Cuando el talento no basta

Mientras la prensa se regodea con el Club 27 y la policía inglesa intenta saber si pasó lo que todos suponen que pasó, la muerte de Amy Winehouse volvió a trazar el delgado límite entre la gloria y la caída. La historia, por repetida, no deja de asombrar. El final, por previsible, no deja de doler. Una artista bendecida por un don fuera de serie, rodeada de demonios más fuertes que su voluntad. En un mundo de artistas prefabricadas, con voces uniformadas por el autotune, Amy se distinguió por tener un talento real. Buscó diferenciarse, escribió sus propias letras, se animó a desnudar su dolor en cada nota. Era, gustase o no, ella misma.

Como tantos otros, se fue demasiado pronto, pero dejó un legado musical que perdurará por mérito propio, aunque agigantado por la leyenda. Ella llegó a contarle al mundo qué pasaba por su cabeza. Al menos eso.

Cientos, miles de chicos hoy tienen los mismos fantasmas. Pero sin la fama o el talento, pocas historias trascienden. Las que llegan a conocerse se confunden o mimetizan entre sí. Hay finales sin cobertura periodística igualmente dolorosos en todas las clases sociales. El infierno no discrimina.

Que esta muerte sirva, al menos, para llamar la atención. Para volver a mirar al otro y reconocer las señales que, aunque obvias, a veces se prefiere ignorar. Para poder extender la mano antes de que sea demasiado tarde.

El dicho sostiene: "muere joven y deja un cadáver hermoso". Pero no dice quién se hace cargo de los sueños sin realizar.