Nati, Nella y Ale: tres retratos para extrañarlas menos

Nella, la voz y los abrazos que no olvidamos

Escribe Javier Sadir

Ilustración: Agostina Rossini.

 Si se tuviera que definir a Marianella en una acción, sería un abrazo. De esos abrazos fuertes en el que las palabras sobran. Ella era de abrazar mucho, sobre todo cuando algo le importaba. Por eso se abrazaba a las causas, las hacía parte de su vida, las militaba. Porque si algo le sobraba a “la Nella” era la sensibilidad. Al punto de llorar frente a la injusticia. 

A la Nella no le gustaba hablar despacio. Tanto así que podrá pasar el tiempo, pero su voz seguirá intacta en el oido de todos los que la conocieron. Gritando por los derechos de los pueblos, por la impunidad de la policía, por la memoria, la verdad y la justicia. 

Supo ser la chica 10 hasta cuando quiso dejar de serlo. La que te discutía su postura, te decía el por qué y te dejaba una nota al pie. Incondicional para la catarsis. Con ella se podía discutir sobre la última de The Hunger Games hasta llegar a la teoría del orientalismo de Homi Bhabha, antes de terminar la cerveza. 

Pasional hasta para el amor de verano. Supo entonar zambas y alguna que otra canción de Pedro Aznar dedicada para alguien sin mayores compromisos. Y sí que conseguía atraer.  

Si había algo que le sobraba era precaución. Como cada vez que evitaba el puente de la Sarmiento por temor a que se le parara el auto, o cuando frenaba en cada esquina, estiraba el cuello y se cercioraba de que no viniera nadie. 

De esas era la Nella. De las que se fijan en los detalles y comen pollo con las manos. De las que te dicen “dale, dale, apurá” mientras te ceban unos mates. De las que te enseñan a pensar distinto y a caminar distinto.  

Sobre gustos era la más diversa. Le gustaba escribir para hacer periodismo y para crear relatos, le gustaba leer novelas de amor y ensayos de Galeano, le gustaba tocar la guitarra y cantar lindo, le gustaba bailar descalza y sonreir. Sin usar maquillaje ni bijouterie. Revoleando el vestido hasta el amanecer. 

A veces muy familiar, a veces muy reservada. Uno puede recordarla sentada en la compu acomodándose los anteojos. Menudita pero con carácter firme, moviendo los dedos aceleradamente en el teclado y charlando entre párrafo y párrafo. Sobre sus hermanos, sobre la Ramada de Abajo (donde descansó San Martín), sobre su vida pasada de abanderada escolar y ricitos de oro. Comentando sobre “los lugares comunes en los que cae uno cuando vive en una sociedad tan conservadora”. 

De la Nella también se puede recordar el humor. Le gustaba imitar y ponerse en personaje. Como la noche en la que se calzó el pañuelo y creó a Eva de Bonafide. O el día en el que se imaginó armando un escándalo en la obra social por las vueltas de la burocracia y repitiendo de memoria el número de matrícula de la cooperativa La Palta. Un número que sólo ella recordaba, sobre todo si se trataba de hacer quilombo.  

Es difícil describir en pocas líneas todo lo que Marianella generaba y el potencial que tenía. Es difícil también no sentir bronca al comprender que ya no está aquí. Poniendo el acento en condicional. Marcando el interrogante en la certeza y diciendo en voz alta y finita “30.000 compañeros detenidos y desaparecidos, ¡presentes!”. 

Esa era Marianella. La Triunfetti que caminaba rápido por los pasillos de Tribunales para hacer reportajes. La que se sentaba con su cuaderno en la primera fila de las audiencias a anotar las declaraciones. La que te estudiaba el expediente hasta encontrar la justicia. Y hoy toca caminar Tribunales para pedir justicia por ella. Toca hacer valer su memoria como ella lo hizo por Ismael Lucena, a quien le dejó incompleta una tesis. Toca buscar una sentencia que nunca podrá reparar la falta de Marianella en un mundo de tantas luchas.  


Nati: el combo más entrañable de rímel, pasión y porrón

Escribe Carolina Frangoulis.

Ilustración: Agostina Rossini.

 Hacer equipo con “La Negra” significaba estar en el mejor lugar donde uno pudiera y quisiera permanecer. Ahí uno se sentía invencible, protegido, eterno, irrebatible y siempre, siempre amado. 

Algunas cosas se debían incorporar a la vida cotidiana, una de ellas, entender con el mayor afecto posible (emoticón de ojos sorpresa) su amor por ir al cajero automático día de por medio. Por supuesto que todavía sigo sin poder interpretar ese deleite por hacer fila para sacar plata o ver el saldo o tomar un poco de aire en un sucucho de 2 x 2. La segunda, y no menos importante, desde el día en el que uno empezaba a caminar a su lado misteriosamente todo quedaría “a la vuelta del IPV” (donde ella trabajaba).  

