La Palta

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Así ha salvado su vida el chico que trae el correo

Fotografía de Elena Nicolay

Entonces, viendo que nadie podía, él pudo. 

Cierto es que recibió varias indicaciones: la cancha de Atlético queda en este barrio, el colectivo que mejor te deja es tal, al llegar tenés que preguntar por esta persona. Pero Marcos Salcedo nunca había ido a un estadio, nunca había andado por cuenta propia en el transporte público, apenas conversaba con sus conocidos. 

¿Por qué esa vez, ese día frío y lluvioso, sí se animó? Bueno, por muchas cosas. Primero, porque quienes lo esperaban en la cancha eran nada menos que Los Pumas que, en ocasión de los festejos por el Bicentenario de la Declaración de la Independencia, habían organizado una serie de partidos contra Francia en nuestra provincia. La Selección Argentina de Rugby conocía a EsSer: sabía que es una empresa que aglutina a personas en distintas situaciones de vulnerabilidad, con dificultades para acceder a un trabajo formal, y se había propuesto ayudarlos. 

Los rugbiers habían oficiado una cena solidaria y ese día, minutos antes del juego, entregaban cheques a las instituciones beneficiarias. Y esa fue la segunda causa por la que Marcos se animó: en un relevamiento veloz que habían hecho entre sus compañeros, descubrieron que justo a esa hora todos estaban ocupados y, por lo tanto, se quedarían sin representantes en el evento. A Marcos le pareció impensable dejar pasar la oportunidad y él, que hasta entonces nunca había salido de su casa sin acompañantes, se ofreció: “voy yo”. Envuelto en el bullicio de la multitud de las plateas, Marcos caminó hasta el palco donde estaban los anfitriones, y recibió el cheque simbólico, “como esos gigantes que se ven en la tele”. 

Pero, sobre todo, Marcos se animó porque su vida y su actitud cambiaron de modo radical desde que trabaja en EsSer. Ya no es el chico introvertido, que sólo habla para sí. Ya no es el chico que se duerme en las reuniones. Ya no depende de otros para salir a la calle, para interactuar, para consentir sus anhelos.

Desde que trabaja, Marcos es fundamentalmente un chico que se anima. 

***

Ahora Marcos está sentado en el escritorio que domina las oficinas de EsSer, de frente a la puerta de entrada, y larga una risotada cuando se recuerda a sí mismo en el colectivo de vuelta, sosteniendo como mejor podía un cartón tan alto y tan ancho como él. “Por ahí debe estar ese cheque todavía”, dice José Niveiro, quien completa la ronda de mates junto con Natalia Sequeira.

Niveiro es un archivo andante de la historia de la empresa, que de todos modos no es tan larga. EsSer (Empresa Social de Servicios) nace formalmente en 2015 como proyecto del área de Responsabilidad Social de Gasnor —empresa encargada de la distribución de gas natural en la provincia, de la cual Niveiro es coordinador—, aunque sus antecedentes aparecen un año antes y se centran casi con exclusividad en un nombre: Ezequiel Saracho. “En 2014, Gasnor tomó a personas con discapacidades severas. Terminó siendo una experiencia extraordinariamente buena, pero en un primer momento estábamos cargados de prejuicios —admite—. Cuando a mí me trajeron el currículum de Ezequiel, que padece esquizofrenia, fui el primero en decir ‘ni loco’”. 

Afortunadamente, la iniciativa no se trabó en esas dos palabras. “El personal del Hospital Obarrio me habló acerca de la esquizofrenia y así rompió mis prejuicios. Pero cuando convencí a los gerentes, que al principio también habían dicho ‘ni locos’, surgió otro problema: nadie quería trabajar con Ezequiel. Con el tiempo, él demostró que no sólo se desempeñaba de forma brillante en sus funciones sino también que era muy sociable; llegaba todas las mañanas de buen humor, saludaba dando la mano, se interesaba por sus compañeros. De ser el más temido pasó a ser el más querido”. 

