Historias de reparación y los peligros del negacionismo

Foto de ítalo Lautaro Navarro | La Palta

Cuando el negacionismo avanza, avanza también la reducción del horror a una cifra, se intenta borrar las historias y peligran los derechos hace tiempo adquiridos. “Con mi plata, no”, dicen quienes niegan el genocidio y el terrorismo de Estado. Con la plata de tus abuelos, o de tus viejos, se cometieron aberraciones y si hubo Estado que destrozó así las vidas de tantos, algo tiene que hacer para intentar repararlo. Estas son dos de los miles de historias que pululan en cada rincón del país.

Serrucho

¿Quién es Serrucho?

¿Serrucho? Serrucho soy yo, Ramón Miguel Castellanos.

El sol le da de costado en la cara. Las arrugas de todos los tamaños resaltan con sus expresiones (o sus expresiones resaltan con sus arrugas). Habla despacio, pausado. Habla y cuenta una historia que no querría haber vivido. “Muchas veces sentí que esa vez sí me mataban”, dirá a medida que avance su relato y enumere los centros clandestinos de detención por los que pasó: el ex ingenio de Santa Lucía, el ex ingenio Nueva Baviera, la Escuelita de Famaillá, el ex Arsenal Miguel de Azcuénaga.

Ahora, sentado en la entrada a la biblioteca popular Santa Lucía, levanta la mano para responder el saludo de los que entran. Nadie lo ha llamado por su nombre. Para todos es simplemente Serrucho.

En Santa Lucía, un poblado del departamento de Monteros, la biblioteca se ha convertido en un lugar de referencia para los vecinos de allí y de zonas aledañas. Entre talleres y mates, algunos días se ayuda a sobrevivientes de la última dictadura militar a darle seguimiento a sus trámites por la aplicación de las leyes reparatorias. A pesar de los años transcurridos, muchos de ellos aún no cobran lo que les corresponde según lo marcan las normativas. En efecto, Serrucho es uno de los que empezaron a cobrar la pensión por ex-preso político hace apenas un par de años, Aún le queda pendiente la indemnización por haber permanecido secuestrado durante más de un mes.

Foto de ítalo Lautaro Navarro | La Palta

¿Algo repara 40 días de torturas?

En Santa Lucía el sol pega fuerte. Serrucho se protege con una gorra con visera y una camisa de mangas largas. Se levanta el puño y muestra las cicatrices que le rodean la muñeca. “Mi vieja sale y me ve que estaba atado con alambres”, cuenta mientras se señala las marcas. “En los pies también me ha quedado”, y por debajo de la botamanga se notan las líneas blancuzcas alrededor de los tobillos. Pero ese día no se lo llevaron a él, habían ido por su hermano.

“El 16 de agosto sentí un camión y pensé: ‘ya he cagao, me ha tocado a mí que me lleven’. Sintió las botas de quienes bajaban del vehículo y casi de inmediato abrieron la puerta de una patada. “‘¿Vos sos Serrucho?’, me han dicho. Y ya he sentido un culatazo en la boca del estómago. Me han parado y me han atado las manos, me han tapado los ojos y me han llevado”.

Ya era 17 de agosto. Serrucho lo sabe porque ese día, en la zona que se conoce como La Chimenea Mota (a unos pocos kilómetros de Santa Lucía), había partido de fútbol. Los escuchaba a los lejos como en una realidad paralela. “A la noche me han sacado y me han dado una biaba”, dice sacudiendo la mano con fuerza. “Estaba todo atado para atrás y con el pecho en el piso. Como tres días me han aporreado, me han picaneado, me han metido en un tacho con agua. Tenía los pies bien hinchados y orinaba sangre”.

El derrotero siguió en el entonces ingenio de Santa Lucía. “De aquí me han llevado para Baviera, de ahí a la Escuelita y después al Arsenal. Yo les decía que me metan un tiro porque yo no sabía nada. ‘Yo soy gente pobre’, les decía. ‘Vayan a ver a la casa cómo vivimos’, ni para dormir teníamos. Ahí en Arsenales mataban gente todos los días. Escuchábamos tiros, escuchábamos que decían ‘lleven esos perros y métanlos allá’”.

