San Miguel y Corrientes
Por Marcos Escobar
Mi primer año en la facultad fue un desastre. El año post La Toma, paros por tiempo indeterminado y la lección de humildad que cualquier carrera te aplica, asambleas de estudiantes eternas en las que no entendía nada y el hecho concreto de que en un año académico entero no logré tener un solo amigue. En diciembre pegué un trabajo por la temporada y, cuando fue momento de volver, ya tenía decidido que me tenía que mudar de la casa de mi vieja.
Junté la plata de meses de trabajo y caí al departamento donde vivía mi hermano más grande, en la Corrientes y San Miguel, en pleno barrio El Bosque. Dormíamos en una sola pieza y compartíamos los calzoncillos. Mi familia entera era de ahí, la tenía a mi abuela a dos cuadras, por la Lucas Córdoba, y la casa de mi tía a medía cuadra por la San Miguel.
El departamento quedaba en el último piso, el siete, de un edificio que había estado abandonado desde que éramos chicos. Habíamos pasados navidades y cumpleaños de mis primos tirándole piedras a las ventanas, tratando de meternos y escapándonos cagados de miedo por los cirujas que vivían adentro. Un día apareció todo remodelado, las paredes pintadas y una inmobiliaria lo alquilaba por dos pesos. Las paredes eran del grosor del marco de la ventana y estaban pintadas de rosa, los pisos eran de baldosas blancas opacas imposibles de mantener limpias. Al lado de la puerta de la heladera había una mancha que iba desde el zócalo hasta el techo de una vez que mi viejo tiró una botella de cerveza y se reventó haciendo una cascada.
El edificio era una torre al estilo soviético. Toda cuadrada, seis departamentos por piso y un solo ascensor para las casi cien personas que vivíamos ahí y que se rompía mínimo una vez por semana, obligándome a subir por la escalera con mi bicicleta al hombro. Al principio la ataba con un candado en el pasillo a una cañería que sobresalía de la pared, hasta que una mañana nos desayunamos con la noticia de que se habían robado todos los matafuegos del quinto piso y tuve que sacrificar espacio del comedor para estacionarla.
En la torre había departamentos de hasta dos habitaciones como máximo y ninguno tenía balcón. Todo el edificio era una caja de leche pintada de rojo por fuera, con las ventanitas blancas, perfectamente cuadradas y rosa por dentro, todo gestionado por la misma inmobiliaria que nos alquilaba a nosotros, y que depositaba el control de semejante titán en el Conejo, el portero.
Como parte del pago, le daban un departamento en la planta baja que estaba semienterrado. Las ventanas de su casita quedaban a la mitad, a la altura del suelo, y ahí vivía con su esposa y sus tres hijos. El Conejo medía un metro cincuenta de altura y tenía, obviamente, una mordida superior que destacaba por sobre todo. Además era pálido como una servilleta limpia. Manejaba el edificio como una máquina de alta eficiencia y pobrísimo presupuesto, arreglando cualquier enchufe roto o lámpara quemada en los pasillos. Los domingos dejaba abierta la puerta de su casita semienterrada que daba a la calle, arrancaba a tomar a las diez de la mañana escuchando Koli Arce y no paraba hasta que volcaba cerca de la una de la mañana del lunes. A las ocho de la mañana, cuando salía para la facultad, lo veía leyendo el diario con un café en la mano.
El Conejo fue aumentando la dosis, ya no arrancaba el domingo, sino el sábado, y después el viernes. Cuando las jornadas de descanso empezaron a comenzar los miércoles, dejamos de verla a su mujer y a los chicos. Al Conejo no hubo forma de consolarlo, y lo único que se nos ocurrió entre les habitantes de esa mole mal construida, fue dejar de exigirle que trabajara, y el portero cumplía sus deberes cuando podía. La única costumbre que no perdió fue la de sentarse los lunes a las 8 de la mañana a leer el diario, pero en general lo hojeaba rápido tomando un Alikal y se acostaba a dormir para poder empezar la semana.
La vida de soltero era complicada para el sujeto. Había agarrado la costumbre de pegarse un baño y engominarse el pelo los viernes a la noche, y se paraba en la puerta de La Cascada, el boliche que quedaba a media cuadra, tratando de convencer a alguna mina que salía para que sigan la fiesta en su casa. A veces el Conejo tenía suerte y se le amontonaban un montón de personas en su casa durante tres días, pero en general terminaban tomando un Termidor con el choripanero, que abandonaba el puesto y lo dejaba al hijo de trece años a cargo para hacerle compañía.
Era difícil no quererlo al Edgardo —a veces le decíamos así—. Le decía “Doctor” a mi hermano porque estudiaba medicina y llegaba con el guardapolvo puesto, se cagaba a puteadas con la gente que iba a La Cascada y estacionaba motos en la entrada del edificio —después empezó a cobrar para estacionar en la vereda—, armaba noches de truco en su casita que terminaban a las piñas y era el único hincha del Deca en todo el barrio.
