La Palta

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Amores gatos

Ilustración: Elena Nicolay

En la foto aparecían sentados en una cama. Los tres diferentes, el de la izquierda objetivamente más feo que sus hermanos. Al toque supe que quería el del otro lado: miraba al frente, seguro, con rayas marrones, negras y blancas, como un gatito del monte en el lugar incorrecto. El gato del medio, ni el más feo ni el más bonito, miraba para un costado y en el pecho blanco se le notaba algo como un corazón mal dibujado de color gris.

A las horas ya estaba yo en la casa del chico que los daba en adopción. Estaban esos tres y unos cuantos más, saltando entre los almohadones del sillón del living, mientras la madre gata andaba de yiro por el barrio. Cuando el chico me dijo que eligiera el que quisiera algo pasó, porque no dije ‘aquel, el gatito montés’, el más hermoso, el más comprador, el que miraba a la foto. Fui directo al sillón y, desprendiéndole las uñas del respaldo, levanté al gricesito, el que miraba para cualquier lado, el del corazón mal dibujado. No sé por qué. Un impulso, una identificación, las ganas de pegar un volantazo como en general me venía pasando en la vida. Levanté entonces a ese otro gatito y me lo llevé a casa. 

“Casa” era entonces un departamento casi vacío al que acababa de mudarme: pocas cosas en las paredes, muchas cajas y la guitarra con la que acababa de componer canciones tristísimas para un disco. Mi vida como la conocía había cambiado de golpe, y mi teléfono estaba lleno de mensajes de amigues, poco convencidxs, que me decían que todo sería para mejor.

Con ese panorama gris y gastado, esa noche fría de principios de junio empezó mi vida con Canción, mi gato.

Conozco mucha gente con gates. Decidí que es esa la mejor manera de decirlo: ‘gente con’. Nadie es de nadie en esa relación. Conozco gates quilomberxs que dan vuelta la casa y otrxs que duermen todo el día. Algunxs aman las visitas, otrxs se esconden hasta que se ha ido todo el mundo. Hay gates malotes que viven afuera y los de departamento, con redes de contención y hermosos castillos donde rascarse. 

Tengo amigas expertas en sus gatites: su comida cuesta diez veces más que el arroz que comen ellas, viven en un departamento mucho más grande que el de ellas (porque está adaptado y utilizan también las alturas) y todo ahí tiene pelos de los que ellas ya ni reniegan, casi que los llevan con orgullo en toda su ropa.

Sea como sea, querer a un gate es un trabajo. Pero ocurre que el amor suele ser un trabajo, siempre, en todas sus formas. Convertirse en compañere de un gatite lleva tiempo. Tenés que ser quien le da de comer y le limpia el baño pero también quien le busca cuando el gate quiere y le deja en paz cuando está idiota. Entenderse con ellxs es un proceso lento y a menudo desesperanzador: tienen días de mierda y otros maravillosos, son atentxs hasta que son unxs cabrones, duermen con vos y después no te pueden ni ver (ay, ¿en qué otra especie he visto yo comportamientos como estos?).

Canción no tuvo muchos problemas de adaptación. Se adueñó rápido de ese departamento casi vacío que pronto empezó a llenarse de cosas suyas: pelotitas, rascadores, hilo sisal, ovillos de lana, ratitas de plástico, un langosta saltarina de juguete, un cepillo, un rodillo para sacar pelo de los sillones, sus pelos por todas partes, una cuchita y alguna que otra pipeta anti pulgas.

Se hizo enorme muy rápidamente: largo, patón y gordo. No hay nadie que no se sorprenda de su tamaño cuando lo ve por fin de cuerpo presente, fuera de las fotos. Es que mi gato sale en todas mis fotos y ha conseguido cierta reputación que, desde luego, yo no tengo. 

Mis contactos, particularmente las chicas, tienen fascinación por él. No lo conocen personalmente pero lo aman. De verdad lo aman, con todo el corazón y sin pedirle nada a cambio, devota y desinteresadamente, como quieren lxs niñxs. Lo aman porque es suave, porque es mullido, porque se parece a un gato que tenían de chicas o porque quieren uno igual. Llenan sus fotos de megusta y comentarios que dicen que se lo quieren comer, que de bebé era todavía más hermoso, que tiene ojos enormes y que eso es muy seductor. Me preguntan por él, por cómo se porta, por sus hobbies, y me dicen que ya es hora de que tenga su propio perfil de Instragram y que yo me dedique, en todo caso, a ser su community manager.

