Todo sucede en barrio sur

Ilustración de Victoria Zorat para Estudio Pimienta.

Ilustración de Victoria Zorat para Estudio Pimienta.

En algún lado leí que una es de donde llora. 

Yo, que siempre he llorado mucho y que lo he hecho en todas partes, no sabría muy bien a dónde remitir mi pertenencia. No sé cuál sería la geografía que pudiera encapsular tanta lágrima.

Sin embargo, si me apuraran y tuviera que decir algo, iría por el lugar donde más he llorado que es, claro, simple matemática, donde más he estado en toda mi vida. Sin necesidad de hacer mucho cálculo diría, entonces, que soy de barrio sur.

 
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Barrio sur es Tucumán sin serlo del todo. Ahí queda, sí, la ciudad lo contiene pero no lo define ni lo agota. No se parece al resto de los barrios ni al pleno centro. No huele igual, y es como si tuviera otro filtro de esos que transforman las fotos y las hacen más bonitas.

Yo nací en el exacto corazón de barrio sur: frente a la plaza San Martín. En el boulevard de la Lavalle aprendí a andar en bicicleta y ahí fue también donde me rompí las rodillas y los codos estrenando los rollers. A los cortes de la frente me los cosieron en el hospital Padilla. A la plaza Belgrano me llevaban seguido porque tenía jueguitos y mi primer jardín de infantes con nombre de bichito quedaba en la Rioja y Lamadrid.

Ese era para mí el mundo entero. Crecer fue descubrir que de la 24 para el norte las calles se llamaban distinto, que más allá no había tanto verde y que más allá de más allá había un lugar llamado barrio norte lleno de gente mayor tomando café en bares en días y horarios en los que mis papás trabajaban.

 
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Debería haber estudiado artes o biotecnología solo para quedarme en el barrio. En cambio tuve la peregrina idea de cruzar fronteras y aventurarme más allá del Bajo, en el maravilloso mundo del parque 9 de julio donde, a la orilla de un lago radioactivo, aprendí un poco de lengua y literatura. Leí cosas de todas partes y viajé, en los libros y en la vida real: me dormí sobre las hojas a la hora que por la Lavalle pasaban los chicos del camión de la basura, y me dormí lejos, con frío y en otro idioma a la hora en que en este barrio se hacía de tardecita y mis amigues abrían latitas de cerveza en la vereda.

Nunca dejé de escribir sobre el barrio. Pero no por rendirle culto ni por una especie de patriotismo barrial sino, más bien, porque no me quedó otra. Es tanto el tiempo que pasé aquí que creo que no exagero si digo que tengo toda la vida enganchada a este lugar. En barrio sur está la casa donde crecí, la esquina oscura donde me dejaron, la plaza donde fumé por primera vez, mi primer jardín de infantes, la última casa de mi abuelo, la pared donde me escribieron y los hogares que supe construir.

 
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Es verdad que todos los barrios tienen lo suyo y que lo que nos encanta de algunos lugares propios son para otros, los foráneos, una cosa común y ordinaria, o tonta, o hasta indeseable. Es como enamorarse de los defectos, amar las veredas rotas y las paredes agrietadas; encontrarle la poesía a los adoquines viejísimos que hacen rebotar el auto; conmoverse con el tren de carga levantando tierra por la Bernabé, como si algo hermoso se estuviera inventando ahí cada vez que pasa.

En cualquier caso, barrio sur, como el Flores de Dolina o cualquiera de esos otros barrios porteños que endiosan los tangos, son lo que sus habitantes hacemos de ellos. Quien no lo conozca, entonces, tendrá que creerme cuando digo que en mi barrio se amontonan más que en ningún otro las naranjas y los azahares de toda la ciudad. Quien no haya venido nunca tendrá que conocerlo por lo que le cuento de él y saber que tiene los pasajes más viejos y más escondidos cerca de la vía, a donde van a teletransportarse lxs que no pueden con este presente enfermo. Saber que tiene sus locos merodeando, sus noches como de película independiente, su música interna propia, a guitarra y voz, que no es una zamba pero que suena igual de tristona.

Quien no haya venido nunca y finalmente lo haga entenderá que barrio sur es de esos lugares en los que unx hubiera querido ser más viejx y más sabix para poder quererlo mejor.

 
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A mi barrio yo siempre le encuentro cosas de cuento. Pienso que debería estar en los libros, en las series de Netflix, de Amazon o de HBO. Las mejores ficciones deberían ocurrir aquí, porque aquí ocurren en verdad todas las cosas: magias mínimas, viajes en el tiempo, amores con odios todos mezclados. Tiene una mística de perdedores pero sin tango, dos plazas que son como cicatrices por lo personalísimas que se le han vuelto a tanta gente, unas empanadas de queso riquísimas y las chicas de la facultad de artes.

En barrio sur es donde me encerré a crecer y es también el lugar al que volví siempre, triste, solitaria y final. Aquí hay bares con tres mesas en esquinas tranquilas, verdulerías abiertas a las cinco de la mañana, casas con pasillos llenos de verdín y naranjas de esas que ni para dulce. Están los balcones de mis amigues, las veredas en donde me morí y esas otras sobre las que levité, la esquina oscura de mis fantasmas, y algo así como mi caja de palabras, el rincón donde aprendí a escribir. “En sus muros con mi acero yo grabé nombres que quiero”, dice un tango. Y es que aquí quedan, aunque se muden o desaparezcan, el bar con nombre de novela donde solía cantar, mi vecina famosa, toda mi adolescencia y el mes de septiembre. 

Aunque siga pasando el tiempo y hayan puesto la gigantografía de una virgen en esa pared donde alguna vez me escribieron, sigue siendo el lugar donde empezó todo, la escuela de mis buenas intenciones y también de las mentiras blancas que me inventé, donde tuve fiebre y donde me curé de esos otros males que no levantan temperatura pero arden igual.

Hace un tiempo caminábamos por la Buenos Aires con una amiga, a la tardecita, que en este barrio es la hora en que Tucumán se amansa y se deja acariciar un poquito. Ella volvía después de mucho no estar, sin encontrar su casa en ningún lado y, mientras conversábamos de otra cosa como sin darnos cuenta de esa paz, me dijo:

- Qué hermoso que era barrio sur. Me había olvidado.

Entonces creo que nos reímos, sonó el tren a lo lejos y todo se hizo más pequeño, hasta el futuro, trivial e inútil, como el nombre de las calles pasando la 24.