Con mi hermano teníamos la costumbre de no hablarnos los martes. Eran los días que yo salía de trabajar a las cuatro de la mañana y tenía clases desde el mediodía hasta la noche. Él entraba a clases a las siete y media de la mañana y salía a las siete de la tarde. Esos días llegábamos, cocinábamos en silencio y poníamos un partido de fútbol sin decirnos nada.
Un martes me llega un mensaje de él diciéndome “terminé temprano hoy. Te espero en casa”. Cuando llegué, la escena consistía en mi hermano sentado en la oscuridad, sus anteojos de 3 cm de grosor brillando, esperándome con dos facturas. “Me olvidé de pagar la luz”, me dijo, casi con culpa por tener que hablar tanto un martes. Yo venía con el pantalón roto, y como al otro día tenía que volver a usarlo, me senté con la puerta abierta para poder coser con la luz del pasillo. Así estuvimos una hora. Mi hermano me preguntó si quería tomar unos mates. “La pava es eléctrica”, fue lo único que le dije.
Lo vi levantarse y salir. A los 15 minutos volvió la luz y apareció de nuevo. Lo había ido a despertar al Conejo para que le abra la caja de Edet, y el Conejo, siempre fiel al Doctor, se la había jugado por nosotros.
Era difícil aburrirse en la San Miguel. El boliche funcionando de jueves a domingo, mis vecinas de piso que eran dos hermanas y dormían en la misma pieza igual que nosotros, pero además tenían a los novios instalados ahí. Hacían fiestas de martes a viernes, se peleaban a los gritos sábado completo y cogían el domingo desde el mediodía hasta la hora en que los changos se iban a la cancha a ver el partido de San Martín. Estaba la Dora, una señora que convivía con los cinco nietos que sus hijas le habían ido dejando y aplicaba la pedagogía de un campo de concentración con las criaturas.
Los miércoles eran días de picadas, Tucumán entero sonaba a motores tocados a la noche. Yo salía de trabajar y pedaleaba siete cuadras hasta el edificio de la San Miguel y Corrientes. Uno de esos miércoles subo la escalera de la entrada, abro la reja y cuando estoy por entrar un pipero me agarra la silleta de la bici. Me pregunta si tengo algo de plata para darle. Atrás de él, mirando para todos lados, está su compañera. Parece que tuviera el cuerpo hecho de agujas de tejer y gira la cabeza como lechuza para hacerle de campana al chango con la camiseta de Boca que tengo al frente.
El olor a Poxiran me cachetea la cara. Tengo los 250 pesos que me pagaban por noche en el bolsillo y que tienen que durar hasta el sábado cuando me toca trabajar de nuevo. El chango me empieza a sacudir, le explico que no tengo un peso. Se comienza a levantar la remera.
Me empiezan a temblar las patas, pienso que me está por sacar un fierro. Pero lo único que hace es levantarse la ropa y me muestra su panza. Una cicatriz color crema desde el esternón hasta abajo del pupo, en el centro de la panza tiene un hueco lleno de líquido con gusanitos nadando. “Dale culiao, mirá cómo tengo la panza. Me está matando culiao, dame algo de plata”. Me doy cuenta que el olor no es Poxiran, sino que sale del hueco podrido.
El fisura me amenaza con la panza podrida y cedo. Meto la mano en el bolsillo y me acuerdo de que había separado la propina en un papelito, se lo estiro logrando que suelte la silleta de la bici. Para cuando el chango se da cuenta que el papelito tenía 20 pesos en billetes de cinco, yo ya estoy en el primer piso corriendo con la bici en el hombro. Lo escucho gritándome desde la reja de la puerta “¡Ura! ¡ No seas aca, culiao!”.
Después de esa secuencia, la San Miguel empezó a caer en picada. A las dos semanas lo encontraron muerto al Conejo en su departamentito. Se había estado durmiendo machao todos los días con la ventana abierta. El agua de la lluvia le entraba y le mojaba la cama, las sábanas y la ropa. Así estuvo hasta que la neumonía más los tres paquetes que fumaba por día lo dieron de baja. La inmobiliaria nunca contrató a otro portero, al departamento de Edgardo se lo alquilaron a una marica que puso una peluquería para damas y dormía en el sillón para hacer lavajes conectado a la pileta de la cocina.
Sin nadie que sirva de árbitro entre la gente que vivíamos ahí, la vecindad se puso tensa. Una de mis vecinas lo terminó de mandar a la mierda al novio así que lo teníamos instalado todas las noches en la puerta esperando que ella aparezca hasta que se terminaron mudando con su hermana.
El chango nuevo que ocupó el departamento medía casi dos metros y se la pasaba sentado en ojotas en la entrada del edificio. Pasaba gente y lo saludaba, charlaban un rato y seguían. Nunca supimos qué hacía de su vida hasta que una noche pasaron dos tipos en un auto y le empezaron a disparar. El chango logró tirarse al piso, la puerta de vidrio de la entrada quedó reventada y la reja con dos agujeros de bala. Con mi hermano decidimos que tener un tranza que se dejaba pasar por encima en el mismo piso era el límite. Cancelamos la renovación del departamento y El Bosque nos despidió inundándose con una tormenta el día de la mudanza.