Graciela: el honor de cocinar para los vecinos
Cortinas y frazadas como puertas, perros haciendo de seguridad, caminos de tierra y niños jugando en angostas calles: es el paisaje más visible en el camino que conduce a la vivienda de Graciela Frías, una vecina del barrio Barrancas del Río Salí -al Este de la Capital- y lo que significa para ella ser referente de una Cocina Comunitaria en el lugar.
Como el nombre del barrio lo indica, está a las orillas del Río Salí, el más importante de Tucumán. “A veces se sufre y mucho. Hay días que tení y otros días que no tení”, dice Graciela, en relación a la cotidianeidad de la supervivencia en la zona. Como todos los vecinos, vive allí por falta de acceso a una vivienda. En ese lugar se expande el trabajo informal, la inestabilidad y el poco acceso a los servicios básicos.
El panorama de la desigualdad social es más amplio. Según el último informe del Instituto Nacional de Estadística y Censos de la República Argentina (Indec): solo en el Gran Tucumán y Tafí Viejo 418.190 personas viven en situaciones de pobreza y 105.076 en la indigencia. En síntesis, el 46,2% de ese conglomerado urbano es pobre y el 11, 6%, indigente.
“Eso es leña, el gas de nosotros”, dice, mientras señala los montones de maderas apiladas en el patio de su casa. “Con las chicas la vamos a juntar al monte, tratamos de no ir cuando hace mucho calor porque salen víboras. Es para cocinar”. A Graciela la motiva mucho cocinar: se hizo conocida por ser la referente de la Cocina Comunitaria de su barrio, un proyecto del Ministerio de Desarrollo Social que, a diferencia de los comedores, busca dar sostén alimentario priorizando la comensalidad familiar desde el hogar. Es decir, se instala una cocina en la vivienda de algún vecino o vecina, y los alimentos se preparan allí para ser distribuidos a los hogares.
Los menús para todos los días los deciden entre las compañeras de la cocina en una reunión semanal, y son alrededor de 19 familias en ese barrio las que dependen de esa asistencia. “Hacemos comidas diferentes: zapallitos rellenos, empanadas, pizzas, humitas, guiso, sopa, kipi, pollo horneado...”, relata con orgullo. “Lo único que no me gusta es el bagre. Hubo un tiempo en que mi familia no tenía para comer, y mi papá pescaba bagre y lo cortaba en trozos. Y, como no había fideos, lo cocinaba en una sopa de harina. Ahora no lo puedo comer porque durante mucho tiempo ese fue nuestro alimento”.
A pesar de la dura realidad que reconoce en el barrio, siente que el proyecto de la cocina, más su relación con los técnicos del ministerio, conforman un espacio genuino de contención: “La cocina te levanta mucho, las chicas te levantan mucho. A veces necesitas un apoyo, y te lo dan ellas. Ahí te despejas”.
Las cocinas como redes de acompañamiento
La coordinadora del proyecto de Cocinas de la cartera social es Hortensia Escobar, quien logró un fuerte vínculo con Graciela: “El desarrollo más grande en las cocinas es la transformación en la subjetividad de las mujeres. El compartir entre ellas es lo que hace sostener al grupo. Y este proyecto no es solo satisfacer las necesidades alimentarias de los vecinos. Buscamos impactos comunitarios: que las mujeres de la cocina reconstruyan y se posicionen sobre su realidad a través de capacitaciones que les brinden un capital social-cultural, y también económico. También trabajamos las necesidades en relación a la formación educativa y a las violencias que sufren, con una perspectiva de género. Y Graciela es una mujer que ha tenido un proceso muy grande en ese sentido”.
Además de su buena relación con los técnicos y técnicas del Ministerio y sus compañeras de la cocina, Graciela tiene una motivación personal, relacionada con sus experiencias de pobreza.
