Cacería, algoritmos y señales
Nunca me enganché con los pokemones. Lo que quiero contar no tiene, en apariencia, nada que ver con ellos, pero síganme y ténganme paciencia.
Nunca me enganché con Pokemón. Probablemente porque soy de unas cuantas generaciones atrás: yo veía los Cazafantasmas, me gustaba Pegajoso y jugaba con el Ecto-1 de mi hermano. Sin embargo, cuando, mucho tiempo después del dibujito, salió el juego de los pokemones, quise haber sido fan de esos bichos y saberme los nombres y los poderes para buscarlos por la Ciudadela, en Aeroparque llegando a Buenos Aires, o camino a Amaicha en el verano. Eso de encontrármelos por ahí, en cualquier parte y a cualquier hora me parecía fascinante, pero me faltaba la teoría, saber qué estaba haciendo y por qué. Lo que yo tenía era apenas un afán de caza inofensiva, ganas de ir por ahí atrapando algo, como si todo fuera un continuum cada vez más extraño entre la vida real y la otra, en el que los adoquines se convierten en pixeles y al revés y todo eso junto es la realidad.
No fue sino después de un buen tiempo, y sin buscarlo, que encontré lo que de verdad estaba necesitando. Hablo de esas necesidades de aviso de red social, de la urgencia de algo de lo que bien pudimos prescindir toda la vida pero que, de pronto, es lo único que nos sirve. Me refiero a una app. En principio es eso, una más de esas aplicaciones de descarga gratuita que se multiplican en el teléfono, saturan la memoria y, más tarde o más temprano, nos terminan aburriendo a morir. En principio es un espejito de color, una flor de un día como todas las demás que se amontonan en forma de accesos directos en la pantalla principal. El caso es que esta vez me tiene totalmente atrapada.
No voy a publicitar la app así con nombre porque no es la intención, pero sí contaré de qué se trata para que se entienda. La cosa es así de sencilla, y así maravillosa a la vez: el programa, a través de un algoritmo, ‘reconoce’ en apenas algunos segundos la canción que está sonando, casi que cualquier canción de una base de datos inmensa que tiene.
Tocando un ‘botón’ en la pantalla, el programa ‘escucha’ y anuncia: “El twist del Mono Liso - María Elena Walsh”, disponible en tal y cual plataforma, y la canción en cuestión va inmediatamente a almacenarse a una biblioteca personal.
Desde que me lo bajé no he podido dejar de cazar canciones. Lo que suena en la radio de algún auto, la canción que pusieron en el kiosco, lo que pone algún vecinx con sus parlantes bluetooth desde el balcón o la música que sale en las series que veo.
No paro de atrapar canciones que me gustan o me dan curiosidad para meterlas en una especie de mochila digital y recordarlas. Hace mucho grababa cassettes con lo que me gustaba de la radio.Tiempo después solía anotar las letras con lo que tuviera a mano para buscarlas cuando pudiera. En épocas más tecnológicas, escribía algún verso directamente en el buscador y me aparecía un título y un autor. Ahora directamente toco la pantalla y ocurre la magia.
De haber sido este un año más normal, con salidas un poco más frecuentes, tendría muchísimas canciones más. Por ahora, y mientras siga el pandémico 2020, tengo que conformarme con llegar al final del día con más o menos una veintena de canciones.
Cada noche, a eso de las diez, agrego los temas del día a una lista que resume, en letra y música, lo que me pasó. Y ahí sí, con la lista armada, los escucho de verdad, me familiarizo con sus armonías, incorporo las letras, lloro lo llorable y, si me distraigo, empiezo a mover los pies en algo que, de a ratos, puede confundirse con algún tipo de baile.
Cazar canciones se me ha vuelto una especie de afición obsesiva. Es un juego en el que no se pierde y que me tiene siempre estoy conociendo música nueva no porque se me ocurriera buscarla sino porque ellas, las canciones, de alguna manera me encontraron a mí. Lo que quiero decir es que alguna fuerza, de esas en las que nunca sé si termino de creer, ha hecho que suene ese hit del 92 en el almacén de la otra cuadra justo justo cuando entré a proveerme de detergente. Interpreto las canciones como mensajes y me entretengo pensando que el universo tiene planes más grandes que la pandemia, que el futuro es incierto pero no tanto y que se manifiesta en forma de música flotando como una boya por el día de una.
No pasa mucho, porque es prácticamente infalible, pero pasa que, de vez en cuando, la aplicación me avisa que 'no hay resultados' para lo que está sonando. Me entra entonces una especie de angustia de pensar que aquello que no puede reconocer a lo mejor ni exista y que lo que estoy escuchando quizá nadie más puede oír. Se me ocurre que las canciones ninguneadas por el programa son los mensajes que no se envían, los pasos en falso, la parte que se pierde en las traducciones, lo encriptado. Pienso en esas canciones que no pasarán a formar parte de mis listas como algo de lo que me perderé, como señales que no llegarán jamás y que podrían evitar algún que otro desliz en mi vida, doméstico, pequeñito, de bolsillo. Quizá vayan a amontonarse en otra parte, como esas cosas que se pierden por el agujero del forro de tela de la mochila
Nunca me enganché con Pokemón pero sí con las canciones. Les conozco los poderes aunque apenas las conociendo a ellas, les sé los colores a la primera nota, adivino qué esté hará conmigo desde el primer verso. Ahora necesito atraparlas, que me cuenten lo que tengo que saber hoy; llevarlas conmigo y hacer con ellas una playlist que resuma el día, como esos cds con de todo que condensan la adolescencia y la hacen parecer mucho mejor de lo que fue.