Responsabilidad
/Por Julián Miana.
Encontró diez pesos en la calle el día que cerraron la panadería de papá. No sabía nada, justo estaba llegando del colegio o de algún lado. En el camino de vuelta había muchos negocios, se compró un chanchito de porcelana. Pensó que estaría bueno guardar de vez en cuando algún vuelto del colegio, alguna moneda, para quizá algún día tener plata en serio y llenarle la caja al viejo, sorprenderlo, decirle mirá papá eso lo hice yo, y que el viejo estalle en lágrimas. Esas cosas les encantan a los padres y a los hijos más cuando aquellos son viejos y estos adolescentes que se están formando para el mundo de afuera que siempre asusta muchísimo.
Se compró el chancho y diez cuadras después estaban en la casa. Era viernes, así que veía que el chancho no iba a recibir nada en el futuro cercano.
Llegó a la casa y dos o tres policías daban vuelta muy cerca. La mamá estaba adentro con cara de haber pasado varios días sin dormir aunque Martín sabía que no era así. La había visto dormir la noche anterior con curiosidad y mucho cariño. El papá estaba en su pieza. Martín sabía que lloraba, el papá siempre lloraba cuando se encerraba en la pieza.
No entendía nada Martín, hasta que la mamá le contó que la policía había cerrado la panadería del papá. ¿Por qué? Porque no les gustaba que el papá fuera amigo de Don Antonio, porque Don Antonio estaba metido en cosas raras, decía la mamá, mientras hacía un gesto con los dedos que hacía poco que Martín había descifrado. Se notaba la ironía. Cosas raras y la reputa madre, decía la mamá. Martín seguía sin entender la situación del todo; eran tiempos complicados, había que andar con cuidado, la policía estaba rara, la gente estaba rara, la mamá y el papá vivían sobresaltados. Que vení temprano, que llamá cuando estés en tu amigo, que esto, que no lo digas, que no le discutás a la profe, vení, hablá acá. El papá y la mamá eran profesores, pero no había trabajo, por eso habían puesto la panadería y ahora no la tenían más. Canas de mierda, pensaba Martín en ese nuevo término poco feliz, que los chicos más grandes del colegio usaban a menudo.
Se arrepintió por un momento de haber comprado el chancho. Los diez pesos le hubieran hecho mucha falta al papá ahora. Aunque después de reflexionar un rato pensó en que podría encontrar muchos billetes más, como encontró ese, guardarlos y ayudarlo al papá. Capaz podían poner otra panadería más grande, o capaz incluso, todo era un malentendido que pasaba pronto y el papá podía volver a abrir.
El papá bajó a cenar. Muchas horas metido en la pieza, habrían sido dos o tres. La mamá no le dijo nada, le sirvió la comida. Martín lo saludó. ¿Qué hacés viejo? Nunca como estás, cómo iba a estar el papá. El viejo lo saludó bien, no tenía por qué culparlo a Martín, él no le había hecho nada. Le dijo, Hijo, vamos a tener que ajustarnos un poco los pantalones ahora. Martín asintió, entendiendo todo, pero sin comprender verdaderamente las dimensiones del ajuste de los pantalones. El papá tendría que ceñirse el cinturón, la mamá empezar a gastar las manos fervientemente, y todos tendrían que estar en la casa bien temprano, cenar a las nueve como los abuelos, apagar las luces, no hacer mucho ruido, irse del barrio quizá. Pero todo esto, Martín no lo sabía, por lo que lo único que hizo fue mover la cabeza en gesto de sí, y seguir comiendo, contestar que le había ido bien en el colegio y no hablar sobre el chancho. Martín jamás mentía, pero le gustaba darles sorpresas a los viejos. El guiso de mamá estaba bueno. Y de postre estaban las facturas que habían sobrado y si Martín quería una porción de torta. El papá y la mamá se calmaron un poco después de la comida, comieron torta con café. Martín preguntó si podía tomar café y la mamá le sirvió en las tacitas de viejas, con una porción de torta también.
Se levantó pensando en el chancho. Lo había puesto en el segundo cajón del placar. Bien metidito atrás; la mamá no hurgaba en el cajón porque ese el cajón solamente de él. La mamá lo respetaba porque ya estaba más o menos grande. Entonces el chancho estaba a salvo y libre de sospechas. Martín estaba tranquilo con eso. Lo que le molestaba era que le tenía que dar algún uso al chancho, no podía dejarlo ahí juntando tierra como a muchas otras cosas que había comprado, porque ahora había que ajustarse los pantalones y el chancho le había costado diez pesos.
