Magias mínimas
La vida de cualquiera de nosotros es generalmente una película de esas que empiezan advirtiendo que están basadas en hechos reales: desde el principio sabemos que no hará una súbita aparición un dragón furioso e incendiario o un hada mágica capaz de conceder deseos con apenas un parpadeo de alas. Nuestras vidas y estas películas se promocionan por el valor de lo cierto, de los hechos de verdad, y se jactan de la chatura de las cosas corrientes, a veces trágicas y absurdas, pero cotidianas.
Sin embargo, cada tanto, la vida se aparta un poco del género, se aburre de contar historias perfectamente lógicas y esperables, y se divierte un rato haciendo jueguitos con una pelotita que toma prestada de las ficciones más fantásticas. Apenas dura un ratito y luego devuelve la pelota a su sitio para que siga la película, o la vida, por los monótonos y conocidos rumbos de siempre. Lo que ocurre es que esos giros extraños son tan otros, tan disruptivos de ‘lo de siempre’ que quedan sonando por un buen rato en el oído de los protagonistas. Son hechos tremendamente más recordables que la ida al trabajo de todos los días por las mismas calles desde hace diez años, e infinitamente más llamativos que las compras en el almacén de la esquina aún en la variedad de horarios y estaciones del año en que suele repetirse la escena. Le pasan a todo el mundo y en todas partes, aún en Tucumán, la ciudad de los peores hechos reales, aquí donde los genocidas se eligen en las urnas, donde matan chicos por la espalda y hay demasiada gente que piensa que puede decidir por los demás.
Este intenta ser un pequeño compendio de magias mínimas, de misterios domésticos que escuché por ahí o que me han ocurrido, insólitos detalles que alguien me develó o me supo mentir muy bien. Yo les creo por raras e inofensivas, por tiernas y otras, como los días de vacaciones, la gente que queremos y lo que queda por conocer.
Magia de los anteojos perdidos
Una amiga ha descubierto que alrededor de la misma fecha cada año, días más, días menos, pierde los mismos anteojos de siempre. Cierta red social le recuerda todos los años que ‘un día como hoy’ escribió algo como “Perdí mis anteojos, si alguien los vio…”. Y siempre ocurre que los encuentra como sin buscarlos a pesar de contar con grupos organizados de amigos y conocidos que la ayudan a dar vuelta su casa en pos de los lentes. La alevosa circularidad de este hecho le hace preguntarse, cada vez, si no habrá otros hechos un poco más trascendentes que la pérdida y recuperación de unos anteojos que también se repitan año a año sin que ninguna red social tenga registro ni ella la más mínima idea.
Magia de la moza fantasma
Hay una moza en un bar del centro que nunca está en ninguna otra parte. La vemos un viernes sí, otro no, y el resto del tiempo es imposible de encontrar en ningún lado aunque la ciudad no nos quede tan grande y sobren las posibilidades de tener gente y lugares en común. Nadie la ha visto antes, no está en las fotos del bar ni en las que suben sus compañeras mozas. Ni siquiera el nombre de pila que aparece en la cuenta, que puede ser el suyo o de alguien a quien casualmente reemplaza, figura con su cara en Instagram. Sólo hay una foto encontrada, sin etiquetas, ni likes, ni comentarios en donde aparece, tan bonita y tan pálida, allá al fondo y sin siquiera rozar a ninguno de los demás que posan frente a la cámara. Pensamos, naturalmente, que se trata de un fantasma, una aparición, algún duende bueno que trae cervezas y sabe sonreír con los ojos.
Magia de la esquina que duele
Alguien me contó que hay una esquina por la que pasó toda su vida que queda a medio camino entre la casa de su infancia y el departamento donde vive hoy. En esa esquina le robaron el teléfono cuando tenía quince años y en el forcejeo se cayó y, en una de las rodillas, se hizo un tajo largo y profundo que todavía hoy le marca la piel. Hace unos años conoció a alguien en una fiesta, después se vieron en un bar, después en lo de unos amigos que resulta que tenían en común y al final se fueron a su casa, la de ella. La sorpresa no fue tanto que viviera ahí, sobre la esquina aquella, sino que él reconociera en la puerta de ese edificio, el zaguán donde, hace unos años, entre el frío y la nada, lo había dejado el primer amor. Después de mucho tiempo se separó de la chica del edificio y la pasó épicamente mal, como pasa con los amores más maduros. Desde entonces evita esa esquina por miedo a que, al pasar por allí, algo le duela en las rodillas.
