La labor del periodista (en medios hegemónicos)

Por Julián Miana

Saliendo de la redacción de la calle San Martín, Ernesto Milagros se encontró en el aprieto más grande de la semana. Ni una nota, nada, cero. Muy preocupado a la vez, porque lentejas, arroz y huevos hervidos no eran un menú aceptable para más de una semana. Había bajado de peso, todos se lo habían dicho, y se sentía más desganado que de costumbre.

Nada es mejor que la vieja ganando la lotería o que el perro de veinte años. Ciertamente, no tener una nota les ganaba por lejos. Era menos tortuoso que los mates de la señora y que el perro, que directamente era mudo. Hasta las lentejas que se iban poniendo más blancas e iban de a poco adquiriendo el olor a heladera ese; asqueroso olor a heladera.

Una nota cualquiera necesitaba, una noticia descubierta que impactase, que disparase las ventas del matutino. Resultado: el guisito con carne molida como lo hacía la vieja en Santiago. Todo esto pensaba, mientras caminaba chocándose con la gente que iba igual de distraída. Ernesto en aprietos se ponía histérico de maneras muy particulares. Pronunciaba lo que estaba en su cabeza; cantaba las canciones que escuchaba en la radio, muy fuerte; dibujaba abstracto, círculos y redondeles de todo tipo; citaba a Bolaño; tosía mucho y le raspaba la garganta. Un tipo muy particular, Ernesto.

Al llegar a la intersección con la avenida, paró de caminar. Miró a ambos lados y cruzó la calle. Esquivó una moto y pensó en que debía ir al oculista con urgencia. Pero primero había que calmar el estómago, pagar las cuentas, y recién podría atender a la reparación de los sentidos esenciales.

Se detuvo ante la particular visión de que se encontraba perdido. Si bien podría volver por donde había caminado y encontrar fácilmente el camino a casa, este lugar en particular nunca había entrado en su ruta. Al detenerse pudo ver la curiosa conjunción de un cine de películas para adultos abierto de par en par a media mañana con una despensa a su lado, con un anuncio particularmente grande de venta de fiambre a muy bajo precio.

Una visión caída del cielo, casi como ser de apellido Milagros. Media hora después de una soberbia crisis de nervios precipitada por un aluvión de vacío, Ernesto tenía la paga semanal y una muy buena, si jugaba correctamente.

Acercóse Ernesto al mostrador. Atendía una señora de edad con cara larga. Ni buen día, ni cómo está, ni que el tiempo está loco. ¿Qué quiere? seco y al pie. Y después de una brevísima presentación, Ernesto reveló sus intenciones. Me interesaría hablar con la dueña de la particular locación de la despensa y charlar un poco, si recibe muchos clientes que salen del local de al lado, si le afecta, qué opina ella, qué opinan los vecinos. Usted sabe, las cuestiones periodísticas de siempre. Podrían hasta salir en la tele.

La señora, con el pie equivocado, disparó al pecho contestando que no le interesaba. Que no quería aparecer en ningún lado, que el local no necesitaba ninguna cobertura. Ernesto rogó. La señora lo echó, mientras insultaba a su madre de maneras que el periodista no hubiera previsto. Su madre, ¿qué tenía que ver en todo esto? Con esta frase se retiró, aún más nervioso y alterado de lo que hubiera previsto.

De cualquier manera no iba a perder una paga por una señora con malos humores. Ernesto llegó a su casa con el deseo de escribir, con la urgencia de escribir. Había esbozado la nota en su cabeza y cuando llegado a la redacción por la tarde se la mostró al jefe, el tipo le estrechó la mano muy contento.

"El cine que se alimenta de los solitarios" atrajo casi tantas ventas como las noticias sobre el mundial de fútbol que se acababa de terminar. Ernesto cobró una comisión excelentísima. Claro, era una noticia falsificada pero a estas alturas, con esos fondos recaudados ¿quién podría cuestionarla? Además, había calculado bien los detalles que podrían parecer nimios y no lo eran. Las ofertas de fiambre ¿podían estar tan baratas? De ninguna manera. Debía ser mercadería robada. Ninguna factura después, la carne podía salir de cualquier lado. ¿Por qué no del cine para adultos? ¿Por qué no del prejuicio de que al cine para adultos van hombres solos, hombres por los que nadie siente afecto? ¿Por qué no podía jugar con un cine al que ningún vecino aceptaba? ¿A quién perjudicaba? A la vieja que trataba mal a todo el mundo. ¿Importaba? Él se moría de hambre, no tenía trabajo y le pagaban para contar historias. ¿Alguien dijo que debían ser cien por ciento verdaderas? Solo un par de detalles imaginativos y un título sugerente. Que el público sacara sus conclusiones, él no explicitaba nada, no se la jugaba, el diario no perdía prestigio.

