La Palta

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Finlandia feliz

Ilustración de Elena Nicolay.

En un sueño extraño que no podría explicar por el consumo de ninguna sustancia sospechosa, aparecí en Finlandia. 

Nunca estuve en ese lugar pero no se veía como en las fotos que me muestra Google. Tampoco como en la serie policial que me devoré durante la última fase 1, allá cuando creíamos que el virus se iría con el 2020. 

En el sueño estaba yo en alguna Finlandia made in mi imaginación tucumana, paseando por una calle que se parecía bastante a la San Luis, de aquí, al borde del barrio sur, pero con más frío, y cruzándome gente con el pelo de un tono rojizo muy parecido al que, la noche anterior, una amiga mía me había mostrado por videollamada. Yo tenía puestas las mismas zapatillas de lona que años atrás me llevé conmigo a vivir a otro país muy frío y que terminé descartando y cambiando por unas botas para la nieve. 

La Finlandia soñada era hermosa: los autos nos hacían luces y nos cedían el paso a los peatones, la gente me hablaba en español, los perros se levantaban solos sus propios desechos y las parejas se besaban con mucha lengua en la calle. Una chica hermosa, mezcla de elfo con hada de algún bosque, tomaba cerveza de una latita y cantaba la canción que hice un par de días antes, despierta y en Tucumán y que aún al día de hoy no he mostrado a nadie. Dos nenes armaban un colchón de hojas y hacían el angelito abriendo los brazos en una vereda muy poco europea y unas viejitas bailaban una coreografía tipo Chicago , el musical.

En un momento, mientras paseaba yo por ahí aparece, asomándose por la puerta de una de las casas de la calle aquella, una mujer rubia y de bata blanca. Me llama por mi nombre y me hace señas con las manos para que me acerque. En ningún momento me pareció sospechoso que alguien en Finlandia supiera quién soy, y con toda naturalidad me acerqué a la desconocida y nos pusimos a charlar. En un perfecto español rioplatense me explica que es una médica que se dedica a poner vacunas contra el covid, gratis y medio por orden de llegada, que justo le sobran un montón y que si no me interesa vacunarme. A mí me pareció una buena idea pero antes le pregunté de qué vacuna se trataba porque no porque sea todo absurdo, gratis y un sueño va a aplicarse una cualquier cosa. La Pfizer . Bueno, está bien. Me hace pasar al consultorio que tenía, muy parecido a la veterinaria a donde llevo a mi gato, y al toque ya estaba vacunada.

Apenas me despido de la doctora empiezo a sentir los primeros efectos colaterales: las orejas se me estiran en punta, como las de los elfos o las de la chica de la cerveza; la piel empieza lentamente a volvérseme pálida casi transparente; los ojos pasan de marrón a gris, y una picazón en ambos tobillos me advierte que me han salido ahí unas mínimas alas como las de Hermes, el mensajero de los dioses. Me convierto en una más de por allá. Al parecer a mí yo del sueño le da un poco igual tanta metamorfosis, como si pensara que haber podido vacunarme bien vale cualquier cambio anatómico de consecuencias meramente estéticas como las que estaba experimentando.

Sigo paseando, ahora sí más mimetizada con el paisaje de cuasi-elfos que lamen baldosas de tan sanos e inmunes que están, y llego al mismísimo círculo polar ártico. Hay un lago, mezcla de una película que vi y el Cadillal, y me meto con zapatillas de lona y todo, y está bañándose ahí también la que hacía de policía en la serie que vi y los perros que se limpian solos, y más tarde llegan mis amigos de la facultad junto con mi gato en sidecar. 

Me desperté como sin querer hacerlo, con la adrenalina de tres montañas rusas encima, y ​​un asombro renovado por el enorme poder de la imaginación humana.

Finlandia me resultó mucho más familiar de lo que esperaba, con vistas parecidas a las que conozco, con paisajes como de mi país pero más fresco y más eficaz. Ya lo dicen los diarios de gran tirada, la gente acá está eligiendo irse lejos porque allá las cosas funcionan mejor, funcionan de verdad. 

En Finlandia, soy onírica testigo, la gente se ama en la calle y ha vencido al virus y al miedo, regalan vacunas a cualquier transeúnte y todo el mundo habla tu idioma.

Me encantó viajar aunque más no fuera por el rato que dura un sueño hacia los confines, el país último, fin-landia, en el mapa literal que maneja mi cabeza. Me encantó viajar y salvar mi vida, volverme una criatura exótica, que me crezcan alas, conocer a la chica que toma una cerveza que no sé pronunciar y sabe mi canción inédita, y bañarme al final en el círculo polar como si hubiera todavía un lugar para la poesía en un mundo enfermo. 

Excepto por Finlandia. En Finlandia todo eso se puede, y más. 

Me muero por volver.