Este no es mi lugar en el mundo
/Por Julián Miana.
Caminé por París, el París en el que yo vivo tratando de buscar mi lugar en mundo. No lo encontré. El París en el que yo vivo está muy alejado de la capital del país europeo. Mientras camino la ciudad se abre como un juego de edificios y colores. Se abre para que yo la mire de arriba a abajo, para que llore en sus rincones y me enoje con las muchedumbres que atestan las calles angostas. Hoy París está nublado y no importa, igual el calor toca los hombros, transpiramos, exudo el trabajo que no tengo, la bronca y el terror recientes. París está dominada por las fuerzas del orden que se desplazan azules en cada esquina, y mientras paso no pierdo la sensación de escupir en el piso aunque escupir me de asco. La gente que vive acá no tiene cara de estar feliz. Tienen caras de asombro que no entiendo ante alguien que pasa con los pies descubiertos. Tienen ojeras y caras de tristeza que captan la estructura de sentimiento de la postmodernidad. Tienen cara de tener ganas de dejar de ser una microhistoria y encontrarse a ellos mismos en el gran relato -por primera vez en la historia-.
Quizás por eso escribo este cuento. Quizás porque quiero escribir un gran relato y no se me ocurre uno en donde podamos convivir todos. Salvo la ciudad en la que vivo. Ciertamente no convivimos todos, algunos vivimos, otros sobreviven. Otros mueren de a poco acá. Como yo, yo a veces siento que muero de a poco. Aunque no a la manera de mis conciudadanos, sino de otra, más pedante, más abstracta, siento que mi espíritu muere de a poco, mientras las vibraciones electrónicas revientan en mis oídos y mi consciente me dice "te vas a arrepentir de viejo, chango" y me importa poco lo que vaya a pasar cuando sea viejo. Me encuentro con ganas de modificar el ahora. De poder contagiar las ganas de conocer todas las terrazas de los edificios viejos y nuevos de esta París que poca gente conoce, que es un puntito en un gran mapa nacional y que sin embargo ostenta belleza. Como cada lugar en el mundo que derrocha belleza puesto que las miradas se pierden en anuncios que brillan. No todas las miradas. Las de los compañeros no se pierden del todo -del todo-; la mía trata -trata- de no perderse, pero a veces sí.
Me embarga la tristeza de no poder mesurar el calor y el amontonamiento de gente. De no poder gritarles que las necesidades son creadas, que ellos no son eso. De gritarles que salven a su hermano ser humano y no a una estantería. Me embarga la tristeza de que tengan tantas armas y me embarga que a las más poderosas que tienen -como la memoria- las han olvidado hace tiempo en el disco duro. El París en el que yo vivo está plagado de violencia e individualismo, como gran parte de las ciudades capitales de este lado de la Europa pobre, que nos ha conquistado, nos ha dejado pobres y no termina de dejarnos solos. No quiere alejarnos de su lado porque le convenimos. Pero igual nos desprecia. Y nos grita desde lejos que le paguemos, con sangre, las deudas que nosotros no adquirimos y que lloremos a su lado porque el fin ha llegado. Pero al fin no lo aceptamos algunos y seguimos gritando que esta tierra colorida todavía está viva.
Camino por la calle un poco más con Le Moulin en mis oídos como una pieza de piano ideal para este recorte de la realidad, que se pierde en un mar de otros recortes, que hablan de lo mismo. ¿Se han perdido para siempre los grandes relatos? Yo no puedo permitirlo. Yo quiero engendrar un gran relato que nos permita despertar de la abulia en la que estamos sumidos, que nos administre una dosis de antidepresivos y el clonazepam salte de nuestros oídos como una cera venida a menos, como un recuerdo de una época mustia que poco tiene para decir de ella misma, salvo quizás haber encontrado que la máquina puede dominarnos perfectamente, y que la mente puede devenir en el órgano que más rápido enferma y ennegrece, el órgano que más rápido cae presa de los hongos y bacterias de la desidia. Eso puedo verlo en las caras de mis cohabitantes -los que la muestran-, caras tapadas de un hartazgo silencioso que de a poco va comiéndose sus entrañas. Todos han quedado mudos y ya no escuchan tampoco. No escucho a nadie hablar por las calles, ni escucho niños, ni escucho pájaros. ¿Alguna vez fue mejor? No creo que tanto. Pero hoy tenemos las herramientas de la liberación a la mano y el campo trazado. Solo que a diferencia de otras épocas -donde ciertamente nos esclavizaban otros-, hoy somos esclavos de nosotros mismos. El estrés es la bestia que se percibe imparable en un mar de titanes que para el hombre común yacen dormidos y son mucho peores.
Seguí caminando un poco más y empieza a llover de la misma manera que cuando Oliveira la conoció a Berthe Threpat. El cielo está triste, Oliveira está triste, Berthe llora, yo lloro por dentro porque la música queda chica y las palabras también quedan chicas ante tamaña abominación. La abominación del olvido y el desinterés. Ante la abominación del consumo que nos va quitando al nosotros de a poquito y que hace que al nene tirado lo veamos como una pintura de estos tiempos desastrosos que no pueden entender ni la gramática ni la sociología. La psicología social se ha vuelto loca y volvemos a creer en el zodíaco, en las estrellas, pero ya no las vemos tapadas como están por los anuncios relucientes de aquello que nos morimos por comprar aunque no lo queremos, mientras que por la puerta de atrás se nos escapan los asesinos de una época liberados por el principio de la duda. Se nos escapan los que saquearon a este planeta hasta dejarlo en las ruinas objetivas y subjetivas. Podemos recuperar los grandes relatos, podemos recuperar la comunidad y podemos volver a ser ese mundo que alguna vez quiso ser mejor. Podemos volver a ser seres humanos y recuperar nuestra vida.
Doblo al final de una calle. Estoy en la esquina del edificio en el que vivo. Le sonrío a un niño, a un bebé de tez oscura y ojos negros, que también me sonríe. Recupero el espíritu. Miro un perro pequeño, viene a mi alcance. Acaricio su piel y pienso que quizás aún podemos. Quizás no está todo en el pozo. Quizás podemos volver a ser humanos.
Entro en mi casa junto al viento fresco que renueva el ambiente de a poco. Preparo un mate y me pongo a escribir.