Conozco historias de gates cuyos dueñxs ubico apenas de vista. Sé que tienen nombres de estación, de frutas y verduras, de bebidas alcohólicas, de momentos del día. Sé que se quebraron la pata, que tienen problemas de riñones, que se escaparon y volvieron, que hicieron mierda los sillones, que los encontraron chiquititxs y desnutridxs tiradxs en el canal y hasta sé si duermen a la altura de la almohada o a los pies de la cama. Me conozco historias de rescates y de pérdidas, encuentros y convivencias con nuevxs gates, problemas con chongues de turno, rituales de entierro y despedida, primeras conexiones con bichos casi muertos que ahora parecen tigres y son reyes de la casa.

No tengo idea de cómo son esos humanes, tampoco me importa mucho. Si, por otro lado, alguien me cae bien y además es una persona con gatite, me empieza a enamorar un poco. Siento que podemos entendernos, que tenemos una forma parecida de lidiar con el mundo, que valoramos más el amor un tanto mezquino y elegante por sobre el bruto y adulador amor perro. Baudelaire, Bukowski y Hemingway amaban a lxs gates, Cortázar sale en fotos con sus Theodoro W. Adorno, y el gordo Soriano, que tuvo miles en su vida, se acordaba siempre del Negro Vení, que lo acompañó en el exilio, ida y vuelta.

Antes de mi gato, tuve otro a medias (quiero decir que era una tenencia compartida pero más de la otra persona que mío), y antes, un perro. No vengo de tradición felina. Nunca tuve una tía llena de gatos o una amiga que durmiera con el suyo en la cama, y durante gran parte de mi vida no supe cómo acariciar a un gato que no fuera dándole palmadas torpes en el lomo, como lo hacía con mi perro salchicha cuando era chica. Un día empecé a quererlxs y quizá hasta he llegado a contagiar el amor gato a alguien más que me quiso a mí. Aprendí de a poco a ofrecerle la mano al gate dueño de casa, que es como presentarme y rendirle mis respetos de intrusa visitante. Aprendí que el ronroneo es una buena noticia, que si dan muchas vueltas para hacer pis es una mala, que algunxs hacen un chasquidito con la lengua al cazar y que tienen ‘horas locas’ en las que corren como poseídxs por la casa. 

Aprendí también que son medio pa’dentro, que se ponen de mal humor fácil, que demuestran poco en gestos escasos, que disfrutan de echarse al sol y del queso. En fin, que tenemos varias cosas en común ellxs y yo.

Mi gato es fotogénico, sale siempre hermoso y suave, con sus gestos reflexivos de persona, con sus detalles simpáticos como una pata de cada color que parece que tuviera una media puesta y la otra no o que no sabe combinarlas. Por eso sus miles de fans no pueden creer, cuando llegan a conocerlo personalmente, que sea así de displicente o, para decirlo más claro, de mala onda. Porque el tipo no se acerca a nadie que llega a verme, casi ni se deja tocar, se aleja arisco con la cola para arriba, desconoce toda noción de espacio personal salvo el propio, trepa mesas y mesadas impunemente, araña muebles como si no le estuvieran gritando que deje de hacerlo, si amerita roba comida del plato en un descuido y maúlla un montón, como diciendo ‘aquí estoy yo’.

Lo que no sale en las fotos ni en los videos que le hago, esos en los que bosteza haciendo caras muy graciosas, es lo bien que va conmigo. 

Apareció hace años, en forma de una bola de pelos de 800 gramos, oportunísimo y necesario, a ocuparme la cabeza que yo tenía en cualquier parte y desde entonces hace lo que quiere, pero siempre cerca mío. Los demás no importan. Si intuye, felinamente, que es gente de no fiarse, se encabrona y tira arañazos, así me advierte y me cuida de lo que pueda hacerme mal. Conoce el buen amor y su reverso, y tiene la sangre peladora de los tigres y los leones.

A veces no quiere tanto mimo pero se acerca para rozarme apenas los pies cuando duermo. A veces, en mis resfríos, cuando respiro con silbidos, o en mis espasmos, cuando lloro mucho y fuerte, viene corriendo y me busca la cara, me olfatea, me roza con los bigotes hasta que comprueba que no me pasa nada, y entonces se baja de la cama y se queda acostado en la alfombra, cerca, como por las dudas. Es un enfermero que te da tu espacio, aun cuando los ocupe todos él porque todo en mi casa es suyo y lo sabe. Este pequeño departamento es todo lo que conoce y le alcanza. Habita todos los rincones al mismo tiempo, se deja trasladar por mí de un lado al otro de la casa con las patas de atrás colgando y medio dormido, sin poner resistencia. Es casero y ruidoso como yo: yo pongo la música, él, los maullidos y se pasa el domingo como si fuera cualquier día. 

Canción, mi gato, tiene sus cajas y sus juguetes, su cucha, sus rutinas de mañana, y ninguna sorpresa. Soy lo que se llevaría a una isla desierta, toda su manada, su interlocutora única y absoluta. Le debo un videoclip donde aparezca y algunas latitas de atún.

Mi gato, además de fotogénico y suave, es un buen tipo.