Tenía tiempo igual, era sábado. Capaz que a Leonardo se le ocurre algo, como ganar un poquito de plata, entre los dos por ahí y el también ayuda en su casa o se la guarda para él, Leo es medio egoísta por ahí. No, a Leo no se le ocurría nada, pero estaba a tiempo todavía.
Llegó a la casa a las seis de la tarde. Había salido a las dos a andar por el barrio con el otro y hablar un poquito. Vos viste, los pibes a esa edad tienen que charlar las cosas, sabía decirle el papá de Leo al papá. El papá a veces se quejaba de que anduvieran en la calle toda la siesta, cuando no había nadie. Don Ramírez argumentaba la privacidad que necesitaban y, medio en silencio para que no escuchen las brujas, le decía, no querrán que los escuchemos hablar de paja. El papá se reía. La preocupación iba mucho más allá de eso. Pero comprendía y se hacía el boludo. Don Ramírez no le encantaba, pero tampoco estaba tan mal. Tenía sus momentos y el papá se cagaba de risa con algunas cosas que decía.
El domingo se le ocurrió a Martín que lo que podía hacer por el momento era vender los libros del colegio a los chicos.
Todos los compraban usados de los mas grandes, pero tenían miedo de ir a pedirles, vergüenza o que será. El no, a él le gustaba estar con los más grandes, se llevaba bien con Bruno, con el negro Arias, con Nicolás. Y ellos tenían amigos todavía más grandes, que llegaban hasta el último curso.
Les preguntó si querían vender los libros, que él se los compraba todos. Traga de mierda, maricón que estudiás tanto, le decían. Pero para él eran todas bromas, los chicos mas grandes a veces eran unos boludos y era mejor aguantarlos que empezar a darse manija, porque si uno se daba manija empezaban los problemas. Ya lo había visto con Carlitos que lo gastaron por los lentes y se calentó. De ahí no lo dejaron tranquilo más. Al final le dijeron que sí.
Les ofreció a los más chicos los libros, recién empezaba el año. Todos necesitaban libros. Le dijeron que sí y que mañana le traían la plata, que trajera los libros. Martín llegó al otro día primero por el curso de los libros. Los retiró y les pidió la plata, después de una larga charla sobre cómo él era un maricón que estudiaba y que se quería comer todos los libros, que se quería levantar a la vieja de Historia o que se iba a querer levantar al profe de Filosofía -que Martín todavía no conocía, pero sí, se lo iba a querer levantar, contestó entre risas comprometidas, porque sino ya vas a ver. Entregados los libros, cobró. Pagó los primeros costos de la empresa. Siguió ofreciendo libros y dos días después todo el mundo le preguntaba si tenía el de lengua de segundo, o el de física. Sí, los tenía a todos, o se los conseguía, preguntame el jueves, el viernes, el lunes de la semana que viene, te los voy a tener, vos traé la plata. Trajo muchas monedas de diez para el chanchito, algunas de veinticinco, de cincuenta, tenía dos de un peso.
Le parecía a Martín que había pasado mucho tiempo de golpe en la casa. El papá salía a la mañana y volvía a las seis en punto con la cara cada vez más larga. La mamá lo esperaba con comida caliente siempre; a veces con sopa, a veces con guisito. Contaba que la señora Raines le regalaba verdura, el señor Montilla a veces le daba la carne. La había llamado la señora de Reyes para que le dé una mano en su casa, le decía al papá. Y el viejo al principio que no, que cómo podía ser que vos trabajés, yo te tengo que cuidar. Viejo hace falta, le decía la mamá. Le acariciaba la cara, y los dos ponían caras raras. Martín se fue a su pieza muchas veces para dejarlos tranquilos, pensando que querían llorar, pero no al frente de él. Tampoco era que no se daba cuenta. No podía ser que la mamá no tuviera hambre nunca y al otro día devorara el almuerzo si el papá no venía, o se iba a comer en lo de Bermúdez, o al taller de los Negroponte. Martín no era ningún tonto. Se iba a su pieza sin comer, a propósito, para que ellos coman más. El papá tenía mucha cara de miedo cuando andaba el policía por la cuadra y él volvía, o tenía que salir para algo.
Una vez que cruzaban juntos, el policía se acercó a preguntarle por qué salía tanto y el papá le dijo que andaba buscando trabajo, que estaba complicada la cosa. El policía se sonrió y le dijo, no sea ignorante, usted no estudió, qué trabajo va a encontrar. Cada vez estamos mejor, la cuestión es que ustedes, los cabecitas negras no quieren trabajar, trabajo hay. Martín a punto de gritarle, sintió que el papá le apretaba la mano. Buen día, le dijo al policía, y este ni lo saludó. Lo dejó pasar y siguieron caminando.