Funcionó tan bien la iniciativa que tanto Ezequiel como los chicos con los que había entrado a Gasnor lograron extender sus contratos de seis meses a dos años. “Pero llegó un punto en que no se podían estirar más los plazos y quedábamos frente a la realidad de que el grupo se quedaría sin trabajo. En algunos casos, como el del propio Ezequiel, eran personas que vivían en situaciones de extrema precariedad, por lo cual dejarlos sin empleo era mandarlos de vuelta no sólo la pobreza sino también a la enfermedad, porque sus condiciones socioeconómicas anteriores no les permitían afrontar ciertos tratamientos o remedios”.

Fotografía de Elena Nicolay

Entonces comenzaron a pensar. Pensaron en la importancia del trabajo como valor terapéutico. Pensaron en que lo más conveniente era erigir un proyecto independiente de Gasnor y encuadrado en la economía social, teniendo en cuenta que difícilmente las empresas tradicionales tomaran a un trabajador con discapacidad. Pensaron en la gran distancia que existe entre las firmas que piden que sus empleados sean universitarios, manejen idiomas y tengan experiencia, y algunas personas que apenas saben redactar un currículum. Pensaron que lo más conveniente era formar un colectivo que diera a sus integrantes autonomía del favor o el capricho ajeno. 

Hijo de todas esas reflexiones nació EsSer, cuyos socios reparten a domicilio boletas del gas y de la municipalidad de San Miguel de Tucumán. 

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Es una de las primeras casas del recorrido de hoy. Sebastián Monsalve toca el timbre. Hay una pausa larga hasta que la puerta se abre y de adentro asoman una mujer con gorro y pantuflas, y un caniche negro con chaleco rojo. El perro corre hasta el portón de entrada; la mujer se para en seco ni bien ve que Sebastián carga con unos papeles impresos. “Nosotros no debemos nada”, se ataja.

Toca explicar entonces lo que toca explicar casi siempre: que esto es sólo un servicio de correo, que para más averiguaciones debe dirigirse a la dirección que indica la boleta, que por el momento sólo es necesaria una firma. Hay tantas maneras de reaccionar como personas que atienden, pero el personal de EsSer ha aprendido rápido a lidiar con los altibajos del rol de cartero. “Uno se va acostumbrando y también la gente en las casas. Algunos todavía desconfían, porque no somos el correo (oficial) y por la situación de inseguridad en que vivimos. Pero muchos otros nos dicen que el reparto mejoró, que antes ni siquiera les llegaban las boletas, y nos felicitan”. 

El orden y la paciencia dominan, de hecho, la forma de conducirse de Sebastián. La ruta asignada es la calle España, desde el 600 hasta el 1300 incluido. El cálculo da apenas ocho cuadras, sí, pero lo cierto es que para esa trayectoria la caminata puede superar las cuatro horas. No sólo porque la municipalidad exige una firma por cada notificación entregada, y eso implica que el papel no se puede tirar simplemente bajo la puerta, sino también porque Sebastián es meticuloso: si nadie contesta o si la numeración que indican los papeles no se condice con la del domicilio, consulta a los vecinos hasta averiguar qué pasó con la familia destinataria. Y, por lo menos en esta oportunidad, las casas vacías o abandonadas son mayoría.

“¡Me están tocando muchas direcciones en las que no me va a atender nadie!”, resuella Monsalve cuando advierte que de la próxima puerta en la lista pende un grueso candado. La telaraña que cubre al picaporte es ya indicador suficiente de que no habrá eco, pero de todos modos hace la prueba. No es sólo sentido de la responsabilidad: es que por primera vez en sus 38 años Sebastián encontró un empleo que lo trata bien. Y él quiere corresponderle. 

