Bombuchas

Ilustración de Lucía Herrera | La Palta

Una vez, hace muchos febreros, desde el balcón de la casa de mi abuela, vi cómo casi se desencadena una tragedia.

Ese balcón tiene el privilegio de dar a una de las zonas, a mi humilde entender, más hermosas de la ciudad. Me refiero al boulevard de la Lavalle, a metros de la plaza San Martín, en pleno corazón del barrio sur de la ciudad de Tucumán.

Desde allí pude ver cómo un colectivo de la línea 3 que viajaba en dirección este, tuvo que frenar de golpe (y, con él, los dos o tres autos que iban detrás), a causa de un proyectil lanzado desde la vereda, más o menos a la altura de la estación de servicio de la esquina de las calles Lavalle y Ayacucho. El proyectil en cuestión era una bombucha del tipo “manzanita” de color verde, y el responsable, mi vecino, el gordito con granos del edificio de al lado.

Lo que siguió fue un sainete de gritos y bocinas que quebró la calma de la siesta de ese febrero de vacaciones, siesta muerta si las hay. Cuando el chofer del colectivo se bajó indignado, la señora que viajaba junto a la ventanilla abierta empezó a putear empapada, y mientras la mujer del auto de atrás (que había dado contra el paragolpes del ómnibus) se agarraba la cabeza, mi vecino se largó a correr, aterrado, para el lado del Hospital de niños.

Yo pude verlo todo desde el balcón, como si hubiera pagado, sin saber, platea preferencial en ese teatro improvisado. Tampoco estaba ahí de casualidad. Había salido a analizar la probabilidad que tenía yo misma de asomar mi nariz en la vereda sin terminar completamente mojada, además de indigna y ridícula. 

Desde el balcón podía ver si ese día también habían decidido congregarse los chicos de mi barrio para jugar al carnaval con los transeúntes, dónde estaban apostados, cuántos eran y, en base a eso, saber más o menos cuáles eran mis chances de salir a la calle y permanecer seca hasta llegar a destino.

Siempre los que jugaban con vos sin que vos quisieras jugar, eran varones, un grupo, y siempre ligeramente más grandes que vos. Como si tu cuerpo fuera una especie de diana, las zonas que sumaban más puntos eran el culo y las tetas, porque si tenías una remera de un color claro se transparentaba y ya se sabe que a esa edad los ratones son más fuertes que la realidad. Las famosas manzanitas evidenciaban un ensañamiento particular: eran bombuchas más chicas, sin nada de aire, especialmente duras y dolorosas. Las malas lenguas decían que a veces las llenaban con pis, pero no decían cómo se las ingeniaban para hacerlo sin que fuera una chanchada.

Las chicas sufríamos mucho esa forma particular de carnaval en la ciudad, porque era la fiesta de otros. Era la diversión de los changos que, en general, poco podían hacer con una chica enfrente. Las bombuchas eran la impotencia de no poder decirles nada interesante para que los miraran, para que se fijaran en ellos. Tirarte una bombucha furtiva era lo único que les quedaba a estos chicos con granos y un cuerpo nuevo y demasiado largo que todavía no aprendían a controlar. Mojarte de un bombuchazo era lo más cercano a mojarte que tendrían esos varones púberes que usaban mucho las manos en la época en que no había teléfonos inteligentes y lo más parecido a la pornografía la encontrabas solo después de 12 en The film zone.

A los 13 me llevé matemáticas a marzo. Me pasé el verano tomando clases particulares en el pintoresco barrio de la Ciudadela y en el conveniente horario de la siesta. El mejor panorama era que alguno de mis padres me dejara en la puerta y después me fuera a buscar, aunque eso no me garantizaba que fuera a salvarme del bombuchazo en los pocos metros que separaban la puerta del edificio del auto y de vuelta. La idea de tener que tomarme el bondi me daba terror: el tiempo de espera en una parada es más que suficiente para que más de un grupo de chicos pase y vacíe un balde de bombuchas encima mío si quisieran. Ese estado de alerta permanente no lo he sentido ni cuando ya tenía un celular y un cuerpo menos de nena, y caminaba sola por alguna paralela a la Alem a las 3 de la mañana. 