El negocio de los libros se acabó pronto. En abril estaban todos ya con sus libros usados, vendidos por Martín. Había que encontrar otra forma de hacer plata.
Se descubrió pensando en la panadería del papá y se dio cuenta que el negocio era tan obvio que tenía que estrellarse la cabeza contra la pared por no haberlo visto antes.
Cuando volvió a su casa se fue corriendo a comprar los materiales. Tenía que aprovechar las horas que la mamá dormía, que el papá no estaba para hacer y limpiar todo. Una mínima sospecha podía voltear y acabar con toda la cuestión, adiós a la sorpresa y el viejo con una sonrisa débil de gracias por intentarlo, que era igual a fallaste Martín. Y ahora no podía, no había plata como para fallar.
Había aprendido a hacer facturas de chiquito. Era muy fácil, por lo que terminó en las tres horas de siesta de mamá dejándolo todo igual. Lo que estaba limpio, limpio. Lo que había estado sucio, sucio. Cuando la mamá se levantó le dijo que se lo lavaba, pero ya no era igual, ahora ella veía que era simplemente por amor y no por ansias de ocultamiento. Usó un recipiente viejo, que tenía tapita. La mamá no se iba a dar cuenta porque no lo usaba nunca a ese. Lo puso en su mochila. Tenía hechos los cálculos. Habló con su cómplice. Abrió el segundo cajón y lo sacó. Estaba casi vacío de nuevo. Deseame suerte cerdito. El cerdo lo miró con cara estática. A Martín le había parecido que sonreía cuando lo compró. Ahora no estaba tan seguro. No tenía nada de raro, era de porcelana, con una ranura arriba y un tapón abajo de la panza. Martín lo sostuvo y dijo mirándolo directo, dame suerte hermano.
La necesitaba. Había puesto todo lo del negocio de los libros en las bases financieras del nuevo emprendimiento. Contaba con que funcionara, pero uno nunca sabe.
Salió a la mañana temprano, después de tomar el mate cocido con una tortillita, de la que había cortado justito la mitad, para que la otra mitad acompañe a otro desayuno. La mamá le dijo que no, que coma. Que siempre hacía lo mismo. Y Martín simplemente, mami, no tengo hambre, quiero la mitad. Si tengo más hambre te la pido a la otra, ¿sí?
Bueno, pero siempre hacés lo mismo. Y Martín no contestó más. Se fue para la escuela un ratito después. Llegó después de los mismos veinte minutos de caminata de siempre.
Esperó hasta el recreo de las nueve y cinco. Como nunca, se había sentado en el primer banco para poder actuar a tiempo. El timbre del recreo era más un aumento en la velocidad en la que ocurría todo que otra cosa. Los compañeros de Martín saltaban del pupitre disparados hacías las puertas, siempre con la suerte de que alguno fuera lo bastante comprometido como para abrirla porque si no se daban de lleno. Todos, y de lleno. Cosa que ya había pasado, pero bueno.
Se paró en la puerta antes del último ring del timbre. Una locura el timbre. La profesora lo miró de reojo. Hizo caso omiso de su presencia. Chicos, tengo facturas para vender. Las tengo más baratas que el quiosco y bueno, les quería ofrecer si quieren comprar.
Lo miraron medio extrañados, las mujeres encariñadas, los varones sin saber si hacerle burla o decirle que les haga precio. Al final terminó de sonar el timbre y Martín se hizo a un costado, para el que se fueron acercando los chicos, los primeros tímidos, sus amigos a palmearle la espalda, las chicas lindas con desconfianza, y los pesados un poco queriéndose burlar todavía, pero con plena conciencia de que una burla demás podía resultar en un fracaso estrepitoso. Todos sabían lo que le había pasado al papá de Martín.
¿Las hiciste vos? ¡Están muy ricas! ¿Vas a traer mañana? ¡Traé más así les decimos a los del otro curso que te compren! Eso lo escuchó Martín todo el primer recreo. Se le acabaron rapidísimo, pero para mañana iba a hacer más, con la ganancia del día.
Llegó a su casa e igual que el día anterior hizo facturas, en silencio y bajo ninguna sospecha. Esta vez llenó dos recipientes viejos, no muy chicos.
Salió el segundo día un poco más confiado. Saludó al chancho. Hoy nos tiene que ir mejor hermano, y podemos empezar a hacer ganancia. Sentía que el chancho lo miraba enojado, ayer no había puesto nada. Lo gastó todo en más materiales no bien salió del colegio. Hoy te voy a dejar, le dijo Martín, sintiéndose remota culpable y sin saber muy bien por qué.