“Todos mis trabajos anteriores fueron malos, temporarios; a veces no me llamaban por semanas completas. Pasé por fábricas de productos alimenticios, empaques de limones; fui ayudante de albañil, de electricista… En una fraccionadora de aceitunas nos exigían trabajar entre 12 y 14 horas diarias, tanto que algunos compañeros directamente se quedaban a dormir allí. Esto último no llegó a ocurrirme, pero siempre mi situación fue precaria”.

Hace dos años, el tiempo que lleva trabajando en EsSer, Monsalve conoció por fin cómo era tener tiempo para su familia. Cómo era volver a casa para los almuerzos. Cómo era, incluso, planificar el tiempo libre. “No sólo estoy ganando mejor, sino que trabajo las horas que corresponden legalmente. Si hay muchísimo para hacer, los tiempos se extienden, pero no pasa siempre. Por eso yo valoro mucho esta empresa; creo que nos cambió la vida a todos”. 

Sebastián supo de EsSer a través de Niveiro, quien lo invitó a incorporarse cuando el proyecto se estaba independizando de Gasnor y discutiendo sus propios cimientos. Su primera responsabilidad fue acompañar en los recorridos a Marcos, que en ese entonces no podía salir solo: en las calles, el dúo aprendió a diferenciar las cuadras pares de las impares, a hacerse sus propios mapas de los barrios y las localidades, y hasta a relevar medidores de gas. Pero, sobre todo, en las calles pasaron de compañeros de trabajo a amigos. “Nuestra relación fue buena desde un primer momento. La parte laboral nos costó un poco, después nos amoldamos. Yo veo que a mis compañeros les sirve mucho. Antes Marcos se dormía en las reuniones, tal vez por la medicación, pero ahora está mucho más activo: participa de los encuentros y toma taxis por su cuenta para buscar las cajas con recibos. Estar ocupado lo salvó”.

Monsalve detiene su relato y su recorrido frente a otro terreno deshabitado. En la dirección que marcan sus papeles sólo hay un lote austeramente rodeado de una chapa en la que han grafiteado “Caro te amo”. El hombre aprovecha la pausa para contar que aún le falta completar un año de estudios para obtener el título secundario y que, ahora que tiene tiempo, le gustaría hacerlo de modo acelerado y, más adelante, cumplir el viejo anhelo de inscribirse en Profesorado de Historia. 

Tímidamente admitirá otros sueños a lo largo del camino y, aunque no llegue a decirlo así de textual, resulta evidente que estar ocupado lo salvó a él también. 

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El par que formaban Marcos y Sebastián en los repartos se deshizo no sólo porque cada uno fue ganando autonomía en sus quehaceres sino también porque el caudal de boletas aumentó y fue necesario que uno de ellos se quedara en la oficina para hacer una minuciosa división. Marcos es quien ordena las notificaciones por zonas y calles, y según un orden ascendente de la numeración domiciliaria.

Lo supervisa en esta tarea Natalia Sequeira, a cargo de las cuestiones administrativas de EsSer. Ambos integran la empresa desde sus comienzos y dan cuenta de cómo despejaron los miedos y dudas de entonces. “En las primeras reuniones yo no creía que esta propuesta se hiciera realidad —reconoce Natalia, de 35 años—. Pero José (Niveiro) me insistió para que siguiera asistiendo y así me fui empapando de los detalles”.

¿De qué se hablaba en esos encuentros iniciales? “Hoy me da vergüenza decirlo —Niveiro descubre una media sonrisa—, pero la primera idea fue armar una cooperativa para personas con discapacidad. Se convocó a los chicos cuyos contratos estaban a punto de cumplirse y, además, el gerente de Gasnor pidió que se incluyera a hijos de empleados que estuvieran en esa situación; así entraron Marcos y Natalia. En el proceso, sin embargo, entendimos que la empresa debía ser todavía más inclusiva y recibir a todos aquellos que tuvieran dificultades para acceder a puestos laborales; si no, seguíamos discriminando. Así ingresaron integrantes del colectivo trans, víctimas de violencia de género y de trata, madres y padres solteros, entre otros. Incorporamos a gente con diferentes dificultades para conseguir trabajo teniendo en cuenta que para alguien de bajos recursos o sin educación entrar a una empresa es un escalón muy alto”.

