Los besos mortales
Este mes se celebra el día internacional del beso. Se supone que un día de abril, en una especie de concurso, una pareja de Tailandia se dio el beso más largo de la historia o del mundo: 58 largas y babosas horas. Es decir, la celebración del beso se basa en el beso menos beso de todos, uno artificial, competitivo, frígido, apagado y un poco asqueroso. Es apenas una boca sobre la otra esperando a que todas las demás se den por vencidas.
Una pensaría que el día de los besos homenajearía, cuanto menos, al mejor beso de la historia del cine, votado por unanimidad en algún foro de críticos y amantes del séptimo arte. Quizá sería alguno de todos esos besos que rememora, en una suerte de bombardeo de bocas en blanco y negro, Cinema Paradiso mientras el tipo se hunde en un asiento de cine casi destruido. O, en la misma película, y de mis favoritos: el que le da al joven protagonista bajo la lluvia una novia que vuelve a buscarlo en medio de una proyección de La Odisea (al que ya me referí antes por aquí). O el beso haciendo equilibrio en la punta del Titanic, o el del Hombre Araña bocabajo, o el beso más-que-beso- lamida de Gatúbela a su archienemigo en Batman Regresa. Incluso si hubiese tenido que ver con la película Mi primer beso (que, paradójicamente, tuvo una secuela, Mi primer beso 2), habría tenido más sentido.
Los besos mortales no aparecen en las grandes pantallas como para ser memorables ni duran tantas horas como para ganar un premio y tener su propio día. Los besos mortales son muchas veces imperfectos y breves. No suelen estar coreografiados, sobre todo cuando son los primeros con alguien o cuando vienen de un largo deseo postergado. Muchas veces no los ve nadie, porque lxs únicxs ahí son lxs dos que se besan y tienen los ojos cerrados.
Estos besos nuestros de bajo presupuesto, de clase C, son a menudo torpes y se dan en un mal momento. Son los besos que ya han olvidado las antiguas novias, los del asiento de atrás de un auto, los que se inventan en zaguanes y en cines, los que interrumpieron la canción que te cantaba, los de la boca seca y las manos húmedas. Los mortales besos de nuestras bocas no tienen poesía pero han resucitado a más de un muerto, no son lo que esperaban quienes se criaron a telenovelas pero son lo que hay y nadie se queja tanto como para no querer repetirlos. No se roban porque entienden que no son siempre bienvenidos, que son mejores si se anuncian apenas, si unos segundos antes algo en el aire avisa que están por llegar.
Nuestros primeros besos tienen gusto a chicle tutti frutti y los últimos saben a algo salado, quizá porque los hemos llorado. Los besos que componen nuestros greatest hits son aquellos que más esperamos, los más imaginados de noche antes de dormir, casi febriles, igual de demorados que de urgentes. Los recordaremos siempre aun cuando la otra parte, la otra boca necesaria, rápido los olvide por mediocres o porque le sigan otros besos a todas luces mejores, que nos superen en performance, timing y paisajes de fondo.
El mejor beso sigue siendo el que todavía no hemos dado, tan contundente que hará explotar las luces del alumbrado público; tan perfecto que dará envidia a los actores del cine y las novelas que nos hicieron creer en sus besos artificiales pero bordados; tan sucio y tan enamorado que romperá todos los esquemas del amor y el deseo. Ese beso nuestro inspirará canciones y quedará escrito en las paredes hasta después de que nuestras bocas y, con ellas nosotrxs, igual de mortales que el beso, hayamos caducado.
Los besos mortales, sin días para ellos, son la mayoría y son de los nuestros. Quería nombrarlos para que quedasen en algún lado ya que no suelen ser ni recuerdo, y decir que por uno de esos me hice valiente de golpe y por otro me hundí, y estuvo bien aunque estuviera mal yo, el beso y sus consecuencias. Quería nombrarlos por lo que queda aún por besar, porque son populares y andan descalzos, por el andamio que le ponen a mi ineptitud y por quienes, gentilmente, me los han enseñado.