Lo vendió todo de nuevo, en el primer recreo. Quedó gente sin facturas, muchos chicos de otros cursos que habían venido a probarlas por lo que sus compañeros le dijeron, vendeles a ellos tonto, así que los clientes primeros tuvieron que esperar, comprar en otro lado. De nuevo, al salir del colegio compró todavía más materiales.
El tercer día, notó que el chancho lo miraba mal. Martín atribuía esto a que andaba más cansado. Se dedicaba al negocio en cuanto llegaba, tenía que cocinar, luego lavar todo. Al despertar mamá le daba vueltas, tomaba unos mates, la ayudaba si hacía falta, leía, hacía la tarea. A la noche usualmente no comía, o comía poco. Papá estaba cada vez más triste, por lo que se dedicaba Martín a comentarle lo que estaba leyendo y a hacerle preguntas. Al papá le encantaba la lectura, pero ya no leía. Después de lo de la panadería, Martín había soñado que el papá guardaba sus libros en una bolsa negra y los enterraba en el patio. No estaba del todo seguro, pero tenía que ser un sueño. No podía ser que el papá hubiera guardado así sus libros. La realidad era que el viejo estaba cada vez peor, y ya no leía.
Salió para el colegio ya con cuatro recipientes llenos de facturas. Hizo también algunas galletas americanas, con chispas grandes de chocolate y mucha azúcar. Esas eran un éxito cada vez que el papá las hacía, pero los padres nunca se las dejaban comprar a los pequeños. En el colegio no había control, así que decidió probar si las vendía, y fueron las primeras que se fueron. Martín cobraba barato porque pensaba que mientras mas atractivo fuera el producto, más se correría la voz y no veía posible un día en que sus compañeros no tuviesen hambre.
El quinto día llevaba ya bolsas con galletas y cuatro recipientes llenos de facturas. Había inventado promociones y hasta notaba que casi no quedaba espacio para sus libros y cuadernos. Le pidió a Leo que a partir del lunes se los llevase él, Leo aceptó.
Ese viernes llegó con un montón de plata para el chancho y notó cómo la expresión se suavizaba. Se recostó a las ocho de la noche, terminadas todas sus tareas, con intención de levantarse a cenar. La paz fue tal que cuando se levantó era ya sábado.
Aprovechó el fin de semana para ponerse al día, porque entre mamá, papá y el negocio nunca llegaba a completar las tareas de todas las materias, o a leer todo lo que tenía que leer en profundidad, como a él le gustaba.
El sábado quitó todo lo que había depositado en el chanchito y compró todavía más materia prima. El domingo, de siestas prolongadas fabricó y fabricó y fabricó.
El lunes fue interminable. Vendió los tres recreos, y la comida voló. Estaba contentísimo Martín, había ganado muchísimo, como para comprar mucho más y ganar todavía mucho más. El papá se iba a poner muy feliz cuando supiera que ahora su hijo vendía, y vendía mucho, con lo que le había enseñado él.
El martes llegó con su mochila llena, y un bolsito discretamente escabullido, con más facturas y galletas. Le pidió a su amiga Malena un termo. Se le había ocurrido vender leche chocolatada. Compró los materiales al salir. Compró bastante y llegó a ganarse un descuento, por trabajador, le dijo la señora, y por comprar siempre ahí. Así que compró más y más. Compró también café y le pidió a Don Valdés de la esquina si le vendía vasos descartables más baratos. Que el hoy le iba a comprar pocos, y eran para el colegio, pero mañana seguro le compraba más y para el viernes le iba a comprar muchísimos. Valdés dijo que sí, claro pebete, con vos no hay drama, lo que necesités.
El miércoles decidió en la primera hora arreglar con Leo. Le pegaba una moneda por cada diez vasos de chocolatada que vendía. Leo aceptó.
La Profesora por primera vez en toda su historia académica reprendió a Martín. Dos días sin las tareas. Eso era poco común. Yo se que querés ayudarlo a tu papá, pero tenés que cumplir con el colegio. Si señorita, pero el tiempo a veces no me alcanza. Le prometo que no vuelve a pasar.
Llegó a la casa dispuesto a no comprar más materiales. A mantener el negocio como iba. El chancho estaba enojadísimo, pero suavizó su expresión en cuanto las monedas sonaron en su panza. Martín produjo lo mismo que el día anterior. Velocidad luz porque sino la vieja se levantaba y toda la sorpresa se arruinaba. Se fue a dormir la siesta después, estaba agotado Martín.