Por entonces también se pautó que lo que distinguiría al emprendimiento no sería solamente su marco de economía social, sino también ciertas normas que regularían el modo de trabajar y de relacionarse de sus empleados. Una de las principales establece que los colaboradores de EsSer son, además, sus dueños; de hecho, al quedar registrados como propietarios de una empresa muchos han resignado sus pensiones estatales. “Nuestro contrato dispone que cada ingresante debe pasar por un período de evaluación de un año. Después de ese tiempo se considera su inserción como socio —explica Natalia—. Respecto del rubro, en este momento hacemos correo, pero la idea es que eso se amplíe. Los servicios que ofrezcamos surgirán de las necesidades de los clientes y de las facilidades de los chicos”.

Niveiro añade que la perspectiva de género es muy tenida en cuenta en la empresa. “Tenemos dos socios gerentes, un hombre y una mujer. Y quienes deciden los horarios de las reuniones son las mujeres con más hijos. Todo se establece de modo democrático y asambleario: la gente que reparte más facturas y tiene más responsabilidades laborales es la que gana más; mientras tanto, vamos ocupándonos de los que menos posibilidades tienen para asegurarnos de que alcancen al menos el salario mínimo. Antes, por ejemplo, Marcos compartía su sueldo con Sebastián, pero ahora lo estamos preparando para que salga solo”.  

Natalia vuelve a intervenir para aclarar que el contrato es preciso en cuanto a las maneras de asimilar las ganancias. “Nuestra idea no es enriquecernos: está estipulado que si llega a cierto punto (el equivalente a tres sueldos mínimos), el socio está obligado a incorporar a otra persona en la empresa. Ese es el objetivo: crecer como empresa, que aumente el trabajo y que cada uno alcance un estilo de vida digno”. 

Mientras la solidez económica se va concretando, los chicos de EsSer ya identifican para sí mismos avances en el campo social. “El cambio que más noto es que siempre fui muy tímida y ahora me vi en la obligación de soltarme”, sonríe Natalia. “Los cambios cualitativos son las más difíciles de medir, pero los más importantes: son transformaciones enormes —aporta Niveiro—. Ezequiel se casó y fue papá, compró un terreno y está haciendo una casita. Marcos se puso de novio…”. 

— Oh, ¡pero ya me he peleado!

Se ríen los tres, cómplices.

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Fotografía de Elena Nicolay

A Valeria Saavedra no le faltaron ideas ni en las peores épocas. Cuando no tenía mercadería para vender, cortaba limones de las plantas callejeras y los ofrecía casa por casa. O amasaba bollos y tortillas, y salía a la calle con una canasta llena. También probó con medias, con churros, con sánguches. Y todavía lo hace, aunque con EsSer la venta ambulante ha pasado de único sostén a actividad paliativa. 

Su caso, de hecho, es el que casi todos sus compañeros señalan a la hora de hablar de las transformaciones de la que es capaz un trabajo digno. Valeria llegó con algunas dudas a la empresa, ella misma lo admite, pero también dice: “siempre fui muy mandada, así que decidí intentarlo”. Dos años y cientos de boletas entregadas después, los miedos iniciales tienen una contraparte bastante concreta: la casa que, ladrillo por ladrillo, fue levantando la joven de 30 años, y en la que viven ella y sus seis hijos. “Hoy estoy económicamente tranquila, ya sé que aunque no venda mi pan tengo la platita para comprar comida”. 

