Cuento: Soltar la Rienda
Por Wenceslao Argiro*
Todo comenzó con la consulta de un amigo afligido por el tema.
-¿A qué edad ya la puedo dejar ir sola al colegio? Queda a cinco cuadras y va a la siesta, por lo que hay bastante movimiento en la calle a esa hora.
Yo, que todavía estaba lejos de enfrentar esos problemas, le dije:
-Y la verdad que no sé, amigo. Creo que siempre vas a sentir un poco de miedo con esos temas, pero algunas cosas que hay que hacerlas aún sintiendo miedo.
Tuve la sensación de que mi respuesta le sirvió de algo, pero me dio vergüenza pensar que en el fondo eso era secundario para mí. Que lo que verdaderamente latía detrás de mis palabras era la necesidad de recordarme que la valentía no es la ausencia de temor sino la disposición a enfrentarlo. Tampoco se lo dije, pero desde la templanza que da la perspectiva de quien no tiene que tomar la decisión, me pareció que su preocupación era exagerada.
Pasaron unos años y no volví a pensar en el tema hasta la sobremesa familiar de aquel fatídico domingo en el que nos tocaba jugar de local la semifinal del Nacional B contra Agropecuario. Si bien no estaba permitido el público visitante, todos los futboleros de ley sabemos que en una semifinal por el ascenso no hace falta que haya público visitante para que surjan un par de corridas o algunas escaramuzas. Él, en su creciente inconsciencia, no había notado que su concurrencia a la cancha aquel día se había convertido en un dilema para mí.
Para alivianarme la carga empecé por atenuar mi responsabilidad diciéndome a mí mismo que él ya es grande y que eso me achica bastante el margen de maniobra. Después, traté de desdramatizar la situación pensando que hace muchos muchos años que va a la cancha, que ya conoce el paño y que si hay algún bardo va saber qué hacer. Finalmente, y como último ladrillo del dique de contención ante una posible culpa futura, recordé algunas cosas que había leído acerca de la sobreprotección en aquellos foros que consultaba como buen primerizo. “Sobreproteger es un intento amoroso, pero erróneo, que procura evitarles el dolor o las emociones negativas, sin comprender que estas son experiencias inescindibles del vivir… en resumen, para fomentar su bienestar psicológico se recomienda buscar un cuidado que combine la protección con el fomento de oportunidades de autonomía”.
Mientras la discusión conmigo mismo se volvía ensordecedora, él, sin registrar la angustia de mis cavilaciones, saboreó el último bocado de flan, caminó hacia adentro de la casa, volvió con su camiseta puesta y me dijo:
-¿Vamos?
Agarré las llaves del auto, hice un saludo general para eludir las miradas inquisidoras de las madres de la familia y salí simulando la tranquilidad que anhelaba, pero que ciertamente no sentía. Afuera, ya los dos solos, se me acercó, extendió la mano y dijo:
-¿Manejo yo?
Esas palabras funcionaron como un “Ábrete sésamo” que me transportó sin escala hacia aquellas lejanas siestas de manejadas sobre las rodillas. Jugado por jugado sonríe y le entregué las llaves.
Llegamos con tiempo así que pudimos estacionar en el lugar de siempre.
-¿Paga ahora o a la salida? -preguntó la señora que cuida los autos.
-A la salida, sino te vas y no me lo cuidás -respondí para hacerla renegar.
-Baaaah, si sabe que siempre estoy -contestó sin dejarme terminar la frase.
Cumplido ese ritual, comenzamos la caminata hacia la cancha. Entramos, subimos las escaleras, nos sentamos, y él hizo lo de siempre: bajó hasta la baranda para mirotear cómo se iban llenando las tribunas, y desde allí comprobar si la alineación titular que había publicado el diario coincidía con la asignación de pecheras realizada para el calentamiento. Faltaban tres minutos para que comience el partido cuando se acercó y me dijo:
-Mis amigos están allá en la otra tribuna. Me voy para ahí y nos encontramos en el auto a la salida.
-Dale, meta. Poné el celular con sonido por cualquier cosa- le contesté haciéndome el superado, pero a sabiendas de que el verdadero pitazo inicial iba a sonar cuando él emprendiera la caminata hacia la otra tribuna y empezara a confundirse entre la gente hasta desaparecer de mi vista.
El inicio del partido permitió que me distraiga un poco, pero justo ese día a San Martín se le ocurrió renunciar a su agónica identidad y liquidar la semifinal con un prematuro 3 a 0 cuando todavía faltaban 35 minutos para el final. 35 minutos durante los cuales fui el único hincha angustiado de todo el estadio.
-Tranquilo, ya está liquidado. -me decía el de la butaca de al lado.
-¡Noooo, no hay que confiarse!, queda mucho tiempo, te hacen un gol aborto, después te cobran un penal inventado y terminás pidiendo la hora. No te olvidés que ellos tienen mucha guita y mucho peso en la AFA -contesté yo, en un intento de justificar mi descontextualizada cara de preocupación.
Esos 35 minutos duraron más que todo el campeonato, pero finalmente terminaron. El árbitro dio el pitazo final y me habilitó a escribirle el primer wasap. “Te he dicho que hoy ganábamos sobrados, voy saliendo, te espero en el auto”. Acto seguido, emprendí la caminata hacia nuestro punto de encuentro.
Cuando estaba llegando al auto, la señora que cuida la cuadra me recibió con un:
-¡Ve que dejar el auto aquí le trae suerte!
