No culpes a la lluvia
Una vez, en otro febrero, alguien que solía acompañarme y yo encontramos un pajarito. Llovía a cántaros después del ventarrón que, seguramente, había tirado su nido. Miramos para arriba pero no lo encontramos, entonces decidimos hacernos cargo de él. Lo rescatamos del charco en el que se había convertido su jardín. El pobre estaba chato, aplastado y con los ojos semicerrados. Lo levanté y lo dejé en el hueco de mis manos hasta que el calor lo fue despertando, se encrespó y empezó a parpadear varias veces seguidas. Con algodones, ramitas y hojas le armamos un nidito en la galería para que se recuperara. Le pusimos un nombre y nos inventamos un futuro con pajarito mensajero que llevara en papelitos lo que tendríamos para decirnos. Después nos distrajimos, sonó un teléfono, nos abrazamos y la tormenta pasó. Cuando volvimos el pajarito se había ido.
Casi todas las cosas que ocurren durante esas lluvias furiosas de verano se parecen a nuestra historia con el pajarito. Son cosas breves, ilusorias, entre sueño vívido y realidad vidriosa de esas que cuando nos queremos dar cuenta, ya no están. Son eventos que van entre paréntesis y se pierden después, en el largo y ancho del texto completo que es la vida. Cuando la lluvia cae así de imparablemente nos vemos obligados, por el tiempo que dura el aguacero, a charlar con los extraños con los que nos quedamos atrapados en el cajero automático, en la puerta del súper o en algún bar. Y si tomamos coraje y salimos, descalzos y con las zapatillas en la mano por la peatonal, aparece igual esa extraña complicidad de los que no tienen miedo de mojarse, los ansiosos a los que les asusta más tener que socializar que un trueno, y se sonríen entre ellos mientras saltan charcos. Todo eso pasa y se pierde, como los barquitos de papel en el río de una calle, como el olor a tierra mojándose en el jardín del pajarito aquel o “como lágrimas en la lluvia”, diría el replicante Roy Batty.
Las tormentas de verano tienen algo de amor platónico cuando por fin llega. La espera parece una vida y es sufrida y hermosa porque, de tanto imaginarla, inventamos las palabras, y no hay nadie que no se convierta en poeta mientras la espera en un zaguán. Empieza a aparecer cuando no estamos listos: la tierra tiembla y el cielo late con rayos estruendosos. El tránsito se desordena y el reloj se empaca. Ladra un coro de perros y los gatos se meten debajo de la cama. Cuando empieza, y por el ratito que dura, casi todo se limpia. Cambia el aire y la piel respira. Una se siente en un musical, de esos donde bailan girando en los faroles de la calle. Cuando nos estamos acomodando, se acaba. Al final no es como la imaginábamos, es soberbia y mezquina, no alivia el calor que se nos desprende del cuerpo, nos da a entender que fue mejor en otros lugares y con otra gente, nos mira de arriba y pasa nomás. La desilusión debería tener nombre de tormenta y música de viento cuando abre puertas y ventanas a golpes contra una pared.
Hay una escena en una película que resume mejor esto de la lluvia mientras dura: Toto, el ya crecido ayudante del viejo Alfredo en la cabina del Cinema Paradiso, se pasa el verano girando una manivela que proyecta una película sobre una pared. Por el calor y las vacaciones, el cine es al aire libre y se llena. La primera novia se le fue de viaje y él cuenta las horas para verla de nuevo. La cámara lo filma desde arriba, en un primer plano de la cabeza transpirando apoyada en sus brazos cruzados “¿Cuándo se terminará este verano de mierda?”.
Entonces cae un rayo, unas gotas grandes empiezan a mojarle la cara, y antes de que se apague la película y él pueda darse cuenta de lo que pasa, aparece ella. La chica que esperó meses en la puerta de la casa hasta que quiso ser su novia empieza a besarlo apasionadamente mientras suena esa música de cuerdas de Morricone que puede hacer llorar al más desalmado de los mortales.
Eso ocurre más o menos a mitad de la película. Después, spoiler alert, esa chica que era para él el mundo lo deja y se va lejos, él mismo crece y decide buscarse la vida en otra parte y al cine lo tiran para construir, quizá, un gran supermercado.
Nada se define esa noche de tormenta. No repiten ese beso hasta hacerse viejitos y al día siguiente el sol seguramente vuelve a pegarles sin tregua. Pero mientras dura el agua furiosa y el rayo oportuno, es ella la única novia, el cine todo el futuro y ese beso el más esperado.