El Jockey: Luis Ortega contra la realidad
Por Pablo Jeger
La nueva película de Luis Ortega es la elegida para representar a Argentina en los premios Oscars y en los premios Goya (que son los Oscars de España). Quizás no gane nada y tampoco logre repetir el último éxito de taquilla de Ortega, es una película suficientemente extraña. Pero la impresión que genera esa extrañeza puede perdurar mucho más que los 96 minutos del largometraje.
Repasemos: Luis Ortega tiene 44 años y, como lo indica su apellido, es hijo de Palito Ortega, el cantante y actor luleño, y gobernador de la provincia de Tucumán entre 1991 y 1995, y de Evangelina Salazar, actriz de larga trayectoria en el cine nacional. El clan Ortega ya ha entregado a este país un cantante (Emanuel), una actriz (Julieta), un productor televisivo (Sebastián) y otra cantante (Rosario). Debido a este árbol genealógico, es esperable que el director haya cargado alguna vez el rótulo injusto de lo que ahora se conoce como “nepobaby” (o sea, alguien que debe su éxito o su fama a ser hijo de). Si así lo fue, ese rótulo pasó al olvido en 2018 cuando, después de algunos largometrajes más chicos, presentó El Ángel. La película, basada en la vida del asesino serial Carlos Robledo Puch, fue un éxito en la cartelera local y recibió excelentes críticas. Y, sobre todo, vino a servir al público argentino un poco de la violencia cool que ya habíamos probado con Relatos Salvajes.
¿Qué implicaría la violencia cool en el cine?
Quizás podría resumirse en la siguiente regla: una historia puede ser violenta e incluso trágica, pero aun así puede ser presentada de manera ocurrente, irónica, graciosa o divertida, puede tener diálogos ligeros y una banda sonora pop. Desde luego que el máximo referente y defensor de esta violencia cool es Quentin Tarantino, pero no es el único, ni toda película que caiga en este concepto debe parecerse necesariamente al cine de Tarantino. Algo de esa comedia ocurrente e irónica estaba presente, por ejemplo, en la escena final de El Ángel, cuando Toto Ferro bailaba “El Extraño de Pelo Largo” encerrado en una casa mientras cincuenta gendarmes lo esperaban afuera.
Por supuesto que El Ángel tenía un grillete suficientemente pesado: estaba basada en una historia real. Ya renegué sobre las biopics este año, pero en cualquier caso vale decir que una biopic tiene algunos efectos colaterales. Por un lado, como el caso de Robledo Punch era conocido en la historia criminal argentina, era esperable que El Ángel sea sometido a un insoportable conteo de costillas por parte de ese sector del público que no puede ver una película sin estar atento a su fidelidad (es decir, a que se cuente todo lo que realmente pasó y nada de lo que no pasó). Así, en 2018 se señaló que el guion omitía los femicidios cometidos por Robledo Puch, como si el director pudiera indirectamente limpiar la imagen de un tipo que está en cana hace 50 años. Pero, más allá del público, es esperable y lógico que el guion de una biopic esté limitado por la realidad. Ahora, Ortega parece haber escrito El Jockey para alejarse de la realidad.
¿De qué se trata El Jockey?
Bueno, hay un jinete en el hipódromo de Palermo que se llama Remo Manfredini y es interpretado por Nahuel Pérez Biscayart. Este jockey tiene una pareja que se llama Abril (interpretada por Úrsula Corberó) que también es jockey, y que está embarazada de él. Además, ambos jockeys tienen un jefe mafioso bastante excéntrico, de apellido Sirena (Daniel Gimenez Cacho) que siempre está cargando un bebé que no es suyo, y este jefe tiene tres secuaces (Osmar Núnez, Roberto Carnaghi y Daniel Fanego en su último papel). Manfredini es sumamente talentoso y exitoso, pero su vida está plagada de excesos, así que su carrera se vuelve una preocupación para su jefe mafioso y para todo su entorno. Esta premisa domina los primeros 30 minutos de la película, que son relatados bajo una estética muy cool: Pérez Biscayart consume drogas para caballos, baila un tema de Virus con Corberó, exhala el humo de un habano en un vaso de whisky, casi no se saca sus gafas y en general parece moverse en cámara lenta, como si estuviera dentro de un videoclip de Babasónicos. La película podría haberse mantenido hasta el final en esa estética, enredándose en su propia violencia y resolviéndose con un baño de sangre espectacular. Y hubiera sido una película muy divertida.
Pero Ortega fue mucho más valiente que eso. A la media hora, un accidente quiebra la trama de El Jockey, y lo que sigue es interesante: tanto el protagonista como el espectador quedan a la deriva. No es que entremos completamente en un plano onírico, pero los elementos de realismo mágico, los simbolismos y los acontecimientos mismos parecen decir que la realidad simplemente se evaporó. Y en ese terreno, Ortega genera un clima sumamente inquietante, como lo hizo más de una vez David Lynch. Hay violencia, hay humor, hay melodrama. Hay gente caminando por las paredes, bebés que cambian de color y un pájaro en el subte. Hay una escena con Roly Serrano y Adriana Aguirre en la ruta de noche que es excelente. Y hay un hermoso cierre musical con una canción de Nino Bravo que es tan ambigua como el final de la película misma.
Como sucede muchas veces con David Lynch, el espectador puede tentarse ante un juego que consiste en repasar las escenas, los diálogos y los simbolismos para intentar armar un rompecabezas que no forme ninguna imagen. Por ejemplo: un cowboy misterioso, que tiene el mismo aspecto que el Malevo Ferreyra (posiblemente un recuerdo de la niñez de Ortega en Tucumán), aparece y dice ser enviado por Dios. Puede ser un ángel o la muerte o el mismo Malevo Ferreyra pero, cuando le preguntan, ni siquiera él puede responder quién es. Lo que queda al final es que no existe la realidad, sino las interpretaciones. Igual que en la carrera con el Malevo, El Jockey se escapa de la realidad y le saca la lengua en un gesto de burla.