Amistades insólitas
Hay gente que una siente que ha conocido siempre. No hace falta con esa gente prologarse a una misma o tomarse el tiempo para que nos entiendan y nos quieran: eso ocurre sin el menor esfuerzo antes de la primera palabra. Es gente-pieza que encaja a la primera en el rompecabezas-vida de una. Son esos amigues que aparecen en algún momento pero podrían haber aparecido en cualquier otro o haber estado siempre, y suele darnos la sensación de que alguien nos estafó porque es increíble no habernos cruzado antes. Cómo es que no fuiste a mi escuela, por qué no estuve en la colonia de vacaciones donde pasabas todos los veranos. Son amigues espejo, perfectas y previsibles amistades para toda la vida.
Pero como la amistad es un asunto complejo y tiene variedad de formas, también hay otras. Se trata de las amistades que surgen de alguna coincidencia insólita, de un contexto preciso e irrepetible y, seguramente, de cierta soledad inédita y desconocida.
Hace diez años me hice un amigo que hablaba una lengua que yo apenas había escuchado en algunas películas. Un tipo medio cabeza de termo, metalero, confianzudo y metrosexual, una combinación particular. Yo tenía veintipocos, él algunos más y habíamos aterrizado en una ciudad pequeña de un país que no era el de ninguno de los dos. Fue él lo primero que me encontré allá. Antes que los quesos ricos, antes que el vino, antes que la nieve estaba él.
Llegamos a una casa compartida en otoño, que es septiembre allá, encontramos una guitarra que habían dejado los habitantes anteriores y fue en canciones que empezamos a comunicarnos. Al poco tiempo descubrimos que aunque no hablábamos la lengua del otre nos entendíamos perfectamente, porque 'fa un freddo del cazzo' en tucumano se traduce literal y los dos éramos puteadores y a los dos nos gustaba ver fútbol en la tele y El resplandor de Kubrick.
Una vez, en medio de la noche de un martes nos fuimos a tocar la guitarra y tomar cerveza en una plaza con una glorieta (que aprendí que se decía gazebo de donde era él), y terminamos después en la estación de trenes que quedaba cerca. En verdad, todo quedaba cerca en esa ciudad. A la madrugada los TGV pasaban de largo, como un rayo, y con muchísimo ruido. Para esa época mi amigo acababa de perder a su madre de un cáncer fulminante, como un rayo, que no le había dado tiempo ni a llorarla. Entonces, al borde del andén y guardando cierta distancia, esperábamos llegar el tren y cuando entraba en la estación empezábamos a gritar. Con todas las fuerzas gritábamos, de impotencia, de miedo o por sacarnos el monstruo de adentro. Pasaba rapidísimo, nadie escuchaba nada excepto nosotros y quizá algún pasajero despierto en el interior del tren. Lo hicimos ese día de la glorieta de la plaza y un par de veces más, para volvernos después caminando a casa, en el silencio de la madrugada, livianos y serenos.
Convivíamos con otra gente de diferentes lugares, varias lenguas mezcladas en una torre de Babel maravillosa que a veces hacía doler la cabeza de noche cuando todo por fin se callaba. La cocina era el espacio compartido, el escenario de las comidas y las peleas, el lugar donde muchas veces él y yo nos mandamos a la mierda y los demás, mesurados, ponían paños fríos. Al rato nos arreglábamos en ningún idioma, o en los dos, o en francés."Ti voglio bene, testa di cane!" zanjaba él.
Fueron varios meses de vivir juntos, raros, intensos y, probablemente, definitivos para la vida de cada uno.
Tengo la seguridad de que no nos hubiésemos cruzado, mucho menos hecho amigos, en otra circunstancia. Ni aun en el mismo país y en la misma lengua hubiera resultado imposible vernos y congeniar. Yo no hubiese ido a sus boliches ni él a mis bares, ni yo a sus conciertos ni él a los míos. No se parecían nuestros amigues ni nuestros proyectos.
Él y yo compartimos, por un tiempo, la única experiencia capaz de reunirnos, el 0,01 en la probabilidad. Ahí, en ese hueco, nos conocimos y nos cuidamos.
Pasaron diez años desde la última vez que nos vimos cuando hice las valijas y me acompañó a la estación y no hubo gritos desaforados sino un silencio y después un montón de palabras torpes que siempre terminaban en vernos otra vez.
Pasaron, además, un par de años desde la última vez que hablamos virtualmente, que discutimos acaloradamente por algo que ahora no recuerdo bien pero seguramente estaba relacionado con política o música o algo de todo el universo aquel de cosas que no compartimos. Es fácil olvidarse cuando los mundos son tan distintos y el tiempo le va quitando vigencia a lo vivido.
Hace un par de noches, a la madrugada, me llegó un mensaje suyo. Me contaba que se había pasado el día viendo noticias sobre Maradona, que se había acordado de mi país y de mí, que había visto unos videos míos cantando y había llorado y los había visto de nuevo, que tanto tiempo, que cómo estaba, que si me había agarrado este virus de mierda, que me extrañaba. Yo estaba medio dormida pero sus mensajes me despabilaron completamente, así que le contesté al toque y se me fue yendo el sueño. En la charla me mostró la vista desde su balcón, un casi amanecer de invierno en esa ciudad al sur de Italia que me nombró tantas veces y que de pronto me volvió, su sonido, la voz suya nombrándola. Yo le mostré lo poco que se ve del barrio sur, nos mandamos audios de los que entendí poco más de la mitad, y a él le habrá pasado lo mismo porque con los años perdimos la práctica. Me mostró fotos de su hijo, yo de mi gato, él de cómo pasó de su pelo largo a estar casi pelado, yo de mis canas de haber pasado los treinta. Se acordaba de la canción que le enseñé de la murga, esa que decía "El tiempo me enseñó que con los años/se aprende menos de lo que se ignora..." y tenía un coro que cantábamos borrachos en la calle, en la cocina, en los pasillos de la escuela donde trabajábamos. Yo le canté un pedacito de Alta marea porque es igual a Don't dream is over, aunque sigo sin saber quién se la robó a quién. Después nos fuimos a dormir, cada une en su ciudad que el otre no conoce, con frío y con calor pero con el mismo virus, para soñar en lenguas distintas una vez más.
Hay amistades muy extrañas. Existe eso de compartir una etapa y no verse nunca más. Después todo eso parece haber sido un humo, una nube flotando lejos de lo concreto, de la tierra, del barro de hoy. Y un poco lo es, porque la vida de siempre es otra, porque pasan dos, siete o diez años y es una caja donde no están las cosas de uso diario, un cajón que nunca abrimos porque no hay nada que buscar ahí, nada que sirva en el sentido práctico, nada que resuelva nada.
Sin embargo, cada tanto ocurren estos paréntesis. Esos mensajes descolgados, como esos cometas que pasan cada un montón de años, que vienen como a decir, en alguna lengua intermedia, que sí ha ocurrido, que está en alguna parte, que todavía nos acordamos. Son recordatorios que no pedimos sobre lo que ya pasó. No significan mucho, apenas sirven para confirmar que algo se transformó entonces y que las amistades insólitas de lxs que no tenemos mucho en común también ocurren y con los años ganan a lo mejor una sola cosa en común: el tiempo compartido.