Rebobinar

Collage de Julieta Pérez | La Palta

La cantidad de tiempo que pierdo eligiendo qué ver en las plataformas es sorprendente. En general lo que pasa es que la búsqueda me da sueño, pongo play y me duermo al toque. O pìdo consejos para ir directo a algo, me tiran un montón de títulos y más de la mitad de las veces las dejo antes de terminar el primer capítulo.

Quizás deba resignarme a la idea de que nada será de nuevo tan fácil y cantado como cuando era chica y alquilaba La Sirenita, La espada en la piedra o La noche de las narices frías. No lo dudaba un segundo y nunca jamás me decepcionaron. Nada será como la primera vez que las vi, sí, pero además, y sobre todo, como las otras 200 veces que las ví a lo largo de algunos meses en el living de mi casa, en loop, rebobinando y volviendo a empezar, rebobinando y volviendo a empezar, y así mil veces. 

Con mi papá íbamos, casi siempre después de comer, hasta el videoclub de la calle Rioja que atendía Dany y, como un trámite que tardaba como mucho tres minutos, yo volvía a elegir las mismas películas de siempre. No recuerdo que mi papá me dijera nunca ‘¿esa de nuevo?’ o ‘¿por qué no llevas otra?’ Dicen que a los niños les gusta ver mil veces lo mismo porque encuentran cierto confort en lo repetido, en saber lo que va a pasar y, sobre todo, en tener la certeza de que al final todo se resuelve bien. Supongo que mi padre entendía que su hija, en ese sentido, era como todos los niños y además, quizá sospechaba que a su niña, particularmente, le gustaba mucho su casa, lo conocido, hacer nido, y que crecería para ser una adulta nostálgica y medio llorona.

Me acuerdo del olor de los videoclubes. Era parecido al olor de las bibliotecas pero mezclado con un poco de plástico. Me acuerdo de los clips en colores fosforescentes con un numerito que tenían los cassettes y que llevabas al mostrador para que te dieran la película que habías elegido. Me acuerdo de cuando había que limpiar el cabezal de la videocasetera con un líquido azul porque se veía mal, y que algunos tenían un vhs que limpiaba con solo dejarlo correr. También recuerdo que había que acordarse de rebobinar antes de devolver porque ya sabíamos el garrón que era alquilar una y encontrarse con los créditos finales. Lo lindo era poner la peli y que empezara desde el principio, que no era la primera escena, sino el logo de Gativideo sobre un fondo espacial y después la pantalla azul con letras amarillas y esa melodía de saxofón que, después supe, se llamaba “Silhouette”, y era de Kenny G.

También me acuerdo de los cassettes TDK vírgenes, de los amigos que tenían doble casetera y de la magia de tener siempre en casa tu película favorita. Y aunque la piratería sea más vieja que la injusticia (guiño guiño ingleses), antes, además, ocupaba un espacio en el mueble en vez de ser un archivo mp4 en lo profundo de alguna memoria ram.

Un día que no sabría precisar, de manera repentina o gradualmente, tampoco lo sé, los vhs empezaron a desaparecer y las videocaseteras a juntar polvo en la parte más alta de alguna repisa o más al fondo de algún placard. También pasaron los cassettes y los walkmans. Empezó entonces el reinado de ese soporte mil veces más frágil y menos fidedigno pero infinitamente más canchero que eran los cds, ylos dvds que nosotros en Argentina, queriendo respetar por algún motivo su origen anglo, llamábamos ‘cidí’ y ‘dividí’, respectivamente. 

Mi primer discman era un Sony trucho que me compré en Ciudad del Este, en el viaje de egresadas, porque las hijas del corralito no se iban a Bariloche sino al noreste, entre cataratas, yerbatales y triple frontera con cosas baratas para comprar. A mi primer reproductor de dvd, en cambio, me lo compré mucho después, con mi primer sueldo de ayudante estudiantil. Hasta ese momento había uno en casa, que era el de todos, como con los vhs, y el sistema era más o menos el mismo. 

Collage de Julieta Pérez | La Palta

Los videoclubes resistieron pero cambiaron el formato y nosotros nos acostumbramos a que las películas ya no necesitaban rebobinarse y a que ahora venían con un menú que nos dejaba retomarlas desde cualquier parte y, a veces. hasta venía con entrevistas a los actores y algunos detrás de escena. Por supuesto que los dvd también podían trucharse y ahora también hasta podían comprarse directamente por dos mangos en la peatonal con una portada impresa de colores super saturados o casi sin color. “Al poooooorta cidí, al poooooorta cidí, para veinte, treinta, cuarenta compas!” se escuchaba a menudo por la Muñecas.

Si la idea era alquilar un estreno, digamos, un viernes a la noche había que ser estratégicos: llegar temprano como para no quedarse sin algún ejemplar (los estrenos tenían varias copias porque eran muy requeridos) pero no tanto como para que los que la habían alquilado antes tuvieran tiempo de devolverla. Se trataba básicamente de hacer guardia a partir de la hora límite de devolución de las películas y esperar que no hubiera demasiada gente haciendo lo mismo que una. 

Me acuerdo de una vez mientras hacíamos guardia, en el videoclub que quedaba cerca del Cristo sobre la avenida, que terminamos en ese rincón alejado donde iban las películas triple x que jugábamos a pispear antes, cuando teníamos 12 e íbamos a buscar algo para ver en el pijama party.

Es curiosa nuestra facilidad para recordar mejor las primeras veces que las últimas, los primeros besos a los últimos, la forma en que nos conocimos a la última vez que nos vimos. A lo mejor hay cierto optimismo, cierta fe un poco ingenua en recordar siempre más y mejor los comienzos, los brotecitos de las cosas, los viernes después de la última hora del trabajo, ahí cuando todo es futuro y todavía puede ocurrir cualquier cosa. Sé más o menos cuáles fueron las primeras pelis que alquilé allá en el videoclub de la calle Rioja, pero me es imposible tirar siquiera un nombre de alguno de los últimos dvd que vi o si los saqué de ese de la Lamadrid, del de la San Lorenzo o de uno de Yerba Buena.

Igual que cuando el dvd reemplazó al vhs, no sé cuándo alquilé por última vez una peli ni cuándo fue la última vez que entré a un videoclub. No sé si empecé a espaciar cada vez más mis visitas hasta que un día no fui más o si fue de golpe, si desaparecieron los videoclubes y fui consciente de ello o si ni me enteré. Más bien creo que se perdieron como se pierden un montón de cosas, sin que nos demos cuenta. Me parece que fue Galeano el que escribió algo así como que en nuestros países, con tanta gente perdida, llorar por las cosas sería como faltarle el respeto al dolor. No vamos a llorar por los videoclubes, los vhs y los dvd, claro que no. Pero a lo mejor, por un instante y mientras escribo esto, deje caer dos o tres lagrimitas por lo irrebobinable del tiempo que no nos deja pispear aunque sea por un ratito lo que ya pasó.