“Yo elegí la cocina porque con mi familia hemos pasado hambre cuando éramos chicos" Graciela siempre vivió a las orillas del agua y recuerda con nostalgia cómo lo disfrutaba en el pasado. “Antes el río era una cosa bella. Se podía pescar, era agua cristal la que venía, y podíamos tomarla. Me acuerdo de que mi hermano mayor, que ya no está, pescaba: rompía una botella de sidra, le ponía migas de pan, la colocaba en el río y así entraban las mojarritas. A eso nosotros lo fritábamos. Es una manera de decir porque ni aceite teníamos. Lo poníamos en agua en realidad”.
Luchar todos los días
En el pasaje que vive Graciela todos se conocen. Y cuando nombra a alguna prima, cuñada o familiar cercano, resulta que todos viven por ahí cerca. Mientras ella comenta el día a día del barrio, uno de sus numerosos hermanos, pasa montando un sulky, y saluda con amabilidad desde afuera, antes de retirarse a juntar cartón.
Entre otras situaciones, Graciela enfatiza los problemas que más causan malestar en el barrio: la droga y los robos. A eso se suma las crecidas del río. Mientras que las lluvias traen alivio en las temporadas estivales, también ocasionan dolor y sufrimiento a quienes viven a la vera del Salí. El agua provoca inundaciones y desmoronamiento de los hogares. “Ya ha volteado tres casas y la mitad de una iglesia. No sabes lo que es, a veces no puedo dormir, cierro los ojos y veo los desbordes. No te imaginas el miedo que me da”.
Sobre las soluciones que ofrece el Estado, comenta: “ellos te evacuan, pero después te vuelven a traer. Te dan colchón, chapa. Yo les digo a los vecinos: ustedes no reciban nada, lo que tienen que pedir es nueva ubicación, eso es lo que necesitamos. El agua antes pasaba por acá -dice, señalando el pasaje en donde vive-. Y mi abuelo decía que el río siempre va a volver a donde ha nacido”.
La pandemia de coronavirus, además, agravó las desigualdades sociales, económicas y territoriales. En el barrio solía haber un merendero al que asistían los niños del lugar, y cuyo funcionamiento fue suspendido por las normas sanitarias. Una de las aspiraciones de Graciela es lograr su reapertura. En el fondo de su casa hay un gran horno de barro construido gracias a la colaboración de un grupo de chicas de Buenos Aires que organizó una colecta solidaria para que Frías preparara comida en mayor cantidad. “Con el horno puedo hacer bollos para el mate. Y los chiquitos siempre me vienen a preguntar si voy a abrir el merendero, pero todavía no me lo permiten”.
Por otra parte, la coordinadora Hortensia señala que el proyecto de las cocinas no es asistencial: todo es sostenido por las mujeres. Es decir que el Estado realiza un aporte material -en este caso de productos en seco- y ellas proporcionan la carne, verduras y condimentos.
La desdicha como hábito
A los problemas colectivos se le suman los personales. Graciela reconoce que a veces las adversidades se multiplican y no hay cobijo suficiente para su malestar: “tengo problemas; mi mamá está enferma y eso me desgana. A veces me quedo tirada en la cama, quiero bajar los brazos”. No sabe con certeza cuál es el padecimiento que tiene postrada a su madre desde hace meses.
Comenta también que los robos se incrementaron, y que le hurtaron pertenencias a la mujer, como un carrito que utilizaban para trasladar mercadería. Y también está la droga, que afecta principalmente a los más jóvenes, según Graciela.
Hoy, saben que con la llegada del verano el río se convierte en una amenaza. Y Graciela y los vecinos ni siquiera cuentan con recursos para prepararse ante cualquier desastre que pudiese ocurrir.
“Nunca tenemos tranquilidad nosotros”, se lamenta.
Mientras tanto, a los malos ratos, los apacigua desde la cocina, sabiendo que tanto sus compañeras como los técnicos del ministerio serán el apoyo ante cualquier eventualidad.
Al finalizar, profundamente conmovida, comparte su anhelos: “para el barrio, me gustaría que se acabe la droga. Y para mí, me gustaría ser feliz por lo menos un año. Y que mi mamá se cure”.