Que La Palta siga

Ilustracióm: Agostina Rossini

En general cumplir años me parece una mala noticia.

No quisiera que esto se malentienda: no tengo nada en contra de la vida ni contra la posibilidad, azarosa, de seguir en ella. De poco valdría oponerme a algo sobre lo que no tengo ningún control, es como enojarse con lo que me toca en la Generala. 

La mala noticia de cumplir años, para mí, tiene que ver con el efecto de los años sobre el cuerpo y, a la larga, sobre la cabeza. La pésima noticia es envejecer, sentirlo en la parte baja de la espalda, entender lo que es el nervio ciático, necesitar más aumento en los lentes, consultar especialistas que antes no hacían falta, ponerse cosas nuevas en la cara, teñirse o hacerse amiga de las canas, perder siempre contra las resacas por muchos goles a cero.

Para que cumplir años sea solo el festejo de seguir durando, sin envejecer ni gastarse, entonces hay que ser otra cosa que humano: un dios griego, un buen vino, o un medio de comunicación popular.

Hace algunos años mandé una nota a una convocatoria para redactores y quedé. Me citaron una tarde en un edificio de ladrillos a la vista sobre la Avenida Sarmiento. Cuando llegué, en la puerta, me encontré con dos chicos con mi misma cara de no saber qué esperar. Como yo no venía de la carrera de comunicación, ni entiendo mucho de periodismo y la de la convocatoria era la primera nota que había escrito en mi vida, pensaba que iba a encontrarme con una oficina de redacción como la del diario El Planeta, donde trabajaban Clark Kent y Louise Lane. Pero no. 

En cambio, estos dos chicos y yo nos encontramos con una gente que tomaba mate con facturas en una casa mientras hablaba de la vida, con un par que llegaron después que nosotros, con una que vivía lejos, y con algo así como una explicación de dónde nos estábamos metiendo.

Como a mí me gustan las cosas difíciles y el fruto noble que daba nombre a ese invento, lo tomé como una señal del más-acá y decidí quedarme.

Hay algo muy bueno que ocurre cuando empezamos a formar parte de algo. La grupalidad es un superpoder, las cargas son más livianas, los logros tienen mejor gusto, el color de cada uno se luce más y el todo es mucho más que la suma de las partes.

Con La Palta nos anotamos en todas, a veces con suerte, otras no tanto (“nosotros nos tenemos que extinguir, corazón…”). Fuimos ilusos pero perseverantes, inteligentes para algunas cosas, boludos para otras, abonados a la misma piedra dos veces, campeones del poco faltó, amigos que de noche se sacaban las cabezas en discusiones estériles (y no tanto) pero que siempre al día siguiente seguíamos ahí, porque éramos los de siempre. 

Yo me fui y volví, otros llegaron, hay gente que nunca se fue y hay gente que nunca se fue aún habiéndose ido. Creamos un monstruito que podía prescindir de cada uno de nosotros por separado: lo que hicimos juntos ya se movía solo y eso nos tranquilizó. La Palta seguiría dando frutos porque el arbolito ya estaba ahí.

Han pasado 84 años, o 15 que se sienten como 80. Voy a perderme la fiesta y el vals pero confío en que los allá presentes sabrán hacer los honores porque, si hay algo que se les da muy bien, es festejar. Los deseos de las velitas van a ser muchos pero en el fondo será uno solo, el de siempre: que La Palta siga. Que nos busquen en la calle y nos encuentren, que sigamos parados en nuestro tiempo, que nos siga gustando este oficio, que si algunos nos cansamos siempre haya quien tome la posta pero que La Palta siga.

Tomo aire y desde el fondo de los pulmones soplo mi deseo transatlántico. Felices 15 años a ese lugar feliz: nuestro mundito es más habitable desde que La Palta existe.