Un lugar para cada cosa (y cada cosa en su lugar)

Collage: Julieta Pérez

Me pasé años pasando por la puerta de una casa vieja de barrio sur y queriendo entrar. Siempre había vivido a unas cuadras de esa cuadra pero a esa casa la empecé a ver, de verdad, un año en que solía amanecer justo al frente. Me despertaba temprano los domingos, con el corazón y el hígado un tanto revueltos, y emprendía la vuelta a mi casa mirando esa otra casa, curioseándola por la ranura del buzón, esperando que alguna vez la puerta estuviera abierta y deseando inútilmente que la cama donde me pasaba ciertas noches estuviera, mejor, ahí dentro. Pero la casa parecía deshabitada y así se quedó. Con el tiempo dejé de dormir en esa cuadra y hasta procuré evitarla. La vereda que me gustaba tanto se oscureció, se manchó de circunstancias, se me volvió derrota en la memoria, y esos rótulos son difíciles de despegar.

Pasó mucho tiempo desde entonces. La última vez que estuve en Tucumán volví a pasar por ahí. La casa estaba abierta, y tenía muchas luces y unas mesas con azulejos de colores afuera porque se había convertido en un bar. Me alegró que, al menos, no fuera la sucursal de un banco o de un supermercado.

El café estuvo bien y la casa por dentro era vieja y hermosa, tal como me la había imaginado, pero hasta ahí. Quizá porque era un bar lleno de gente, pero sobre todo porque yo ya no tenía veinticinco años ni dormía al frente, enamorada, y porque ahora sé cosas mucho más crueles y otras mucho más verdaderas de las que sabía entonces. 

Esa casa no era un lugar, era una época. Y ahí estaba toda esa gente, desprevenida, tomándose un cortado con medialunas, sin tener ni idea. 

Está bien tener un lugar. Aunque después nunca nada, aunque quede en el discurso, en las canciones o en los cuadernos. Hay que tener un lugar donde amontonar lo bueno, un lugar para las promesas, aunque no lo conozcas, aunque nunca hayas estado, aunque sea inventado. 

Hay que alojar en algún lado el anhelo, la piedra que es el salvo, el punto de encuentro que ofrecen los aeropuertos. Siempre nos quedará París. Oz. El 7 de la Calle Melancolía. À Port Coton qu’on se revoit. Siempre seremos lo que éramos en el patio de la escuela.Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre.

Yo me fui a una ciudad porque me dijeron que ahí había nacido mi abuelo, visité una isla por causa de una película que me había impactado, vuelvo siempre que puedo a ver un cerro porque allá pasé veranos y adolescencia, y entré a esa casa que ahora es un bar porque en esa cuadra, un rato y hace tiempo, había sido feliz. No hay mucha coherencia, es algo así como una corazonada y la necesidad de ponerla a andar en un lugar. 

Casi siempre el lugar elegido es aquel en donde no estamos porque la esperanza garpa mucho más: lo que aquí es borrador allá puede ser finalmente la versión definitiva. 

Hace algunos días hicieron 3 años que me instalé en este lugar. Esta ciudad tiene dos ríos, que son ella y él, y que se encuentran en un punto formando una Y. Entre ellos hay casi una isla que, de tarde, cuando baja el sol, se me mete en los ojos y me hace un mimo. Es cierto que Ítaca siempre será Ítaca pero aquí están Circe, y Calipso, los monstruos espantosos y las sirenas hermosísimas, el gps en otro idioma, las rayitas de crecer en el marco de la puerta, la vida incómoda de no siempre hacer pie. Cuando vuelvo de alguna otra parte siento que estoy volviendo a casa, a lo mejor por toda la sangre que me fui dejando aquí. 

Supongo que lo que quiero decir es que hacerse una casa cuesta y a veces la queremos todavía más justamente por eso, porque costó.

Muchas veces me fui de lugares. Casi siempre me adelanto porque prefiero irme antes de que me echen: aprendo rápido y entiendo al toque cuando hay que irse. Al final, más temprano que tarde, descubro que hice bien. 

Me fui de los llamados lugares correctos, asépticos y brillantes, para llegar a antros espantosos, los lugares equivocados, oscuros y pegajosos, en los momentos más inapropiados. En el medio, pasé por los no-lugares, esos limbos raros al borde de la ruta, donde te vas quedando aunque no sepas bien por qué. Al final nada estuvo tan mal y todo es reversible, la mejor parte de partir es volver y al revés.

Odio los aeropuertos, las salas de espera, las sillas de los dentistas, las aduanas, los trenes fantasma, el espacio de la hoja donde hay que firmar y las terminales de ómnibus por la noche.

Me gustan los bares, las camas, los balcones, el borde del río, la plaza San Martín, los teatros, el hueco del pecho, y el fondo de las piletas.

Tengo un lugar para cada cosa, compartimentos donde meto lo que hay que guardar y que a veces convierto en canciones. Lo demás, lo que descarto, también irá a alguna parte que no sé. Cada cosa en su lugar, sin pretensión de orden, sin saber incluso dónde queda todo, dónde está mi casa, si hay un lugar correcto o es que es siempre allá donde no estamos más.