No siempre fue así, pero poco habla Valeria de la vida antes de EsSer. Suelta, sí, que la idea de vender panes se le ocurrió durante su primer embarazo, cuando todavía vivía en la casa materna. Que el acuerdo al que llegó con uno de sus hermanos fue que ella amasaría y él saldría a ofrecerlos por el barrio. Y que —como también sucede ahora— la llegada del verano desmoronó el emprendimiento, porque los panes dejan de ser tentadores cuando hace calor. 

Hasta que la canasta mutó en mochila, los bollos en notificaciones y el barrio en un mapa individual de repartos. Una transformación a lo Cenicienta, pero al revés, porque desde entonces todo mejoró para Valeria y su familia. “¿En qué noto el progreso? Primero, en las paredes que estoy levantando. También en las cosas que antes faltaban y ya no: mercadería, ropa, calzado… antes me preocupaban mucho, no las tenía”. 

Tal vez porque hoy llueve, o tal vez porque sus modos ya estén marcados por la urgencia, el paso de Valeria es rápido y su entrega, expeditiva. Toca entregar boletas de gas por barrio Sur y, con llovizna y todo, la tarea le demanda menos de una mañana. “Al principio el trabajo me costaba muchísimo porque no encontraba las calles. Una vez repartí un barrio completo en otro lugar que nada que ver —se ríe—. Después de eso José me acompañó y me enseñó, y ahora esas zonas son mías, siempre hago las mismas”.

Según el caudal de papeles que se le confíen, la joven calculará si llega a su casa al mediodía para dar de comer y preparar a sus chicos para la escuela. Si no lo hace, sabe que lo harán dos de sus vecinas —Nora y Marta—, con las que ha logrado un vínculo que no tiene con su familia de sangre. “Mis hijos ayudan mucho. Me preparan un té y me lo sirven entre trabajo y trabajo: ‘comé, mamá, rapidito’. Eso me da fuerza para seguir todos los días”. 

También alimenta las ganas de Valeria la buena relación que entabló con sus compañeros. “Discutimos de las cosas de la empresa sin pelear, y eso me gusta porque yo siempre soy de discutir. Podemos decirnos algunas cosas, pero terminamos re amigos”.

El testimonio se interrumpe porque de una de las casas de Alberdi al 200 se escapa un caniche de nombre Simón y otro perro grande le muestra los dientes. La dueña de Simón grita, Simón esconde el rabo. Valeria lo atrapa y, en el mismo ademán, entrega perro y boleta. 

— ¡Hay que lidiar con cada cosa!

***

Así como en ocasiones salvan mascotas en apuros, a veces son ellos quienes encuentran protectores en el camino. Sobre todo, los días de calor: la mayoría de los carteros reconoce como perlas del trabajo los momentos en que ven salir a los vecinos con un vaso con agua o gaseosa fresca. Valeria tiene, incluso, una amiga que la guarece en los días de lluvia.

Pero, en realidad, cuando deben referirse a los aspectos más agradables de sus nuevas rutinas, los carteros de EsSer no mencionan esas gentilezas, sino que se señalan entre sí: las historias y los esfuerzos de cada uno funcionan como combustible para todos. “Vos te das cuenta de cómo se mezclan las cosas: las personas que más dificultades tienen para trabajar son las que más onda le ponen —relata Niveiro—. Pasa con Marcos, que aún le cuesta salir a la calle, pero no faltó a ninguna reunión, viene todos los días y, últimamente, propuso que nos hagamos regalitos para los días festivos, como los cumpleaños o el día del trabajador. Cuando él no está, no hay música”.  

Tan convencido está Niveiro del efecto terapéutico de la empresa que hasta parece ofenderse cuando se le consulta si EsSer trabaja con psicólogos. “Esto es un ambiente laboral, no un hospital de día ni un centro de contención. Cada uno podrá tener por aparte su psicólogo o su psiquiatra; acá se habla de trabajo”. Luego dirá también: “y el trabajo es el que cura”. 

En el gesto simple de colgarse una mochila llena de papeles y salir a la calle hay una batalla contra la vulnerabilidad que ya está ganada.