar así los tres es lindo.

Es como un sana-sana”.

A veces, las incrustaciones iluminan.
Pero no alcanzan.

Y, a veces, las cosas producen un efecto visual. Crean la ilusión óptica de que, en ellas y en algún momento, las personas vamos a encontrar aquello que, en realidad, tal vez no encontraremos nunca.

6)

Finalmente. 
Un cruce entre palabras, fotografías y espacios en blanco aparece como la forma particular de este libro. Es esa la imagen visual desde donde se desencadenan los mojones de ideas acerca de aquello que se supone sucede en la vida después de una muerte. Y estoy pensando, entonces, en un último trazo. Ha dicho Andrés Stisman que hay, en estas páginas, una construcción. Una arquitectura impecable. Estoy pensando, aquí, en Los píxeles de Cézanne, de Wim Wenders. En el prólogo de ese hermoso volumen de ensayos, Annette Reschke señala que esos textos podrían entenderse como una imagen escrita quizás porque, para Wenders, escribir es un acto visual. Lo dice el propio Wim en el ensayo que abre el libro, “Escribo, luego pienso”:

“Sólo me he acostumbrado a observar los pensamientos escribiendo.
Esta forma extraña que ven aquí
me resulta de gran ayuda.
Genera patrones, 
“bloques de ideas” o,
de algún modo,
una estructura en la que hay una especie de gramática visual
         que me ayuda
a no perder de vista
la gramática de los pensamientos.

Poco tiene que ver con los “versos” propiamente dichos.
Es una forma que responde más que nada al deseo de que las ideas
hallen un ritmo que las ponga en movimiento,
tal como en el cine,
que se vale de la edición
para generar un flujo determinado de imágenes.
Aplicando este tipo de escritura
los pensamientos, en el mejor de los casos,
se echan a fluir en una corriente similar”.

La escritura de esta novela se mueve en los márgenes de esa particularidad. Entre la narración, los versos, los patrones y los bloques. El efecto resulta poderoso. Arden las estrellas entreteje la pérdida de una madre desde una gramática visual de modo que, en ese ejercicio, las ideas aparecen, se deslizan por una corriente. Y luego, inesperadamente, esa voz que las ha echado a correr se queda en nosotras y nosotros.