De cabeza al piletón: teatro popular en Tucumán

Fotografía cortesía de Adrián Barón

A veces, las peores épocas sacan lo mejor de la gente. De las grietas de lo viejo, de los escombros, empieza a asomar un tallito, como queriendo recordar que todavía hay algo vivo intentando salir. El arte, en sus distintas manifestaciones, tiene el buen tino de no sólo persistir, sino, además, prosperar en tiempos de crisis.

La historia del teatro popular en Tucumán es una prueba de esto. Desde la década del 70, nuestra provincia ha sido testigo de una gran actividad en este rubro. Por entonces, el teatro popular estaba vinculado sobre todo a la militancia partidaria, y en particular a la Resistencia Peronista. La dictadura arrasó con todo, por lo que en los 80 el teatro de posdictadura intentó recuperar ese espacio público y de encuentro comunitario al que los gobiernos militares tanto temían y vedaban. Un importante movimiento de teatro callejero empezó a gestarse a nivel nacional, construyendo en el ámbito local espacios como La Sodería, gestando grupos como La Murguita de Pepino el 88, y organizando festivales como el Tinku, surgido en el 97 como espacio de resistencia al bussismo elegido en democracia. Por aquel entonces, grupos de adolescentes y jóvenes motivados por sus mayores, comenzaron a organizarse para sumarse de a poco a la movida del teatro comunitario, de fuerte raíz política.

Con el 2001 llegaron los tiempos de la crisis generalizada: los ajustes económicos, que se tradujeron a una falta de financiamiento y de recursos para proyectos culturales y, a la vez, el resurgimiento de las organizaciones sociales y del trabajo en los barrios, dos caras de la misma y caótica moneda. La experiencia de recuperación y transformación del antiguo piletón del Parque Avellaneda se inserta en este marco y es parte de la larga historia de teatro militante y popular pateando las veredas de Tucumán.

Zambullida colectiva

Fotografía de Adrián Barón

En el año 2000, el encuentro de teatro de Metán convocó a distintos grupos de teatro popular para debatir, conformar plenarios y organizarse en lo que sería un colectivo de grupos. “Éramos varios grupos intentábamos armar un proyecto de laburo común. En 2002, el grupo Al Descubierto, que era parte de ese colectivo, empezó a ensayar en el piletón y en diciembre, a un año de 2001, se decidió estrenar ahí”, cuenta Adrián Barón, dedicado al teatro popular y uno de los miembros del colectivo de grupos que se puso al hombro el trabajo en el piletón. “Decidimos tomarlo al lugar, que era un baño, literalmente, y laburarlo. Nos parecía es que podíamos convertir esa pileta abandonada en un espacio cultural, al aire libre, un espacio público”.

Pronto fue necesaria una organización más compleja que garantizara el buen funcionamiento del colectivo. Las decisiones se tomaban en reuniones periódicas, con carácter de asamblea, asignando diferentes tareas a cada grupo. Las funciones de teatro, que se hacían los sábados y domingos, estaban determinadas por un programa mensual en el que podían participar tanto grupos del colectivo como otros invitados (a veces de otras provincias). Más tarde se sumaron incluso artistas plásticos realizando intervenciones y algunos músicos. “Se hacía una gorra y del porcentaje se llevaban los grupos que laburaban y otro porcentaje quedaba en la organización y con eso comprábamos lavandina, insumos, una serie de cosas. A la gente la hacíamos partícipe de todo. ‘Miren, con la gorra hemos logrado comprar estas escobas… lavandina… reflectores, entonces ahora podemos hacer funciones de noche’. El acuerdo era pasarla para que el otro entendiera que vos estabas trabajando y que con la gorra estaban aportando a que el espacio siga funcionando. Había gente que iba todos los fines de semana con su familia, porque no lo podía pagar en otro lugar. Nosotros no condicionábamos el acceso en función de la disponibilidad o no del dinero”, afirma Adrián.

“Militar el piletón”, repite muchas veces mientras explica que tenían una fuerte identidad de grupo y una clara direccionalidad política reflejada tanto en el contenido de cada obra, como en la forma de mostrarlo y en la relación que se establecía con el público. Todo esto respondía a una manera de entender el teatro como un hecho comunitario.

Todos quieren meterse al piletón

Fotografía de Adrián Barón

Una vez limpio, cuidado y funcionando, el piletón comenzó a tener otro atractivo, y a llamar la atención de quienes jamás habían reparado en él.