En el Arsenal Miguel de Azcuénaga, a la vera de la ruta 9, funcionó un centro de secuestro, tortura, exterminio y depósito de restos. A partir de las investigaciones impulsadas por los familiares de desaparecidos y las organizaciones de derechos humanos, se encontraron cinco fosas comunes, se recuperaron e identificaron restos óseos calcinados, material asociado a la quema de cadáveres y se localizó una fosa con 13 cuerpos.

Pachi

Pascual Patricio Cisneros, dice el Documento Nacional de Identidad. Pero cuando habla con ese tonito picarón y la sonrisa socarrona, no hay otra manera de decirle: Pachi.

Pachi está inquieto en su silla. Parece que está inquieto en la vida. Camina rapidito y cuando habla no para de contar anécdotas. Le gusta presumir que las chicas más lindas disfrutan de sus charlas y, algunas, han sido sus novias (o no tan novias).

El negacionismo gusta de reducir el horror, la muerte, el dolor a números. Pachi repasa el puñado de días que estuvo secuestrado. Una semana, dice. “Ahí lo vi a Cristian Ovejero, un changuito de 15 o 16 años, no me acuerdo bien”, y no quiere entrar en detalles de lo que le hicieron. “Los últimos días que estuve en Famaillá yo ya quería decir lo que ellos quieran”. Esa es su manera resumida de decir hasta dónde llegaron las torturas.

Foto de ítalo Lautaro Navarro | La Palta

¿Algo repara una vida tratando de vencer el miedo?

“Para mí era una vida que yo la apreciaba un montón”, y la mirada se le pierde a más de 40 años de distancia. Vivía en Las Mesadas, una aldea cercana a Santa Lucía. “Es para allá arriba, apenas empezando a subir al cerro”, explica Pachi y aclara que por ahí estaba asentada la Compañía del Monte Ramón Rosa Jiménez. “Yo les ayudaba con comida. Mi papá no quería que me meta, pero yo no podía, yo siempre traté de ayudar, de colaborar”.

Lo secuestraron dos veces. La segunda vez estuvo en la Escuelita de Famaillá. “Ahí a la mañana ponían música fuerte y, ‘a bailar’: ponían los tachos y nos metían la cabeza al agua y nos metían picana. Pasaba eso y querían que hable. ‘Te vamos a matar’, me decían. ‘No voy a decir lo que no he hecho’, decía yo”.

“Sufrí mucho. Hoy por hoy le perdí el miedo a la policía, al ejército. Les he tenido miedo hasta hace unos ocho o diez años. Cuando empecé a hablar de lo que he sufrido y me di cuenta de que ya no me pueden hacer nada más, les fui perdiendo el miedo”.

El miedo se hizo carne en esa semana que estuvo secuestrado. “Sentía que me iba a morir”.

El miedo se quedó con él después de haber sido liberado. “Dormía vestido, por las dudas, porque no sabías cuándo te iban a sacar”.

El miedo lo veía en la cara de los vecinos. “La gente me esquivaba. Si me los cruzaba de pechito, pocas preguntas me hacían”.

“Hasta hoy hay gente que tiene miedo. Yo también tenía, me temblaban las rodillas”.

Regresar a una vida que ya no era

Una semana estuvo secuestrado uno. 40 días el otro. Una noche, a Pachi lo subieron a un vehículo y creyó que esta vez lo iban a asesinar. “Me han bajado y me han dejado atado y vendado. Como me habían dicho que si me encontraban por la calle me iban a matar, me metí por las cañas”, cuenta. Al principio supuso que estaba en El Mollar (Departamento de Tafí del Valle) y, en ese caso, tendría que caminar alrededor de 20 km para volver a su casa. Cuando se dio cuenta de que estaba en Acheral, los poco más de 9 km que lo separaban de su casa ya no parecían tanto.

“Cuando llegué a la casa, choqué en el alambre y me caí. Entonces salió la familia y me han atendido. Todos contentos de verme. Yo lo único que pensaba mientras corría por el cañaveral era que quería llegar, quería ver a mi familia y nada más, solo quería estar en mi casa. Para mí fue como si hubiera nacido de nuevo”.