Sonreí, le pagué y me apoyé en la puerta para esperar. Revisé el celular y no había contestado. Bueno, a lo mejor no contestó porque ya habíamos quedado en encontrarnos en el auto… no sé. Nunca coincidimos en los modos y costumbres del uso de wasap.
¿Pero había leído el mensaje? ¿Por qué no tiene tilde de verificación? En todo caso soy yo el que debería no usar tilde de verificación para que no me rompan la bolas los del trabajo cada vez que no contesto por fuera del horario laboral. ¿Pero él?, él más que nadie debería tener tilde de verificación.
¿Cuánto tiempo pasó desde que terminó el partido? ¡20 minutos! En ese tiempo se puede hacer 5 veces el recorrido de la cancha hasta acá. Si, yo camino rápido y capaz que hoy vine más rápido que de costumbre, pero son 4 cuadras, ya debería estar acá. ¿Lo llamo?… Si lo llamo, y si me trata de pesado le invento algo como que lo llamaba para ver si quiere que vaya encargando unos sanwi de milanesa para buscarlos en el camino de vuelta a la casa.
No atiende. Llamo de nuevo.
No atiende. Todos los sonidos del mundo se van apagando, excepto el tono de llamada que crece hasta confundirse con los desbordados latidos de mi corazón.
Sigo llamando mientras camino en dirección a la cancha por el recorrido que él debería hacer para llegar al punto de encuentro. ¡Cómo puede ser que no atienda! Lo voy a alzar a puteadas cuando lo vea.
Dejo de llamar, retrocedo unos metros para volver a tener el auto a la vista pensando que tal vez ya llegó, que se desvió del recorrido de siempre para comprar algo y que ahora es él quien me espera a mí.
No, no llegó. ¡La puta madre! ¿por qué no atiende? ¿Qué le cuesta? Que atienda y me mande a la mierda por pesado pero que atienda. Uh, ¿y si le han robado el celular?. No, ¡basta!
No puede ser. Siempre yo sobrepensando las cosas, siempre yo pensando en cien escenarios posibles y siempre trágicos. Ya lo dijo Churchill “Pasé más de la mitad de mi vida preocupándome por cosas que nunca sucedieron” Alto, pero tal vez justamente por eso no sucedieron, porque se preocupó por esas cosas, las previno, y después se ocupó de que no sucedieran. ¿Y si se quiso resistir al robo?
En eso me entra una llamada de él. Atiendo temblando.
-Hola hijo -me dice.
-Hola papá -atino a contestarle. ¿Dónde estás, papá?
-Acá, en la Pellegrini y Lavalle -dice, simulando tranquilidad pero con un tono raro de angustia que nunca le había escuchado.
-¡Pero, papá si quedamos que nos encontrábamos en el auto! En el lugar de siempre, en la Amador Lucero. Nunca dejamos el auto en la Pellegrini.
-Sí, sí, sí, para ahí estoy yendo- me responde titubeando.
“Pero si la Pellegrini queda para el otro lado”, pienso. Alguien como él, que se había criado en ese barrio, no podía confundirse. Entonces lo entiendo. Había empezado esa pendiente resbaladiza que nos advertía el Doctor. “El alzheimer es así, en algunas personas avanza muy rápido desde el comienzo, en otras no tanto, pero llega un momento en el que, hasta los pacientes con pocos síntomas como su padre empiezan a desorientarse y a olvidarse cosas que al resto nos parecen imborrables”.
-Quedate ahí papá, pero no me cortés, estoy yendo para ahí.
-Te espero hijo, te espero.
Recorro las cuadras que nos separan con el celular en la oreja y una mezcla insoportable de culpa y de ansiedad. Lo visualizo desde lejos y el alivio por el encuentro cae de lleno sobre mí. Pero dura menos de un segundo y rápidamente deviene en una mezcla de angustia y de melancolía del presente que me envuelve la garganta y me impide tragar.
-¡Papá! -le grito, confiando en que los ruidos de los festejos del partido son un buen justificativo para la desesperación de mi tono. Llego hasta a él y simulando que no ha pasado nada, le digo:
-Vamos, papá.
-Vamos, chango - me contesta como si efectivamente no hubiera pasado nada.
De camino hacia al auto pienso en abrazarlo por el hombro pero la pelotudez me gana una vez más y lo postergo para otra oportunidad. Sacudo la cabeza reprobando mi cobardía y caigo en cuenta que por primera vez lo voy llevando yo a él en lugar de él a mí. La culpa me dice que debería haberlo visto venir, pero al fin de cuentas pienso que con los viejos a todos nos pasa lo mismo. Siempre se siente intempestivo. Me digo que la vida es así, que un día cambian los roles y que otro día se van. Que tengo la suerte de tenerlo todavía, que a otros la vida no les avisa, a otros los viejos se le van de un día para el otro. Pero yo no temo que se vaya. Lo que no soporto es imaginarlo acorralado por los laberintos que esa enfermedad construye en su cabeza.
Yo ahora ya le solté la rienda, por mí puede irse a la tribuna de arriba con sus amigos cuando quiera, pero no quiero perderlo de nuevo. No quiero que se pierda. Quiero que el que se vaya, sea él.
*Sobre el autor: Wenceslao Argiro es abogado y docente de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UNT. Bielsista. Renacentista sin talento. Contertulio de la mesa más redonda del café de Nicanor.