Cuidar
/De este lado del mundo empieza de a poco a venir el frío. El otoño más que media es un cuarto de estación y se pasa en un parpadeo, el invierno está a la vuelta de la esquina. La señal indefectible para mí es que, por la mañana, cuando salgo de la cama necesito ponerme medias para andar por la casa, yo, que viviría descalza si pudiera.
Me gusta el frío sobre todo porque me gustan los interiores que están calientes, el humo del café de la mañana, el olor a comida como una poción hirviendo al mediodía, los paños calientes en la frente si hay gripe. Antes de seguir enumerando lugares comunes creo que más valdría decir que cuando hace frío extraño más a mi mamá.
No sé si soy ‘mamera’. Como muchísima gente quiero a mi madre y le reconozco el valor enorme que ha tenido (y que yo ni tengo ni tengo ganas de tener) de tenerme, darme de comer, lavarme cuando yo no podía y de enseñarme a, en adelante, hacer conmigo misma lo mejor que pudiera. Pero no sé si soy mamera, mi dependencia es relativa: llevo bastante tiempo viviendo muy lejos de mi madre, le cuento muchas cosas de mi vida pero no todas, pueden pasar unos días sin que hablemos y se podría decir que le salió bien eso de enseñarme a arreglármelas solita.
Lo que necesito en general, y quizás más cuando hace frío, es algo parecido a lo maternal. Seguramente no es la palabra y haya una mucho mejor pero trataré de explicarme. Lo que quiero decir es que a lo mejor sea el lugar de mi luna en la carta natal, o algo que me pasó cuando era chica y todavía no salió en la terapia, pero el hecho es que hay algo de lo ‘maternal’ que yo voy buscando al margen, y más allá, de mi madre. Me refiero a los cuidados, al asilo, el abrigo o el abrazo.
Desde la escuela hasta este otro continente, cada vez que di un paso fuera de mi casa, he ido procurándome, sin darme cuenta, otros calores de hogar, nuevas formas de salvarme de la intemperie. Con el tiempo he ido comprobando que muchos de mis amigos son, a falta de un mejor término, profundamente maternales. Y no es porque yo sea bastante llorona y pierda rápido la paciencia, no lo son solamente conmigo, son gente que sabe cuidar a los demás: gente que te cocina algo, que te ofrece un colchón en su casa, que te invita a dar una vuelta cuando sabe que tenés la cabeza encerrada, que te abraza de prepo cuando tu cuerpo torpe y terco da vueltas para hacerlo. Son cuidadores y eso cura toda orfandad.
Esta no es una oda a mi madre ni a mis amigos, aunque probablemente debiera serlo. Por suerte para el mundo hay mucha gente que cuida como ellos, aunque yo no tenga el gusto de conocerlos a todos. Tenemos el algoritmo llenos de mezquinos y de crueles, de los que matan de hambre y de bombas, de los que rompen todo. Pero existe también otra gente que sabe cuidar, que levanta a alguien del suelo frente a un montón de uniformados sanguinarios, que llena ollas populares, que se sube a un barco para llevar comida y medicamentos, que lee cuentos a chicos que no conoce, que cura en un hospital olvidado. Los gestos buenos no abundan pero todavía existen, como eso de la flor entre el cemento, la promesa frágil, la resistencia en ciernes. Esto que digo puede sonar ingenuo, cursi y hasta un poco démodé, pero hablo de gente concreta que se ocupa de los demás, como mis amigos de mí cuando estoy sola y hace frío. Yo sé que está todo bastante oscuro, y no soy precisamente lo que se dice una optimista, pero de algo tendrá que valer toda esa gente que cuida, digo yo.
Desde que vivo aquí paso gran parte de mi tiempo con una pareja de amigos de mi abuelo a quien, por cuestiones de la bestialidad humana que arrasó con nuestro país, no llegué a conocer. Por suerte a ellos sí pude conocerlos y 50 años después de aquella amistad, a miles de kilómetros de la avenida Sarmiento donde creo que se vieron por última vez, una nieta y unos amigos comparten el tiempo. Aunque el tango tenga razón y la vida sea esa herida absurda, a veces me parece que tiene cosas que, si no reparan, al menos parchan, con cariño, algunas injusticias. Como una curita sellada con un beso.
A veces me da por pensar que poder compartir este tiempo con ellos sea, tal vez, un regalo involuntario que me dejara ese tipo al que no conocí en este, el país de su infancia. Porque cuando llegué no conocía a casi nadie y, como bien lo sabemos todos los implicados en esta historia porque alguna vez fuimos (o siempre seremos) extranjeros en algún lugar, el asilo y el abrigo son muy importantes.
Todo tiene que ver con todo porque me cuidan, y a lo mejor yo también un poco a ellos, y eso es una buena noticia. No hay manera de volver a armar todo eso que la crueldad ha destruido, pero hay una especie de pequeña venganza en sacarle la lengua a la muerte a través del tiempo y del espacio, encontrándose y cuidándose. Esto ocurre todo el tiempo y de muchas formas en el mundo, aunque tenga poca prensa. Somos una especie destructora y siniestra pero, como dijo un trovador, también el cariño nos sale muy bien. O algo así.
Me cuidaron en la cuna y en la fiebre. Cuidé haciendo canciones y regalándolas. Me cuidaron con arroz y un sofá, y yo cuidé escuchando hasta altas horas, llenando cajas de mudanzas, riéndonos y tomando para no llorar.
Me gustaría que escribir pudiera hacer algo por alguien más, aliviar una carga pesada, ser un empujoncito, dar un poco de calor. Quisiera que escribir pudiera ser también cuidar algo, como acariciar el lomo de mi gato, que no dice nada pero sé que me siente.