Magia de la muerte que viaja
Tengo un amigo que no quiere tomar más aviones porque asegura que siempre que se sube a uno se muere alguien que conoce. Se ha convertido en una especie de perversa rutina suya la de que, apenas pone pies en tierra y vuelve la señal, lo espere un mensaje con alguna pálida desde lejos. Son muertes repentinas e inesperadas, todas de gente que en algún momento ha estado más o menos cerca de su vida: un amigo del secundario, un tío lejano que de chico solía hacerle regalos para sus cumpleaños, una ex novia de la adolescencia. Cuando no hay otro medio de transporte posible, antes de embarcar manda mensajes a los amigos, la familia y los amores, por las dudas del otro lado del viaje ya no estén más. Les dice que los quiere y les pide perdón, por si acaso los matara, sin querer, en un vuelo inevitable.
Magia de la melodía de ayer, hoy y siempre
Hay una melodía que tengo en mi cabeza hace años. Empecé intentando hacer con ella una canción pero no funcionaba con la letra que tenía en mente, y luego le puse otra música a esa letra y mi melodía primera quedó gravitando por ahí, huérfana. A veces pienso que me la he olvidado, por fin, hasta que vuelve: me la traen de nuevo melodías muy parecidas que tienen como un aire de familia pero no son la misma. Una vez creí escucharla en un negocio de ropa, pero era en realidad una parte de una canción archiconocida y melosa. Un día pensé que eso que me estaban tarareando al oído, con una ternura escurridiza, era mi melodía, pero cambió bruscamente y se convirtió en el tema de Aristimuño que después olvidé. A veces me despierto con ella en la punta de la lengua y se me repite todo el día, torpe y breve, como bailando bajo el paladar. Es la melodía de nunca y de siempre, no tiene nombre ni canción, se parece a todo lo que ya existe salvo por el blanco del ojo y porque soy yo la única que sabe de ella.
Magia del perro cuida
El perro marrón, oriundo de barrio sur, es un guardián en acción constante. Tiene su casita de cartón al costado de las vías y suele acompañar a las chicas solas que caminan por ahí a horas oscuras y deshabitadas. Ellas dicen que primero asoma el hocico desde la cucha, como corroborando que las que se acercan son chicas y solas, y que es tarde y peligroso, y entonces, justo cuando pasan a su lado, empieza a estirar las patas de adelante para sacarse la modorra, para acudir al deber. Una vez que ellas le han ganado ya algunos metros, arranca él, casi al trote. Las acompaña por cuadras y cuadras y hasta que no han entrado a su casa, no se va. Mucha gente asegura haberlo visto en barrios perdidos y en el centro de la ciudad, de noche cerrada y con las primeras luces, circunspecto y mal dormido. A veces, de vuelta a su cucha, intercepta a otras chicas y decide escoltarlas también. A la gente todavía le sorprenden los perros que saben cuidar aunque nadie los haya cuidado, como si la naturaleza no fuera infinitamente más “humana” que la humanidad.
Estas son algunas de las cosas que pasan en esta ciudad, mientras los empleados públicos nos cierran la ventanilla en la cara al cabo de una fila de tres horas, se vencen los plazos y los abogados toman café en tribunales. Estas digresiones del libreto de película lineal y soporífera ocurren todo el tiempo a la vez que hacemos tests de qué personaje de tal serie eres, llenamos tablas de Excel o dormimos en la sala de espera de un hospital. Hechos extraños a mínima escala que no sirven para probar nada, como pedazos de espejos rotos enterrados en el barro de la calle, de esos que, muy de vez en cuando, por una pisada fortuita, brillantes y en la luz, se dejan ver.