Apurada y llena de colores pasaba por El Griego y desde la puerta gritaba: “¡voy al cajero y vuelvo por el cafecito de media mañana!”. Cada café era un encuentro que se ocupaba de resolver el mundo propio y ajeno, el azúcar dejaba las risas y las servilletas se ocupaban de secar alguna que otra lágrima, abrazón fuerte y a seguir la jornada.  

Las mañanas arrancaban como despertador: “Nataliaaaaa, son las 7.30, te dormiste de nuevo!”. Mientras la escena se repetía casi siempre de la misma manera, Lau y Santi ya estaban con delantal puesto para ir a la escuela. El sueño y el hambre la ponían de mal humor, así que era mejor quedarse con la jugosa anécdota en la boca mirando al techo que sugerir cinco minutos más de su atención. Se pintaba en el taxi porque de ninguna manera salía a la calle sin su el rímel puesto, decía que aquello o no ponerse aros era casi igual que salir desnuda.  

Los miércoles a la carta con los chicos, los jueves de porrón abierto y los viernes de “almuerzo en familia” eran las juntadas más esperadas. El Sonora de la noche sumaba a todos los que quisieran compartir con nosotras el agudo de la Nati después del segundo vaso y si había karaoke había que estar preparado para aplaudir sus interpretaciones poco logradas, porque, digamos todo, no cantaba bien, aunque lo intentaba. Los viernes la cosa se ponía más seria y se elaboraban altas teorías conspirativas donde “el pasame la sal” y “la pata de mono” eran un debate permanente. 

Incansable luchadora por la Memoria, la Verdad y la Justicia.

Nati con “I” latina y Ariñez con “Ñ”.

La Negra.

Natalia era cientos de mujeres en una sola, mamá, hermana, hija, amiga, compañera, mujer, sobrina, tía, amante, militante, arquitecta (y sus falsas profesiones como peluquera, abogada y periodista)… todas ellas la hacían imprescindible.  

Su ausencia es una certeza que duele todos los días, un cotidiano que confirma lo irreal e incomprensible. No hay porrón al hielo en el que no la extrañe y secretamente ya casi nada queda a la vuelta del IPV. Extraño su literalidad en rebeldía con mis metáforas, su humor negro jugando con mi fino humor inglés, su impuntualidad con mi cronómetro, sus guisos de lentejas y la pimienta de jamaica, su obsecuencia, su ternura, su pasión, sus abrazos que todo los abarcaban, su coherencia y sobre todo extraño su mirada, porque, como escribió alguien por ahí: “cuando la Nati te miraba, te miraba”. 

Imprescindible siempre.



Alejandra, cada día una causa para apoyar

Escribe María Julia Albarracín

Ilustración: Agostina Rossini.

Alejandra tenía  27 años como Nella, 40 como Nati, y las chicas tenían la edad de Alejandra, 58, muchos años más de los que imaginé, porque era difícil ver en ella una distancia generacional, creo que mantuvo hasta el final la edad del hacer. Por eso ese día estaba ahí.

La conocí antes de saber su nombre o algo de su vida: ella andaba siempre por ahí, rondando las marchas, las actividades militantes, los eventos artísticos y culturales. Su cara me es conocida: eso es lo que después de ese 17 de diciembre escuché de muchas personas. 

Alejandra visitaba la oficina del gremio donde trabajo, era docente, solo por eso para mí era muy importante. Nunca le dije que la quería, pero cada día que la fui conociendo la abrazaba más fuerte al saludarla y nos alegraba mucho vernos. 

Ocupada por la educación, siempre se sentaba un largo rato a preguntar algunas cosas, pero más bien a reflexionar sobre su tarea. Pensaba en términos críticos,  pensaba su trabajo en una profunda relación con los cambios sociales, pensaba su escuela y amaba, amaba a sus alumnes. Dudaba y me obligaba a pensar los problemas de educación fuera de la oficina. Era insistente en ello, porque era genuino su interés. 

Finalmente después de muchos años de afiliación al sindicato -su ficha indica año 2007- empezó a asistir orgánicamente. Enseguida su decisión la llevó a participar en el gremio de las actividades, tanto que llegó a acompañar a comitivas del sindicato a la CTERA (Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina) ese mismo año del choque.

Fui conociendo lo importante de su palabra, su libertad como mujer y, cada vez más comprensible para mí, el hecho de que a Alejandra la conocía mucha gente. Era porque cada día había un recorrido que hacer, un lugar adonde ir, una causa que apoyar.  

No fue una identificación lo que nos unió, fue la otredad. Eso que nos unía hoy sigue existiendo, aun así anhelo más recuerdos con ella. Pero son estos los que se repiten una y otra vez: nuestras largas charlas, nuestras coincidencias, sus preguntas, nuestro viaje a Santiago del Estero para ver a Álvaro García Linera que anunciaba que podíamos recorrer juntas, su escuela en Los Valles, nuestro vuelta de la Escuelita de Famaillá, esa canción de los Guayaberos.