Como en casa
A la Comunidad de La Palta, casa nueva. Y a todas las casas de las que ya nos mudamos.
Viví casi toda mi vida en la misma casa, en diagonal a la plaza. De chica el barrio sur era todo mi mundo conocido, no me sabía el nombre de las calles de la 24 hacia el norte. Cuando viajaba por unas semanas me ilusionaba con los paisajes nuevos pero a los dos o tres días ya extrañaba. Paseaba contenta por donde andaba pero algo me empezaba a respirar adentro: era algo así como la nostalgia llegando para quedarse a definirme el carácter y las canciones.
De grande fue igual, sólo que a mayor escala. Los meses que viví lejos, habité un cuarto con pocas cosas, pero nunca deshice del todo la valija porque me sabía de paso por ese lugar y porque me aparecían demasiadas fotos de mis amigos en bares en donde yo había tomado mi primera cerveza, o paseando por cerros donde de noche yo había visto claras un par de cosas de una vez y para siempre. Supe que me gustaba mucho irme, que el problema era la casa. Yo necesitaba una casa.
No cambié mucho de techo en lo que llevo de vida, pero sí tuve muchas casas. La arquitectura es lo de menos porque una casa es un asilo y eso es algo que nadie sabe muy bien dónde queda y que puede quedar en cualquier parte.
He tenido casas enormes como embajadas y otras pequeñitas, como buhardillas; en el medio de la vida o en los márgenes, perdidas casas para todos menos para mí. Tuve casas simultáneas, en algunas pasaba los días y en otras, las noches más cerradas. En algunas me iba a llorar hecha un ovillo, a tomar té de manzanilla, a que me taparan con mantas de lana de alpaca, y en otras, a reírme a carcajadas, entre alcoholes que arden en la garganta y anécdotas que hacen escupir la comida.
Tener casa es firmar de conformidad un papel que dice que tarde o temprano se nos romperá el corazón y entonces, avisados, nada que hacer, habrá que ir a cantarle a Gardel. Ocurre que tener una casa es perderla después, asistir a su demolición, lagrimear entre los escombros y llevarse en el bolsillo, a escondidas, un pedacito de ladrillo.
A una de mis casas llegué a los cuatro años y me fui a los diecisiete. Fue tanto tiempo que me acostumbré a la forma que tenían las cosas ahí adentro, al ritmo de los días cuando pasaban por esa puerta y al sepia del que se teñían casi todas las fotos reales e imaginadas de ese momento. Cuando me fui sentí una tristeza como de tango, demasiado vieja para mis pocos años, y a la vez básica, primera, como de nena sola en una calle, como de huérfana o exiliada. Entonces yo no sabía que habría otras casas, más o menos duraderas, a donde llegar de madrugada, que algo perdería pero no tanto, que ‘en la espalda del día se quedaría ese algo’, como decía la canción, y que encontraría asilo siempre porque no dejaría de buscarlo.
Tuve otras casas más o menos breves en las que planee quedarme a vivir eternamente, es decir, mientras durase. Algo en cada una de ellas se parecía a la primera, y yo, sin saberlo, lo sabía porque entrar se sentía como encajar una pieza difícil de un rompecabezas, como un acorde de reposo, como aterrizar, como algunos besos. Es esa extraña sensación de estar en el lugar correcto, una cosa como de estrellas en las que no sé si creo pero con todo esto de las casas me da por creer.
Aunque es posible y hasta frecuente tener más de una, abandonar una casa es siempre un golpe en la boca del estómago, una despedida y una canción triste de fondo. De la mayoría de las casas una se va sabiendo que no volverá o que el regreso es imposible por esto de que nadie se baña dos veces en el mismo río. Las casas suelen ser un lugar en el tiempo, además de paredes y de gentes, y asociarse con ciertos recorridos que hacíamos, con los bares ‘adonde íbamos en esa época’, con lo que pensábamos entonces sobre las cosas que no le importaban a nadie más.
En las casas que tuvimos fuimos dejando ropa, opiniones e historias que ya no se usan, que están viejas y que decidimos no cargar más. En las casas nuevas ponemos la ilusión intacta, las semillas en el jardín, las ideas en las paredes, y los deseos como olores en el aire. Mantenerla es difícil pero peor es la intemperie, no tener a dónde llegar, el frío, lo ajeno.
He tenido muchas casas, algunas simultáneas a otras, algunas brevísimas, otras no tanto, y algunas de toda la vida. Siempre que encuentro una nueva me descalzo adentro y me pongo cómoda. Llevo hasta ahí mi caja de cosas, escribo las paredes, les paso a mis amigos la dirección. Me gusta pensar que mis pies tienen raíz, que nos debemos a ciertos lugares y a cierta gente, que compartir una casa nos completa, que podemos hacer una en cualquier parte y es la cura contra el desarraigo y la pena penísima de no encontrase en ningún lado.