Señales

Ilustración: Celeste Constanza Antonio | La Palta

Hay un parque grande a donde voy siempre que quiero pensar. Con esto no quiero decir que el resto del tiempo me la pase, descerebradamente, en otras partes de la ciudad, aunque un poco sí. Me refiero a que a ese parque voy cuando tengo la cabeza hecha un lío, cuando necesito tomar decisiones y no puedo desenredar ninguna idea, cuando hay que sacar algo en limpio de entre toda la basura que se amontona en el más recóndito rincón suboccipital.

Llego y me siento en algún banquito del parque, a la sombra, entre los árboles, a esperar a que algo ocurra. Creo que, a lo mejor, si el pato del lago se sumerge un rato con la cola hacia afuera, yo debería entender en el acto que tengo que darle para adelante con eso que no me animo a hacer. En cambio, si el cisne se acerca a la orilla desde la izquierda, entonces, eso significa que yo debería evitar de plano ese camino y, aún más, desterrar la más mínima posibilidad de mi cabeza para siempre.

Últimamente, buscar señales en hechos casuales y completamente desconectados de mis problemas y mi psiquis se ha convertido en una especie de obsesión para mí. Necesito hacer que el universo reflexione las cosas por mí y me devuelva una decisión tomada e inapelable. Me parece que entre eso y pedírselo al chat gpt, la mía es una opción mucho más telúrica y ancestral: es la tierra y sus criaturas quienes me dicen cómo debo actuar, como en tiempos remotos les habrá pasado a los hombres de las cavernas (bah, no sé, digo yo). Si los romanos hicieron un imperio de interpretar el vuelo de los pájaros, cómo no voy a poder yo invitar a salir a alguien a partir de las hojas nuevas que le salieron a mi plantita de un día para el otro.

A veces también recurro a la sabiduría de mis coetáneos. Una amiga me recomienda que vaya a alguna librería o a la biblioteca, a la sección que más me guste, y abra cualquier libro en la página que sienta que debo abrirlo. Lo que toque en el libro tiene que ayudarme a decidir: una especie de i ching pero más volado. La última vez que le hice caso me tocó una hoja que decía cómo hacer una perdiz en el manual del origami. No entendí el mensaje, pero no descarto la técnica para discernir futuras cuestiones de vida o muerte.

Cuando era chica tomaba las circunstancias aleatorias positivas como afirmaciones y las malas, como negaciones. Si me encontraba con alguna amiga en la calle, si había postre (que no es fruta) en casa, si prendía la radio y sonaba una canción que me gustaba, era que sí, lo que sea pero sí. En cambio, si me cruzaba con alguien que no quería, si había pescado para comer, o si sonaba en el super una de esas canciones que te explotan en el cerebro, era que no, definitivamente no a lo que sea que tuviera en mente.

Conozco gente que hasta el día de hoy considera de muy buen augurio llegar a casa y que el ascensor esté esperándolos en la planta baja, y de pésima señal el que esté trabado con una mudanza en el piso 12. Es el mismo tipo de gente que juzga que un semáforo roto o en funcionamiento puede ser un indicio importante de cómo será el resto de su día, como si algo en el mecanismo de los semáforos pudiera conectarse secreta e inalámbricamente con la vida más privada de una persona. Claro que yo, que voy a ver patos en el parque para decidir qué hacer con mi vida, no tengo la autoridad para opinar nada sobre esa gente. Al contrario, los entiendo aunque viva en una planta baja y en un país en donde siempre funcionan los semáforos.

Los entiendo porque, en definitiva, el problema es tener que decidir y cargar con la decisión tomada. No importa lo que sea, una decisión siempre implica una renuncia y en este mundo donde todo el tiempo estamos perdiendo cosas, nos cuesta hacernos cargo de que hay otra cosa más que abandonaremos voluntariamente y, probablemente, para siempre. Ojalá pudiéramos elegir todos los caminos, practicar la omnipresencia, a todo decir que sí, que no hubiera riesgos, mandarse y que siempre salga bien.

Decidir nunca garpa: lo hagas como lo hagas, responsabilices al mundo o a tu impericia, cuando te decidís, algo empieza, tímidamente, a respirar y otra cosa se rompe para siempre.

Y, lo peor, más allá de lo que decidan por mí los patos o por mi amiga las páginas de los libros, es que, una vez elegido un camino, somos nosotras las que ponemos la carita y nos hacemos cargo.

A pesar de todo, y aunque a veces terminemos cagándola, siempre hay alguien que, lejos de tu cabeza perturbada pero cerca de tu buen corazón, te dice que hiciste bien, que te banca en la que sea, que va a estar todo bien. Siempre hay alguien que te escucha en ese mismo banco del parque o desde un audio de Whatsapp y te hace creer que la tuya fue la mejor decisión por el simple hecho de que por fin la tomaste y de que sos vos, y te quiere, claro. Siempre hay alguien para convencerte de que quizás el universo se equivoque pero que vos vas a poder con ese quilombo, que en todo caso tendrás la anécdota, que hay tiempo para hacer y deshacer, que a lo mejor hay algo detrás de todo, o que por ahí no hay nada pero así es la vida.

Porque si hay algo que no decidieron los patos, los ascensores, los semáforos o los libros es ese colchón de voces, de brazos y de brindis que del otro lado te espera para atajarte igual.