El Ñuñorco no se vende
Por Lourdes Albornoz
Les voy a contar esta historia como me la contaron a mí y como la viví desde que tengo memoria.
Más que historia, una leyenda familiar, que mi abuelita contaba sacando papeles amarillentos de un cajón. Ella no sabía lo que esas letras decían, pero sabía que eran papeles importantes que había que guardar bajo siete llaves.
Anacleto Sosa fue (según cuentan) un soldado del Ejército del Norte cuando estaba bajo el mando de Belgrano. Tras una de las victorias, el gobierno de Tucumán le cedió la mitad del cerro Ñuñorco como reconocimiento por su heroísmo, con los indios que vivían allí adentro (esta costumbre de que los señores se adueñen de tierras y de habitantes es bastante creíble, porque se sostiene aún hasta el día de hoy en varios lugares del interior de nuestra provincia).
Don Anacleto quedó viudo antes de tiempo y sin hijos, en su hacienda. Así es como se juntó con Juana Guanco, una india que le servía. Murió el señor de la casa y quedó la moza, la india, a cargo de todos sus bienes. Como si la raza se cobrara la revancha de quien regala cosas que no le pertenecen.
El destino de su descendencia es bastante complejo. Los que quedaron, los que vivieron ahí, sufrieron el devenir de la historia en carne propia. El trabajo duro en la tierra para sobrevivir. El conchabo. La explotación en los ingenios. La miseria cuando se cerraron o cuando los corrieron. El nacer pobres y morir pobres. Pero imagino cómo la leyenda de las tierras de la abuela, de la chozna, que alguna vez sería posible reclamar, avivaba una llama de esperanza para quienes no conocen más mañana que el trabajo. El tesoro, la reliquia familiar, era más ese cuento y esos papeles que la posibilidad concreta de salir de pobres, dejar de ser nadies, poder llegar a leerlos, a entenderlos alguna vez. Y el orgullo de sentir que algún día el Estado les reconocería su derecho a vivir en esta tierra y de ella como lo venían haciendo.
A algunos les tocó el exilio. Viajar a las grandes ciudades en busca de oportunidad, donde solamente encontraron desprecio. Viendo maridos, hermanos e hijos morir allí, en la calle, a manos de desconocidos, víctimas de la violencia. Sin rumbo, sin sentido.
Otros se quedaron y perdieron a sus maridos e hijos por la cirrosis. El vino fue el consuelo que encontraron a tanta injusticia en su valle, sin más libertad que la de hacerse daño. También están quienes enterraron a sus bebés, llevados por la falta de comida, por la desnutrición.
Y quedaron los viejos, mis tatarabuelos, muriéndose de viejos y de soledad.
En las huellas de los rostros y las manos de los que quedan se nota tanto trajín, que también se hereda y se marca en el cuerpo ya desde que nacemos.
Los que recibieron esta historia y se reconocen herederos de doña Juana Guanco hoy son muchos, multiplicados por todo el valle. Los que soñaron con la leyenda y vieron una esperanza. Algunos se resignaron. Otros siguieron luchando con sus propias armas. Muchos intentos frustrados de finalizar los papeles que exigen las autoridades, de seguir los trámites con abogados. Estafados miles de veces por los “léidos”, por los que sí entendían esos papeles amarillentos escondidos en el fondo de un baúl.
Y unos cuantos, que se piensan los más “pícaros”, vieron una oportunidad de negocios y tuvieron la plata para hacerlo. Y se animaron a más, afirmando que 14.000 hectáreas les pertenecen, incluida una Reserva Natural Protegida. Vendieron la historia, la leyenda, la reliquia, para matar su hambre. Muchos capitales hoy están peleando por todo lo que ese cerro esconde. No ven que su verdadera riqueza es que siga existiendo como es. Ellos cruzan el bosque y sólo ven leña.
Es así cómo se vende un cerro. Con intereses poderosos, complicidad política, dominación económica y conocimiento jurídico. En solo cinco días pasan por encima de la historia, de la memoria, de la Ley de Reservas Protegidas, de los que viven allí sin ser advertidos. Solo con una página web y una billetera así de grande.
Pero muchos de nosotros seguimos firmes defendiendo ese cerro y todo lo que representa. Su increíble biodiversidad, la riqueza de sus suelos, su gran variedad de funciones en el equilibrio del ecosistema. Y también lo simbólico. Porque el Ñuñorco tiene vida. Cuando uno lo camina siente que la tierra es su madre y la de muchos que caminaron por ahí antes que nosotros. Uno siente que es fuerte para pasar el frío y la lluvia porque la tierra lo cobija. Siente a los muertos que le acompañan, que le guían. Escucha el tomtom de las cajas que lo llenaron de vida en algún momento. Y el oro del mundo no vale tanto. El dinero no se come, no llena nuestras vidas, no nos da identidad ni pertenencia, no nos perdona, no nos cobija. Nuestra Tierra sí. Y nuestros antepasados también.
Lourdes Albornoz es estudiante de la carrera de Trabajo Social en la Facultad de Filosofía y Letras. Se encuentra comprometida con la causa "Salvemos el cerro Ñuñorco", de la cual se puede saber más en Facebook.
Fotografías de Lourdes Albornoz