Mañanas de sol
Por Marcos Escobar
“¿Quién mierda me manda a dormirme a las tres de la mañana?”, me puteo a mí mismo. Siento el peso completo de un día como adulto que va a fallar por haberme despertado cuarenta minutos después de lo que había planeado. Miro el celular, 9 y 10, el día perdido, pero la data no llega del todo a mi conciencia. En algún lugar de la mente entiendo que tengo que levantarme, vestirme —ya no habrá tiempo para bañarme, ni en pedo para desayunar— y salir a completar la pila de tareas que tengo amontonada para hoy, pero el cerebro no se entera todavía y me quedo viendo stories de Instagram otros quince minutos, hasta que me doy cuenta de que, ahora sí, es absolutamente tarde.
Me eyecto de la cama, me voy vistiendo mientras abro la heladera y tomo agua. Voy hasta la cama del salvaje y hago el primer intento por despertarlo. Lo sacudo suave, al principio, le pido que se levante. Consigo ponerlo boca arriba, una raya de la almohada le cruza la carita desde la oreja hasta la pera.
Voy hasta el baño y mientras me lavo los dientes, me reenvío facturas y comprobantes al grupo de watsap que tengo conmigo mismo. Me lavo la cara con jabón blanco y me saco un puntito negro que me sobresale de la nariz. Pongo la pava eléctrica y hago el segundo intento de levantar a la bestia. Logro que se siente en la cama, los piecitos payos le quedan colgando a quince centímetros del suelo. Me cuenta que cuando se durmió vio un montón de cosas por los ojos, y que estaban los personajes de Amongus que le gustan y un montón de cosas que no le entiendo porque me las cuenta tratando de meterse en las sábanas de nuevo.
Intento emocionarlo diciéndole que vamos a salir a comprar su delantal para el jardín nuevo y un montón de cosas para pintar y para dibujar, pero el preadolescente de cuatro años se tapa la cabeza con la almohada y se entierra como un gusano de arena. Finalmente lo convenzo con la promesa de unas Polvoritas y un juguito de desayuno si se viste rápido.
Meto tres cucharadas de café instantáneo en una taza y la lleno de agua hervida. Voy por el departamento buscando medias para mí, después para el crío. Encuentro solamente una, le preguntó qué hizo con la otra, y me contesta que cree que la dejó en el balcón. Voy sacando ropa, poniéndome las zapatillas y revisando los mails con la derecha, mientras revoleo la taza de café con la izquierda. Logro vestir al salvajito, vestirme a mí mismo, armar una mochila con todos los papeles que voy a necesitar, ponerme una gorra y convencerlo a mi compañero de aventuras para que se ponga la suya, preparar una botella de agua helada para combatir los 38 grados que hacen afuera, hasta que logro que salgamos a la calle.
Camino con el crío dándome la mano derecha y escribo un mail con la mano izquierda, soy diestro, pero soltarle la mano al infante implica tener que mirar el celular y a la bendición al mismo tiempo, por lo menos así lo tengo asegurado. Llegamos a la esquina de Rafa y el niño reclama lo prometido. A esa hora el almacén explota, nos demoramos quince minutos hasta que peleamos porque quiere desayunar papas fritas. Terminamos negociando por unas facturas. Se me pierde por diez segundos mientras le pago a Rafa, lo encuentro viendo por arriba del hombro del viejo que juega a la ruleta on-line en el fondo del almacén.
Salimos de nuevo a la calle, desesperado por empezar a completar aunque sea una de las tareas que tengo. Es jueves, el lunes empiezan las clases y el plan principal es comprar los útiles antes de que la inminencia del evento que va a sacudir a toda la provincia libere a hordas de padres sin ningún tipo de pudor ni moral en una lucha frenética por comprar útiles y ropa barata, lo que seguramente el viernes y el sábado va a ser una lucha en el centro de San Miguel con las mismas reglas de la película La purga.
Llegamos a los chinos de la Congreso, saco la lista y empiezo a recorrer la góndola de librería de punta a punta. Encuentro los crayones gruesos —compro el más barato, no la marca que pedían las maestras—, los crayones finos, los lápices, la plastilina, los cortantes, las hojas de colores y los marcadores. Me faltaban los palitos de helado de colores, la tijera y una témpera. Veo una indicación escrita con lapicera en la lista fotocopiada: “celeste”.
Salimos del negocio y caminamos hasta la 24. Cruzamos la plaza en diagonal y nos metemos en una librería cheta de la San Martín donde consigo todo menos la pintura celeste. Nos metemos en el negocio de al lado y tampoco consigo. Me imagino a todas las maestras de jardín de infantes armando un experimento social y poniéndose de acuerdo para pedir el mismo color de témpera en todas las escuelas de la provincia, porque es la única explicación que se me ocurre.
Caminamos hasta la Maipú y doblamos. Encuentro el único local en donde vende el delantal que piden en el jardín nuevo de la criatura. El pintor me sale el doble de lo que pago de expensas y la remera para gimnasia exactamente lo mismo que pago de expensas, y todavía me falta el pantalón largo, la campera y un short. Entro y salgo del negocio dos veces porque adentro no anda bien el internet y necesito ir cruzando datos entre la plata que me queda en la cuenta, cuánto tengo en la tarjeta de crédito y el centro que me puedan a llegar a tirar mis progenitorxs. Mientras estoy pagando, el niño se sienta en el piso al lado mío, empieza a mostrar las primeras señales de cansancio.