Febrero tenía un gusto raro para nosotras, las adolescentes de vacaciones. No nos sentíamos tan libres como en enero, teníamos que pensar estrategias para salir a la calle, quizás incluso formas de defendernos (siempre ser varias era mejor que ir sola), como si fuera un entrenamiento para el futuro, como si empezáramos a prepararnos para ser mujeres, en general,en la vida.

Una sola vez que recuerde tuve el privilegio de jugar al carnaval. Me refiero a participar como en un juego, con equipos, todos con el mismo objetivo y las mismas herramientas, todos con la misma voluntad de jugar.

Estábamos en Yerba Buena con unas amigas echadas en un jardín sin pileta pero con manguera, y descubrimos que los vecinos estaban armando bombuchas en el fondo de su casa (la de ellos). 

No me acuerdo si les gritamos algo o ellos a nosotras pero fue muy fácil y rápido armar el juego y empezar a tirarnos con bombuchas a través de la tapia o del lado de afuera de sendos portones. Lo que sí recuerdo es la sensación de correr en ojotas o en patas con la bolsa de bombuchas en la mano, de los charcos en el pasto, del barro en la galería, del balde bajo la canilla del patio y de la canilla juntando pequeños anillos de plástico de todos colores, como un arcoiris de pretéritas bombuchas. Ese olor a plástico era para mí, una adolescente de ciudad y del año 2000, el auténtico perfume de carnaval. 

Tuvimos algunos highlights, como cuando mi amiga tiró una que pasó rozando muy sutilmente por sobre una de las columnas del portón, rebotó en el brazo del chico, que había atinado apenas a taparse la cara, y finalmente se le rompió en la cabeza, dejándole una especie de cresta roja de gallito mojado.

Ellos también tuvieron un par de buenos goles, o al menos unas buenas jugadas con más suerte que técnica, porque de eso se trata un poco el juego: tirar como se pueda y esperar a que el azar haga lo suyo. No sé quién ganó aquella vez, ni si es posible un ganador en un juego así. Quizá el equipo que primero se quede sin proyectiles es el que debe rendirse declarando, así, ganador al otro, pero si ese es el caso, no recuerdo si fuimos nosotras o ellos. En cambio, se me viene a la cabeza la imagen vívida de mis amigas llenando los baldes de agua, trepándose a la tapia y descargándolos del otro lado.

En cualquier caso terminó bien. Increíble lo que un poco de equidad puede hacer.

Por aquella época en febrero comenzaba a reinar una especie de lógica de far west: te asomabas por una ventana como midiendo el riesgo a ver si te animabas a salir y de fondo sonaba la música de El bueno, el malo y el feo. La siesta convertía a la ciudad en un pueblo como de una peli de John Wayne, el viento caliente, el silencio profundo y la bola esa que rueda por el desierto como para terminar de confirmar que no pasa nada de nada. Quien salga que se atenga a las consecuencias, “en este pueblo no cabemos los dos”.

No sé qué fue lo que pasó pero un día esa forma del carnaval desapareció para siempre o, al menos, dejó de ser una práctica tan extendida y se quedó en algunos barrios, de manera periférica, residual. Tal vez fue que las calles empezaron a ponerse más espesas y los juegos, cualquiera de ellos, tuvieron que desplazarse hacia los interiores de las casas. De repente, pasaban en la calle cosas más graves que un bombuchazo. Lo concreto es que las chicas nunca dejamos de preocuparnos, de asustarnos un poco cuando estamos solas por la calle y hay un grupo de tipos, de salir con demasiada cautela, de mandar mensajes diciendo que llegamos bien. 

Las siestas de febrero siguen siendo solo aptas para las lagartijas pero las bandas de chicos jugando al carnaval han desaparecido.Todavía existen las bombuchas aunque los chicos que las tiraban ahora son señores que se han quedado pelados y van a trabajar con medias de rombos.