Se despertó con el llanto del papá. Se acercó hasta la cocina. Era la primera vez que el viejo lloraba fuera de la pieza. Quería dejarlos tranquilos. Se quedó en el marco de la puerta que estaba entrecerrada. Mirando, escuchando.
No se puede vieja, no se puede. El papá lloraba amargamente. No se puede, no hay nada. Nadie me quiere tomar. Estos hijos de puta lo cerraron todo y me cagaron la vida. Nadie en el barrio me quiere tomar, nadie en el centro me quiere tomar. Van pasando la bola ¿sabés? le van diciendo a la gente a quien tomar y a quién no. Son unos hijos de puta -lloraba el viejo- son unos hijos de remil puta.
Martín lloró en silencio. La mamá también lloraba, mientras acariciaba la espalda del viejo. No le decía nada y se los veía a los dos resignados, parecían no tener esperanza.
Ese día salió por la tarde. Compró todavía más materiales. Con la cara del viejo llorando adonde pisaba. Se compró hasta la última moneda en materiales y lo que ya había cocinado lo vendió al otro día. El día después llegó con el doble. Lo vendió todo. Agregó medialunas ese día que ocupaban un tercio de la provisión.
El cerdo estaba enojadísimo. Cuánto tiempo sin monedas pibe, tenés que ponerle más empeño, el viejo nunca va a salir así, lo escuchó decir. Martín lloró. Lloró porque el cerdo lo reprendía cada vez que se acercaba a él. Lloró porque la maestra le entregó una prueba con un uno, cosa que jamás le había pasado. Y lloró por su papá que se lo veía peor a cada momento. Pero la plata no alcanzaba, no iba a ser suficiente nunca si se la daba toda.
Vendió las semanas siguientes, cada día incrementando un poquito más la producción. Cada día dejándole un poquito más al chancho que seguía enojado. Seguí pibe, eso no alcanza. Le decía el chancho a veces. Martín lloraba pensando en que se estaba volviendo loco. El viejo lloraba porque no tenía trabajo. En la casa prácticamente no se hablaba. La mamá pasaba en silencio todo el día. Martín le veía los ojos llenos de lágrimas y ojeras a la mañana, a la siesta. Trabajaba haciéndole algunos favores a los vecinos, pero esa plata apenas alcanzaba para comer. La situación de Martín en el colegio empeoraba cada vez más y él lloraba también por eso, pidiéndole de rodillas a las señoritas que no los llamen a los viejos, pues iban a arruinarlo todo.
Un mes después el papá se murió. Los médicos de la ambulancia dijeron infarto por estrés, pero Martín sabía que se había muerto de tristeza por no poder trabajar. Por no tener plata para darle. Por no poder evitar que la mamá trabaje.
La vieja se quedó muda. Por días no habló nada. Los tíos llegaron a la casa deshechos. Los vecinos se acercaron muy tímidos, sabiendo que ellos habían tenido en parte la culpa por no ayudarlo, por protegerse cada uno, antes de protegerse entre todos.
Martín se enteró al volver del colegio, con muchísima plata encima. Habiéndole pagado a Leo, habiendo decidido darle al viejo todo y cortarla con un tiempo con el negocio de las facturas. Quizá pidiéndoles al viejo que le ayude un poco, para que él también tenga el tiempo ocupado, para que no sienta que no hace nada, a pesar de que hace mucho. Martín caminó hasta su casa pensando en que ya era el momento de cortar la farsa de que él era capaz de todo, y darle al viejo la alegría de poder ayudarlo, a la mamá la de poder comer todos a la noche la carne al horno con papas que tanto le gustaba y darse la alegría él de destrozar al chancho contra la pared.
Cuando llegó y se enteró de que el papá no estaba, y no iba a estar más, corrió a su pieza, llorando. Los tíos lo quisieron agarrar. La mamá les dijo que lo dejen ir. Martín estaba enloquecido, histérico de la bronca. Canas de mierda, era lo único que lograba gritar. Chancho de mierda. Chancho hijo de puta.
Llegó a su habitación. Sacó al cerdo del cajón y miró como sonreía. Seguí produciendo pibe, andá cociná que se hace tarde. Sintió la risa del cerdo, la risa del cerdo capitalista que lo había estado explotando todo este tiempo. Lo estrelló contra la pared. Pero la liberación para Martín había llegado demasiado tarde. El papá no tenía nada que hacer con los cientos de pesos que ahora yacían repartidos, en monedas de uno y billetes de cinco, de diez, de veinte, cincuenta y cien.