La escalera del mal

Por Ana Jeger

Ilustrción de Julieta Pérez | La Palta

La primera vez que me fui a vivir lejos tenía 23 años y un Nokia 1100. Mis viejos tenían algo que hacer en Buenos Aires, o no, pero el caso es que viajaron conmigo desde Tucumán hasta la capital y me despidieron en Ezeiza, como en las películas, como tiene que ser.

No recuerdo mucho de ese día, salvo la sensación de intentar no llorar mientras nos abrazábamos. Tenía en los ojos esa cortina de agua a la que solo le falta un pestañeo para caer como un baldazo. Y, como todos sabemos, empezar a llorar es no parar.

Les dejé el Nokia 1100, porque no iba a servirme en aquella era sin internet en los teléfonos, ni Whatsapp, ni fotitos para mandar, y pasé del otro lado. El otro lado es ahí donde van los que se van y tienen un montón de asientos y de tiempo para sentarse a esperar pensando en lo que dejan.

Era de noche pero dentro de los aeropuertos eso da un poco igual. Me quedé haciendo tiempo en un freeshop aséptico, con la cara colorada y los ojos hinchados y brillosos, totalmente desconectada de todos los demás.

Creo que en ese momento todavía no existía la escalera del mal. Quiero decir, la escalera estaba pero después de ella, o arriba, una todavía podía seguir ahí, en casa, con mamá y papá. Antes todos podían subir la escalera y alargar un poco más el tiempo, dilatar el momento, hacerse el boludo aunque sea un ratito más. 

En algún momento, o en algunas terminales del aeropuerto, eso cambió y la escalera mecánica de Ezeiza se convirtió en una frontera horrible que solo pueden atravesar quienes se van. Hay, incluso, por si a alguien le quedaran dudas, un cartel en el piso que dice: “solo pasajeros”. 

Ilustrción de Julieta Pérez | La Palta

Abajo, los que se quedan, arriba, están los scanners y la aduana, los trámites engorrosos, las retenciones arbitrarias del personal de seguridad, pelar el pasaporte, dar explicaciones. Una vez que te subís a esa escalera, un poco ya te has ido. Mientras va subiendo y saludás a los de abajo demorando el momento de darles la espalda, si no has llorado antes, es ahí, exactamente ahí, donde empieza el aguacero. Para cuando llegás al control, después de una fila zigzagueante, tenés la cara tan deformada que parecés el monstruo del desarraigo.

Con algunos amigos que vivimos lejos le llamamos “la escalera del mal”. No conocemos otro aeropuerto en donde la frontera entre irse y quedarse esté tan marcada y, si hubiera otros con la misma característica, no nos importaría. Esta nos duele porque de un lado se nos queda una parte, porque abajo y, más allá pero siempre de ese lado, están los padres, los amigos, el gato, los abuelos, las empanadas, el buen tiempo, nuestro idioma, los bares con fernet, las cajas de recuerdos de nuestra vida. 

Ilustrción de Julieta Pérez | La Palta

La escalera del mal a veces sale en las películas. La sube Darín o Leo Sbaraglia, y está buena porque es trágica como ella sola y como las películas argentinas necesitan serlo siempre. Los personajes lloran y se despiden, empiezan las aventuras o se terminan para siempre. La escalera del mal es una metáfora horriblemente hermosa en el cine, porque le pasa a otros.

En la vida real hay que procurar llegar solos hasta la escalera del mal, que nadie se quede abajo mirándonos subir, mirándonos partir. No será tan poético pero cuando vivís lejos y ya sabés cómo te pegan las despedidas, una renuncia a la lírica en pos de un poquito de salud. Una prefiere irse rápido y sin rituales, saludarse una noche después de tomar unas cervezas con un beso y un ‘¡nos vemos!’, que no haya un cortejo hasta el aeropuerto, que nadie nos dé una mano cargándose una mochila. Irse y ya, sacar la curita de un tirón, cagarse en la escalera del mal, demostrarle que somos inmunes a su poder desgarrador, que la subimos sin derramar ni una lágrima, que estamos haciendo un trámite y que sabemos salir ilesos.

Después llegamos, pasa el tiempo, pensamos en la casa pero no en la puerta, nos olvidamos de Ezeiza hasta que un día, que venimos esperando en el calendario, volvemos al lugar de la escalera que los recién llegados no vemos. El aeropuerto es entonces una lágrima buena, alfajores, localía, algo que está apenas por estrenar. 

Mientras estamos en casa juntamos mimos y agallas para cuando toque volver a enfrentarla: esta vez la escalera del mal no nos quebrará o, si lo hace, será hermoso e inofensivo, como en una peli de Sbaraglia, o de Darín.