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/collage: julieta pérez | la palta
Me despierto en la habitación de un hostel llena de gente que no conozco. Todavía medio zombie después de una noche muy mal dormida, escucho que dos de mis compañeras de cuarto charlan. No les conozco las caras porque a las 3 de la mañana cuando llegué, con el cuarto a oscuras, ellas ya dormían.
Una le dice a la otra, en un español con mucho acento:
Disculpa, voy a dejar mis cosas aquí ¿puedes pasarme tu número así te escribo para venir a buscarlas?
Sí, claro - le dice la segunda - Anotá: +54…
El código de área me despierta un poco. Y entonces sigue, y con esto me despierto del todo: - 381…
Sí, una coterránea en la cama de abajo.
¿Puede pasar? Claro que puede pasar, después de todo, el mundo es un pañuelo, somos un montón de tucumanos y todos andamos por todos lados.
Lo que es un poquito más improbable y en lo que radica, a mi humilde entender, la magia (negra) del lugar de donde vengo es en lo que pasó después. Porque cuando terminé de despertarme y prendieron las luces, esta tucumana y yo nos miramos y nos dimos cuenta de que nos conocíamos.
Hace unos años hice una canción sobre una chica con la que compartíamos los lugares, los eventos y hasta los amigos, pero nada más. Quiero decir que compartíamos de todo menos los fluidos, porque, mal que me pesara, no nos conocíamos en absoluto. La canción, más que de ella y yo, terminó hablando de lo pequeña que es la ciudad en la que vivíamos, bastante influida por la dudosísima pseudo teoría de los 6 grados de separación. Alguien en la universidad de Massachusetts, o una de esas, dijo que en verdad una persona cualquiera del mundo y otra están conectadas por una cadena de solo seis enlaces. Algo así como que entre dos personas aparententemente tan distintas como, pongamos por caso, Matt Damon y quien suscribe hay una conexión brevísima de personas: mi amigo Harry tiene una hermana en su Salta natal que tiene una clienta que es amiga de la esposa, salteña, de Matt. Voilà.
Ocurre que en Tucumán seis conexiones son demasiado: cualquiera que viva en esa ciudad sabe que lo separan de cualquier otro conciudadano una o dos personas, tres como mucho. A veces la constatación de este hecho es amable y tierna: nuestros padres eran vecinos y jugaban juntos de chicos. A veces, no tanto, como la vez que mi ex me contó que una chica le dijo que la ubicaba porque sus ex (la ex de esta chica y la ex de mi ex, o sea yo), eran ex. Sí, ya sé, está difícil, pero no sé cómo ponerlo más claro, vuelvan a leerlo todas las veces que necesiten.
collage: julieta pérez | la palta
Me encantaría decir que estoy contando todo esto para develar que finalmente la chica del hostel era la misma que la de la canción, y que por fin terminamos de conocernos paseando un día entero por las calles de una ciudad europea a lo Antes del amanecer. Pero no. La vida no es tan cinematográfica, ni el mundo tan pequeño ni yo soy tan afortunada.
Una de mis amigas dice que el hecho de que Tucumán sea un pañuelo es lo mejor y lo peor que tiene. Lo mejor y lo peor, como un trabajo de lunes a viernes. Lo mejor y lo peor, como tener padres muy presentes, como ser demasiado sensible, como estar lejos de la Argentina en la era M*lei.
Mi amiga también dice que eso es lo que más le gusta de Tucumán. En ese punto podría retrucarle que yo prefiero las empanadas, pero entiendo su punto y coincido en que la “pañuelez” de Tucumán es su arma de doble filo, que me espanta y me maravilla en partes iguales. Salir y ver siempre a la misma gente en los mismos lugares es una cagada igual que la de salir y no conocer a nadie nunca en ninguna parte. Los que se quedan quieren un rato de anonimato y quienes nos vamos daríamos un brazo por que, de vez en cuando, alguien grite nuestro nombre por una calle que pisamos seguramente por primera vez.
collage: julieta pérez | la palta
La última vez que estuve en Tucumán quise darle una sorpresa a una amiga que vive a solo seis cuadras de la casa de mis padres, en donde me hospedaba, rodeada de los posters de mi adolescencia. Acababa de llegar y poca gente sabía que ya estaba de aquel lado del mundo, pero pensé que por unas poquitas y raudas cuadras, una siesta cualquiera de un día de semana en barrio sur, no habría demasiado riesgo de ser vista. Un par de horas después una amiga de mi hermana le escribió diciendo: “Che, puede ser que la vi a tu hermana pasando frente a la Plaza San Martín??”
Esconderse en Tucumán es una tarea casi imposible. Está lleno de coincidencias que ya ni asombran, personas que se ven por primera vez pero que tienen por detrás una historia de familiares, amigos, vecinos, compañeros de escuela que los precede y los enreda inevitablemente. En Tucumán los trámites administrativos se facilitan por izquierda porque siempre hay alguien que conoce a alguien que te conoce, y Tinder puede ser una pesadilla.
Separarse de alguien no es solamente duelar a esa persona mientras se te mete en los sueños sino también mientras te la cruzás en el super, en los bares o en la sala de espera del médico.
Cuando me fui tenía una sobredosis de Tucumán en sangre, de ver las mismas caras en los mismos lugares, de no poder inventarme que soy otra con lo harta que estaba de mí.
Ahora que vivo en un lugar donde nadie me conoce y no comparto ni el idioma con mis vecinos, un poco extraño esa comedia de enredos que es aquella ciudad. Ahora que nadie sabe que hago canciones y que tengo una que habla de una ciudad-pañuelo, que ninguna cara me suena, que cuando miro a la montaña está hacia el este, que no juego a encontrarme ‘de casualidad’ con nadie en un bar en el que seguro estará, ahora, me parece que algo se me estruja adentro. Aunque me cueste admitirlo, alguna molécula de alguna célula del cuerpo se me entristece cada vez que es sábado y no hay nadie que encontrar ni nadie que evitar en la ciudad, cada vez que es otro día y compruebo que ese hechizo agridulce solo queda en Tucumán.