Grandes éxitos
/Collage: Julieta Pérez
Tengo edad suficiente para contar entre mis cosas queridas con una colección bastante amplia de cds que hoy no tengo en dónde escuchar. La mayoría tienen las tapas de plástico rotas, el cosito que agarra el disco ya desdentado, o el “librito” con todas las hojas sueltas. Los de cajas de cartón tienen una pátina de polvo adherida que parece perenne.
Entre mis discos más queridos estaba uno azul oscuro y dorado de Queen. No era ningún álbum en particular sino un compendio de éxitos que sirvió de introducción para mi curiosidad melómana y me hizo conocer y querer más y mejor a Freddy y sus amigos. Los “Greatest hits” eran eso, un rejunte de lo mejor de lo mejor, un amontonamiento de canciones redondas y perfectas como si no hubiera más en la historia de una banda, como si no existieran también las otras canciones, más flojas pero vivas y canciones al fin.
Me pregunto a veces qué pasaría si los greatest hits no fueran solo discos, si se pudiera juntar en un lugar solo los éxitos de la vida, como un escaparate de aciertos para que solo eso se vea. A lo mejor eso ya exista y se llame Instagram, pero yo me refiero a la verdad, sin dibujarla ni maquillarla, no solo la foto en la que salimos sonriendo sino al compilado profundo de lo mejor de lo mejor, hacia afuera y hacia adentro y hacia todos lados.
El disco antológico de un amor, por ejemplo, tendría que tener todo eso que cuando se cuenta parece una película independiente que está buena. Un track indispensable tendría que ser el momento ese en que salimos de esa fiesta a fumar bajo el único techito en la tormenta y entonces, después de hablarnos tantas veces, hablamos por primera vez. Los greatest hits, sin duda, tendrían que incluir las cosas que se hacen en los ascensores, las terrazas, los baños públicos y los cines cuando ha ido poca gente. El comienzo o el cierre del disco tendría que tener uno de esos temas infalibles que hable del submundo de encontrarse debajo de unas sábanas o de dormirse al borde de unas piernas; esos que siempre terminás cantando aunque ya ni los sientas. También estarían los otros más ingenuos, como quedarse dormida con el télefono en la cara de escribirse, como nombrarse distinto, como lo primero que pasa que te hace pensar que algo pasa. En la cuidadosa selección de los temas quedarían afuera los que no hacen furor, los olvidables por simples, por aburridos, los ambiciosos pero malogrados. En otras palabras, la mayoría de las canciones que hacen a cualquier historia. Los del cotidiano, la mascota compartida, la compra en común de la cama y del aire acondicionado, la parte de ir a la casa de tus viejos domingo de por medio, los proyectos de criar ovejas en Nueva Zelanda, empezar a no comer lo que vos tampoco, las escapadas de fin de semana, viajar a la costa y salir en todas las fotos con el viento y tu cara en mi cara. Todas esas canciones que integran el lado B de los discos de estudio, fotos de un momento que no tienen nada que decirle al futuro, que esquivan todo tarareo y nunca pero nunca se te pegan.
Mis discos de grandes éxitos, como buen curso introductorio a cualquier banda, estaban siempre a mano y a la altura de los ojos. En cambio, al último estante, juntando tierra y pelusas, iban a parar los discos que no escuchaba nunca porque juzgaba malos, aburridos o tristes.
Los discos del último estante del amor tendrían todas las canciones que es mejor evitar, porque suenan mal aun con el paso del tiempo, porque te transportan al lugar inseguro y porque, si tenés un mal día, te hacen llorar.
Canciones como los ojos de sapo de no dormir peleando, o vaciar la casa de sus cosas o sacar mis cosas de la suya; como las reincidencias a deshora que salen mal, la mascota que alguien tuvo que perder o el día de borrar su teléfono del campo "persona a quien llamar en caso de emergencia"; temas enfurecidos, como el del oso de peluche que alguien despanzurró en la vía o la caja de cartas que alguien quemó con ritual y todo; las remeras que dimos por perdidas, los libros dedicados, las entradas a los recitales y los pasajes a lugares en los que fuimos tan felices. Todos estos tracks espantosos se amontonan en discos cuidadosamente escondidos, como para que no sea posible dar con ellos en un descuido, un tropezón o un domingo.
Siempre pensé que el problema más grande de los discos compilatorios era la selección: lo que entra y lo que queda afuera. No tanto porque no haya éxitos absolutos e intemporales sino porque si la banda sigue tocando, entonces, siempre cabe la posibilidad de ampliar la lista. Así es como existen colecciones largas de grandes éxitos (I, II, III etc) según la mayor o menor trayectoria de los músicos, el renombre y, en definitiva, el talento para seguir haciendo canciones que la gente vaya a amar para siempre.
En los discos del amor es deseable que existan siempre nuevas entregas de grandes éxitos. Los nuevos amores exigen nuevos discos donde ir a amontonarse. Aunque el último pueda parecer insuperable, aunque pensemos que está cubierto para siempre el cupo íntimo de canciones que nos atraviesen el corazón, hay que esperar el nuevo disco. Esperarlo y reservarle un lugar a mano y a la altura de los ojos, guardarse para él el mejor momento del día y escucharlo en loop, compartirlo con amigos, contarles lo bien que te hace escucharlo y sonreirte de un costado de la boca (que es, al menos, lo que hago yo cuando estoy en otra).
Una vez, grabando unas canciones que no alcanzan para integrar ninguna selección de triunfos, alguien me dijo que los discos nunca se terminan sino que se abandonan: un día hay que tomar la decisión de que hasta aquí hemos llegado y bajar la cortina. Hay que darlo todo, aclararse otra vez la voz y salir a cantar otra cosa. Pienso que con los hits del amor es igual, hay que salir a buscar otros nuevos a otra parte, porque la música y la vida siguen.
Las nuevas historias merecen nuevos y mejores hits. Y nosotros también.