Pelpa

Collage de Julieta Pérez | La palta

Necesito encontrar un papel para un trámite y, por supuesto, no está por ningún lado. Formo parte de ese grupo de personas que se siente muy ordenada y precavida porque guarda los papeles importantes tan pero tan bien que después es imposible dar con ellos.

En una carpeta que armé con cuidado están los documentos más importantes de mi vida, de aquí y de allá. Las personas migrantes viajamos con un montón de papeles fundamentales, por las dudas. La mayoría de las veces no nos los piden en ningún lado, pero hay que ser previsores porque una no está en casa como para pedirlos por servimoto.

Entre lo más importante que tengo en esa carpeta están mis dos pasaportes. Uno es todo mío, el otro, heredado. Uno tiene que ver algo con algo así como la Patria, el otro es un changüí, un regalito potencial, el privilegio de no tener que ir todos los años a la Prefectura buscando visa para un sueño. Parafraseando al poeta que, en realidad, quería decir otra cosa: uno es fuerte y es fiel, el otro, un papel. Los dos tienen mi nombre, mi foto y el día en que nací. A ambos les faltan las cuerdas de mi primera guitarra, el patio de mi escuela, toda la sangre que salió antes de esa cicatriz en el tobillo, los bigotes de mi gato, un beso en la plaza y la canción con la que me hacían dormir. 

En fin, dos pasaportes y ninguno dice quién soy en verdad.

Vivo en una ciudad grande pero no enorme, bastante tranquila, llena de gente de todas partes. 

Parece que no es cierto que el gusto esté en la variedad porque, además de mucha gente caminando por la calle, hay mucha, pero mucha, policía patrullándola. Siempre, pero sobre todo últimamente, pedir papeles al tuntún (y no tanto) se ha vuelto una costumbre habitual, es lo que mandan los que mandan: expulsar y levantar muros, lo tuyo es mío y lo mío es mío, estas son mis reglas y si no te gustan, la salida es por allá. 

A mis bisabuelos no les dijeron nada cuando llegaron al puerto de Buenos Aires: entraron nomás a buscarse la vida, pacíficos y cabizbajos. Mis bisabuelos no tenían papeles pero se quedaron. El mundo también estaba roto pero los pedazos estaban repartidos de otra manera. 

Como mis bisabuelos, yo también soy migrante. Eso sí, lo mío es más vip porque tengo unos papeles que dicen que soy del país en el que vivo, unos papeles que son auténticos, porque salieron de un consulado, pero que no dicen la verdad. No dicen que, de cuatro abuelos, uno era francés. No dicen que nació aquí pero que era hijo de migrantes judíos polacos. No dicen que les pasó una guerra, no dicen que también fueron migrantes en Argentina, no dicen que mi papá nació en una ciudad que se llama Tucumán, no dicen nada de los genocidas, no hay pañuelos ni búsquedas dibujados en ese documento. Nada de todo esto puede ver el señor policía cuando me pide mi carte d’identité. La identidad es un poco más compleja que esa tarjeta que, en una lengua que no es mía, dice que está bien, que me puedo quedar, que estoy en regla, que soy legal. Como si fuera una condición humana, como si se pudiera ser ilegal, como si mis bisabuelos mallorquines que apenas hablaban castellano hubieran sido ilegales, como si hubiera sido legal lo que otros españoles hicieron muchos siglos antes en casa ajena, como si fuera legal lo que siguen haciendo quienes han decidido que son los dueños del planeta.

Me gustaba tirarme boca arriba en el anfiteatro de la escuela, la cabeza apoyada en la falda de alguna amiga, y charlar hasta que había que entrar a clase. Me gustaba cuando mi abuelo guardaba sobrecitos de azúcar en el bolsillo de su camisa para dármelos al llegar de viaje. Me gustaban algunos ojos sobre los míos, haciéndome de espejo. 

Me gustan los equilibristas y los globos aerostáticos, el helado de vainilla, la calle San Luis en Tucumán, el quai del Rhône en Lyon, la gente que cuando está nerviosa se muerde el labio inferior, ciertos venenos, los acordes con séptima mayor, el olor del frío, las remeras sueltas, Chopin para escribir, los gatos gordos como el mío, llegar a casa donde sea que eso sea, y escuchar la voz de mis amigos.

Dudo que todo eso quepa, apretado, entre las líneas de mi huella dactilar. Ni que hablar de todo lo demás, lo que no me gusta, lo que me costó, lo que crecí en el medio, la combinación azarosa que me puso en la vida y la mezcla agridulce que saqué de andarla. Cuando crucé las fronteras seguí siendo yo aunque mi nombre se hubiera convertido en una palabra aguda. Nada de lo que traía se cayó al mar, me he sido inevitablemente leal: es imposible sobrevivir tan lejos sin ser una misma. 

La primera vez que vine por aquí, cuando dejé el Nokia 1100 en casa, vivía en un piso compartido con gente de todas partes.

Aunque estábamos en un país, nuestro departamento era como una isla flotando lejos de todo, nadie era local o todos lo éramos, nadie era extranjero porque éramos de todos lados. Suena muy hippie pero no había ninguna convicción profunda detrás de nuestra convivencia, simplemente ocurría así nuestra mezcla más o menos armónica. 

En esa torre de Babel se hablaban a medias muchas lenguas y, especialmente mal, el francés. Abundaban los malentendidos, los chistes traducidos, las señales de humo, los desayunos tan distintos. Vivir dentro de esa suerte de comedia internacional de enredos fue mi primer acercamiento con el mundo, así, a pequeña escala, en una ciudad chiquita cerca de los Alpes. En ese lugar aprendí que había otras formas de hacer las cosas y de nombrarlas, que a todos nos daban un poco de miedo las maneras ajenas pero también nos atraían, como el mar. Allí también me enamoré cuando alguien me dijo unos versos de Borges en su idioma, y supe que entre tantas diferencias también nos parecíamos más de lo que queríamos creer.

Qué le costaba al mundo ser como ese piso compartido donde vivía a los veintipocos, allá donde hablaba en una media lengua, aprendía cosas y me enamoraba. 

Al final del día, cuando ya me doy por vencida y dejo de buscar, aparece el papel que necesitaba. Lo miro con bronca. Hubiese preferido encontrar un sobrecito de azúcar de mi abuelo y que eso bastara para decir quién soy. Que bastaran los sobrecitos de azúcar de cada uno para dárselos a la policía en la calle como todo documento de identidad, y que nadie fuera echado de ningún lado por no portarlos. Qué le cuesta al mundo, digo yo. Qué le cuesta.