“Pensábamos que podíamos generar tal impacto en ese lugar que era como imposible no darle bola. Hacíamos toda la movida de convocatoria en el parque, metíamos como 500 personas, y era como generar un hecho de una magnitud tal que podía ser noticia. Eso fue así: la prensa, que habitualmente no le da mucha bola a los grupos, ha sido muy receptiva con nosotros, nos hacían notas, y las radios también, les dieron un valor a los espacios. En general teníamos una buena receptividad”, dice Adrián. La prensa atrajo, a su vez, la atención de funcionarios municipales que ofrecían su apoyo y cierto financiamiento a cambio una bandera que los publicitara en el escenario. Más tarde, dejaron de ser ofrecimientos para convertirse en imposiciones: un día llegaron para hacer su función habitual y se encontraron con una estructura montada por el municipio, con luces y sonido. “El público creía que éramos nosotros y que teníamos todas esas cosas ahora, entonces lo que hicimos fue empezar a tocar la murga abajo del piletón, subir y coparles el escenario, y le explicamos a la gente. Transformamos ese hecho en asamblea para discutir ahí con el director de cultura e hicimos prometa delante del público una serie de cosas que pedíamos, nada para nosotros sino para el espacio, como iluminación, baños públicos. Al final no cumplió nada de lo prometido”, narra Barón y agrega, con cierta emoción: “Ahí pasó algo muy fuerte que fue que cuando nosotros nos fuimos mucha gente se empezó a ir con nosotros. Fue como impactante porque la gente nos decía ‘Si ustedes no están, yo no me voy a quedar’”.

Otros sectores poderosos, como la Iglesia, también experimentaron un repentino interés por el lugar. De un día para el otro, y sin previo aviso, instalaron en mitad del espacio utilizado como escenario, una estructura pensada para ser el altar de la Virgen de Guadalupe. La misma prensa que había difundido las actividades del piletón nunca publicó ninguna de las cartas que los chicos del colectivo enviaron sobre lo que les parecía una ‘imposición violenta’ por parte de este sector. La forma de dar batalla, fue entonces y una vez, la creatividad: “Lo que hicimos fue empezar a usar esa estructura de metal como parte de la escenografía, a subir y hacer acrobacias arriba, y contarle al público lo que nos pasaba”, dice Adrián.

Éstos y otros hechos similares fueron sumando complicaciones a las ya existentes, aquellas dificultades internas relativas a la organización de un gran número de personas, cada una con sus tiempos y sus responsabilidades más allá del piletón. “Se abrían muchos frentes y a esas peleas había que darlas desde una estructura fuerte, muy organizada. Nos empezamos a agotar mucho, porque realmente era mucho esfuerzo, no era el único espacio que nosotros militábamos y era muy adverso, el apoyo era muy condicionado, el único que nos apoyaba era el Instituto (Provincial de Teatro) pero era difícil.” explica Barón, quien se fue alejando para comenzar a trabajar más en los barrios, pues sentía que el trabajo en el piletón había cumplido ya su ciclo.

Paradójicamente, mientras el grupo se debilitaba, comenzó a aparecer el financiamiento y a sumarse gente que hasta entonces no había querido participar. Los antiguos miembros del colectivo, constructores de ese espacio “tenían que pedir permiso y trabajaban como empleados de otro para poder hacer una función”. Con cierta amargura en la voz, Adrián aclara que, aunque el espacio no era propiedad de nadie, éste había cobrado todo su valor a través del trabajo comprometido y militante de mucha gente. “Era como bastardear toda una construcción, tomar un discurso y transformarlo en un proyecto comercial: un laburo que había sido planteado desde un lugar de militancia, con una direccionalidad política y demás, ahora era mercantilizado.”

El camino allanado

Actualmente, aquel grupo primigenio que inaugurara y revalorizara el piletón como espacio cultural ya no existe. Excepto por algunos antiguos miembros, como los del grupo Semáforo en rojo, lo que queda de aquel proyecto es un espacio público más para el arte y un baño/basurero menos.

Queda también el aprendizaje, asegura Barón, de una experiencia que sienta precedente y, como tal, debe ser sistematizada: “Creo que lo que le falta a esa experiencia, lo mismo que a otras muy valiosas, es la sistematicidad: sentarse e historizar. Porque eso construye conocimiento, porque puede ser compartido con otros. Hay un montón de experiencias en Tucumán que quedan en el anecdotario porque no las escribimos”. No se trata sólo del reconocimiento y la valoración de quienes trabajaron tantos años por el piletón sino, además y sobre todo, de que los actores nuevos que vayan apareciendo puedan ‘’tener una mirada del proceso histórico en el que se insertan”, explica Adrián.

Para Barón es fundamental que quienes se sumen sepan apropiarse del espacio y aprovechar los recursos que, ahora sí, son más y más accesibles que cuando ellos empezaron. Ha pasado mucha agua bajo el puente pero el camino está allanado y algunas ideas parecen haberse quedado, dando vueltas y rebotando como el sonido, alrededor de ese piletón. El desafío será redoblar aquella apuesta por la autogestión, por un teatro militante y por la construcción espacios pensados para todos.