Ernesto tuvo comida por varios meses. Ernesto Milagros, periodista de diarios nacionales había descubierto un crimen horroroso, en medio de un barrio de familias. Vómitos, denuncias, pruebas y contrapruebas que no podían rebatirse. Un juicio contra daños y perjuicios que tomaría años en salir a flote, cuando la cuestión ahora mismo estaba liquidada. Sueldos grandes, estables, medios nacionales. Si la cárcel aparecía como una opción, ya tenía el dinero para pagarlo. Ascensos, entrevistas en televisión. Mucha televisión, después de una fantasía muy bien elaborada que solo los afectados denunciaron como falsa. Más notas, muchas miles de notas. Todas verdaderas, todas fehacientes. Algunas mejores que otras. ¿Quién podría denunciar la ética de un periodista como Ernesto Milagros? Además de los caníbales, criminales perversos que fueron puestos en prisión. Su único crimen, evadir impuestos, velado bajo la ingesta de carne humana, en forma de refrigerio de los vecinos para las once de la mañana.

Una carrera de prestigio después, Milagros retornó. El diario lo había convocado por un par de días a la ciudad del crimen. Le habían rogado–ahora le rogaban a él–que diera un curso para los nuevos y pequeños redactores. Son dos horas al día por una semana. Muy buena paga, le dijeron. Ernesto se tomó el primer avión y llegado al departamento de un amigo, salió para su primera clase. ¿Como encontró semejante nota?, preguntó una jovencita. Caminando, respondió la estrella de los medios.

Decidió hacer eso, justamente. Salir de la clase y caminar un poco. Salirse de los lugares que conocía, y llegar, tal vez, al encuentro de otro éxito millonario. Ernesto se encontró treinta minutos después, con el mismo lugar. El cine y la despensa estaban abandonados. Tenían pintadas, la más amable leía "asesinos". La gente de la ciudad, indignada, había roto las puertas y los vidrios. Tocó la puerta de un vecino. Tocó otra y otra más. Averiguó que la familia restante de los dueños se habían tenido que ir. Que los dueños de los locales estaban en la cárcel–cosa que daba por sentada–y que sus esposas se habían divorciado de ellos. Le contaron también rumores de que una de las hijas se había matado y que la señora de la despensa había muerto de un infarto. Que gritaba que era su culpa, que había sufrido mucho. A lo que seguía una palmada en el hombro, una sonrisa y una felicitación del vecino de turno, por descubrir a esa gente tan violenta y darle su merecido.

Llegó al departamento horas después. Pasó por el parque de la ciudad. Pasó por una plaza. Se tiró en el pasto. Regaló todo la plata que tenía en la billetera a los nenes que encontraba. Ayudó a una señora a cruzar la calle. Se bañó apenas llegó, adquirió el hábito de fumar. Decidió ver a su antiguo jefe al día siguiente para confesarlo todo, ir a la cárcel. Sacarse la sensación violeta que sentía en la espalda. Sacarse la espalda que le pasaba tanto.

El jefe sonrió. Son cosas que pasan Ernesto. La hiciste bien, tenés plata. Nadie te va a dar bola. La gente vive con eso, el hecho pasó. Disfrutá de los frutos. Y de alguna manera tenía razón. Si cambiaba de Ernesto estrella a Ernesto escándalo, nada se solucionaría. Tampoco pegarse un tiro, eso era hasta un lugar común de literatura. Por lo que siguió Ernesto vivo, con el hábito de fumar indiscutido. Siguió Ernesto trabajando en los medios con el compromiso propio de nunca más dar clases de periodismo, a nadie. Ni un curso. Tampoco volvió a dormir. Ni un día. Cada tanto ayudaba a una señora a cruzar la calle, y cada tanto elaboraba una nota muy concienzuda sobre la verdad, sus límites y velos en el periodismo, el múltiple chequeo de fuentes, en la que instaba fuertemente a las autoridades de los diarios a comprobar la información contenida. Y a la sociedad, a que no crean sin pruebas fehacientes, nada de lo que digan los grandes diarios.