Qué maneras más curiosas de recordar
“...Y tú apareces
en mi ventana
suave y pequeña
con alas blancas
yo ni respiro
para que duermas y no te vayas”
Cuando yo era chica se perdían los lápices, los juguetes, algunos libros. Por lo general, aparecían después debajo de la cama, detrás de un mueble, dentro de algún cajón. Si algo no aparecía era porque no lo habíamos buscado bien.
No sé cuándo, pero seguramente demasiado pronto, supe que las personas también se podían perder. Desaparecer no era como morirse, no sé si lo pregunté o si me lo explicaron, pero yo sabía la diferencia. Sin embargo pensaba, con la inocencia de los primeros años, que a lo mejor con él había pasado lo mismo que con ese librito de pintar, que quizá andaba por ahí pero no lo habíamos buscado bien. Pensaba que tal vez un día cualquiera y en cualquier vereda de esta ciudad yo podría encontrarme con mi abuelo. Lo reconocería en el acto porque el tiempo para él se habría detenido ese julio en que yo no era ni proyecto, y me presentaría, y algo encontraríamos para charlar y, por ahí, en algo, parecernos.
Después lo cantó Charly y puso nombre de animales prehistóricos a los monstruos horriblemente humanos que se me aparecían en algunas pesadillas. Me hice adolescente y empecé a leer el Nunca Más que salía en fascículos con el Página 12, como quien se inyecta dosis de horror por ver si así desarrolla los anticuerpos y se cura de ingenuidad. Pero hasta ahí: la vez que pasaron La noche de los lápices en la escuela, me inventé una excusa, me levanté y me fui. Era en una de esas primeras jornadas sobre la dictadura que hacíamos las alumnas, justo antes de que el 24 se convirtiera en el Día de la Memoria por la Verdad y la Justicia. Yo sabía bien lo que era una picana, pero no tenía ganas de sentarme a verla en una pantalla con un fondo de Sui Generis. En esos días prefería azuzar la memoria de otras formas. Me gustaba más cuando leíamos a esa gente que había hecho algo hermoso con su tristeza, con su exilio, con su ausencia insistente como sombra: “Llorá nomás botija/ son macanas/ que los hombres no lloran/ aquí lloramos todos”. Me gustaba cuando podía pensarlo en voz alta con amigos, ensayar maneras de decir qué lugar ocupa lo que no ocupa ningún lugar, tratar de explicar cómo funciona la nostalgia de lo no vivido, encontrar pequeñas victorias en detalles que agregan a cuentagotas una línea más al cuento de quiénes será que somos. Y me gustaban también las marchas de los 24 porque me curaban el miedo de pensar que a medida que pasaran los años, el olvido se iría comiendo, como un agujero negro, lo que quedara por recordar.
Hoy me siguen gustando las marchas. Se nos han vuelto una especie de curioso ritual de encuentro, nuestra esquina de la vida, el abrazo de “aquí seguimos”, nuestra particular manera de sentirnos a salvo. Antes, mucho antes, de que la gente empezara a tatuarse ‘resiliencia’, apareció esta gente que llora con los puños en alto y sin dejar de caminar. Y de esa gente aprendimos los demás. Lo aprendimos como una receta, de memoria. Una receta de memoria. Y es que cuando hierve la sangre y la garganta se anuda, sólo se sale enteros saliendo a la calle. No es un decir, son más de cuarenta años de prueba y error. Ya desarmamos muchas veces la memoria, ya le conocemos el mecanismo de ruedas y osciladores como los de un reloj, ya sabemos darle cuerda sin retorcernos el corazón. Lo que nos mata también nos hace más fuertes, por eso es de temer nuestro envión de postergados, de acallados, de tristes, solitarios y finales por tantos años. Pobre de quien crea que podemos cansarnos, que podemos rompernos, que sobrevendrá el desaliento, el hastío o la razón.
Quizá el fin de esa adolescencia escéptica me fue poniendo más floja pero ahora ya casi no me preocupa ese miedo al tiempo. Hoy tengo la sensación de que cada año somos más, como dice algún cantito. Ya no pienso, como cuando era chica, que puedo encontrarme con mi abuelo por la calle, pero cuando es 24 y otra vez, y como cada año, empieza a llover, entiendo que hay otros encuentros posibles. Supongo que las treguas vienen en forma de abrazo y que es esa nuestra feliz venganza contra los desmaravilladores. Pienso ahora que pasé de esperarlo a salir a buscarlo, y con él a otros más, amontonando motivos nuevos, cada vez con armas más nobles y mejores compañías, cada vez con palabras nuevas para nombrar las cosas de siempre. Acordarse de algo por tanto tiempo es como jugar a contar el mismo cuento de maneras diferentes cada vez. Hoy, por ejemplo, me acordé de cuando pensaba que no lo había buscado bien y de las cuadras por donde íbamos a encontrarnos; de una película en la escuela y mis ganas de irme; de la tipografía llena de espanto en los fascículos del Nunca Más, de mi llanto de sentencia junto con las lágrimas negras de las fotos destiñiéndose con la lluvia, de las marchas igual de pasadas por agua, que son los fachos que no paran de llorar. Y como puedo, también me invento recuerdos: un álbum de fotos que no existen, una charla sobre Las flores del mal y una clase de francés que nunca ocurrió. Recuerdo recuerdos prestados por amigos de esos años en los que sonaba la música que me hizo aprender a cantar. Y recuerdo mariposas, como las que colgarán estos días en La Escuelita, como las nubes de pirpintos en los veranos o la canción de un trovador.