Terminamos el trámite de la ropa y nos sentamos en el escalón de un edificio a tomar agua. El crío se devora las últimas galletas que le queda y me pregunta si le voy a comprar un peluche nuevo de Sonic, y me acuerdo que tengo que sacar la plata para pagar el alquiler porque la inmobiliaria no me deja pagarle por transferencia. Para sacar el monto completo tengo que ir tres días diferentes o hacer un movimiento de plata y sacar desde tres cuentas distintas.
Empezamos a caminar hacia el norte, vamos directo al local de ropa en frente de la Escuela Normal y logramos terminar el tema de la vestimenta. Por primera vez en el día, empiezo a creer que quizás lo logremos, que mi compañero de aventuras y yo vamos a lograr terminar todo lo que teníamos pendiente. Hago un intento de conseguir la témpera celeste y fracaso nuevamente.
En la esquina de Córdoba y Muñecas nos subimos a un taxi, le pido que nos lleve hasta la obra social. En la sede hay una fila que sale hasta la vereda, totalmente al pedo porque atienden con número. Entro, saco un papelito y nos vamos con el salvaje hasta el cajero. Camino agarrando al infante con la derecha y mandando audios con la mano izquierda, tratando de coordinar un envío desde Buenos Aires hasta Tucumán, viendo un diseño que mandó mi compañero al grupo de la editorial, revisando internet para ver si bajó el precio de un parlante que me quería comprar con la semana de ofertas que estaban promocionando —el parlante estaba más caro con el descuento de lo que estaba la semana pasada— y sacudiéndome la transpiración que me sale a baldazos.
Desacelero la marcha porque venía caminando tan rápido con el crío agarrado que lo traía ondeando como bandera detrás mío. Se enoja y me reclama que camine más despacio, y me dice, además, que los niños no van del lado de la calle.
La fila para sacar plata es de una cuadra, así que seguimos de largo hasta el siguiente cajero. La fila es de una cuadra y media. Encaro a la tercera opción que está un poco más lejos, pero seguro hay menos gente. La fila es de media cuadra. Nos acoplamos al lento avance de la masa humana y, después de media hora, por fin llegamos al frente de la máquina. Empiezo con el entrecruzamiento de plata, paso número de una cuenta a la otra, saco con una tarjeta, la otra se me bloquea, vuelvo a pasar la plata a la primera cuenta y genero un código para sacar sin tarjeta, y después pongo la tercera tarjeta, pero todavía no había transferido la plata a esa tarjeta así que la saco, desbloqueo el celular y mando la plata, y vuelvo a meter la tarjeta.
Salimos corriendo del banco a la obra social, llegamos justo cuando faltan dos números. Me atiende finalmente un cuarentón con un cartelito que dice “Edgardo” pegado en la camisa al lado del logo de la empresa. No llego a decirle ni “hola, buen día”, que Edgardo ya estira la mano y agarra el montón de recetas. Teclea usando los dedos índices solamente a una velocidad taquigráfica. Cada tanto hace un gesto extraño con la derecha, como si ahuyentara una mosca, o como si estuviera retrocediendo una máquina de escribir cuando llega al final del renglón.
Edgardo me enumera los papeles que me faltan, las historias clínicas que le tengo que llevar y las cosas que voy a tener que pagar aparte. Me dice que vaya a la vuelta a tesorería, pague lo que no está cubierto y vuelva con el recibo para que él me complete el resto y ya termine el trámite.
La tesorería demora otra media hora. El salvaje se me empieza a retobar, lo convenzo con un jugo Ades para que me aguante diez minutos más, tenemos que volver con Edgardo y ya podemos declarar la mañana un éxito. Me quedo parado atrás de la señora que está atendiendo, aguantando la cara de culo de toda la gente sentada esperando. Edgardo me hace sentar de nuevo, escanea los recibos, imprime diez hojas y procede a sellarlas a todas con un movimiento calculado entre página y página, mientras recarga tinta golpeando sobre la mesa. Después las va firmando una por una y me las entrega. No se inmuta cuando le digo un sincero “un millón de gracias” y toca el botón para que pase el siguiente.
El infante ya agotó todos los recursos y está en plan de huelga. Nos subimos a un taxi para volver al departamento. Le pido al tachero que me espere cinco minutos. El tipo apaga el motor, clava el freno de mano y se queda estacionado con la baliza puesta en doble fila justo en la parada del bondi. Subimos corriendo al ascensor, recargo la botella de agua y meto un sobre de café en la mochila. Tenemos un momento de caos porque el peluche de la criatura no aparece por ningún lado, hasta que logro desenterrarlo en las profundidades de su cama. Me lavo los dientes mientras controlo la hora.
Bajamos de nuevo y el taxi sale picando con nosotros adentro. Nos bajamos al frente del departamento de la madre del crío. Le alcanzo la montaña de bolsas con ropa y útiles que fui juntando durante la jornada y al niño en cuestión, le digo que me faltó la tempera celeste solamente. Voy corriendo hasta mi casa de nuevo—pedirle al taxi que me lleve de vuelta es una muerte lenta con el quilombo de autos que es el centro a esta hora—, abro la heladera y me preparo un sánguche con carne fría, un pedazo de queso cremoso y mayonesa. Salgo disparando en la bici hasta el call center.
Después de tres horas de contestar llamadas me llega un mensaje. “Conseguí la tempera. Acá a la vuelta de casa vendían”.