A Serrucho sí lo dejaron lejos. Estaba en el ex arsenal cuando lo subieron a un camión. Lo bajaron cerca de Tapia, en el departamento de Trancas. “Con las manos atadas, con los ojos vendados. Me he escondido hasta que amanezca porque no quería que me hallen de vuelta”.

Eran más de 85 km los que Serrucho sabía que tenía que recorrer. “Estaba desnudo. Llegué a una casa y pedí agua, pero no me quisieron dar. Caminaba medio despacio porque tenía el pie lastimado”. En el camino también encontró personas que le fueron tendiendo una mano. No les sabe el nombre, nunca lo supo: una señora que le dio ropa, un señor que lo subió a una camioneta, unos muchachos que lo dejaron sentarse en el mismo banco de una plaza. Alguien que le dio un sánguche. En el aire dibuja el mapa de la ruta 9 hasta la ciudad. El ingreso a la capital (que no es el que hoy es), la placita frente al penal de Villa Urquiza, el cañaveral donde durmió encima de unas malhojas que juntó y con las que improvisó un colchón.

“Un hombre que estaba pelando cañas me preguntó cuántos años tenía. 25, le respondí. Me dijo que vaya a su casa y que espere. Ahí me he bañado, me han regalado unos zapatos viejos que no me podía poner porque tenía todos los pies hinchados y sangrando”.

Le dieron unos pesos que le alcanzaba para comprarse un pasaje de tren. “Me he bajado en Acheral. Qué lindo que era… Me ha venido unas ganas de llorar”. El encuentro con su mamá. El miedo que no le dejaba dormir. El exilio. “Me fui a trabajar a Mendoza, apenas pude”.

Foto de ítalo Lautaro Navarro | La Palta

Reparar a los tropezones

Las leyes de reparación histórica son una serie de normativas que se fueron construyendo con los años. Se trata de una herramienta a través de la cual el Estado se hace responsable de los delitos cometidos e intenta subsanar en algo las vidas hechas añicos con su accionar. Sin embargo, a casi 20 años de los últimos avances en este sentido, existen muchos sobrevivientes que aún no perciben lo que les corresponde.

“Lo primero que hay que pensar es en la particularidad del terrorismo de Estado en la provincia”, explica el abogado Rodrigo Sccrochi. Las particularidades de la provincia van más allá de la implementación del Operativo Independencia antes el golpe del 76. Implica tener en cuenta el despliegue territorial de las fuerzas armadas en todos los rincones de la provincia. “Eso se reflejará en la causa más grande que vamos a tener en la provincia: la megacausa Zona de Operaciones”.

La causa en cuestión lleva más de cuatro años en investigación. Se habla de más de 400 casos. 400 sobrevivientes cuyas historias no fueron las protagonistas en un juicio oral y público. 400 hechos sobre las que ningún tribunal dictó sentencia. “Si no tenés sentencia, no te corresponde el trámite”, señala Scrocchi al tiempo que aclara que existen excepciones. “A menos que hayas estado en la cárcel o que tu familia haya hecho la denuncia en Conadep, en la década del 80. Pero el grueso de la gente que denunció en 2012, 2014, o 2015 se encuentra nucleada en la causa Zona de Operaciones”.

Los años que se demora en concretarse un juicio son un misterio. En la megacausa Jefatura III -actualmente en debate- se tardó cinco años en fijar fecha de inicio desde que se elevó a juicio. “¿Cómo hacés para decirle a una persona que hizo la denuncia en 2014, 2015, con la complejidad y el esfuerzo que implica que se hayan animado a denunciar, que tienen que esperar a tener sentencia?”, se pregunta el abogado que se desempeña en el Centro de Acceso a la Justicia.

Además, se habla de personas cuyas edades rondan los 60, 70, 80 años. “Les va a ganar la impunidad biológica de los genocidas o se van a morir ellos antes ¿Y entonces?, ¿qué es la justicia para esta gente? ¿Cuándo les llega?”, reflexiona Rodrigo.

Y las posibilidades aparecen entre tropezones y caídas y convicción: advertir que muchos de estos sobrevivientes fueron testigos en otras causas que ya tienen (algunas) hasta sentencia firme. “Nosotros decimos, acá tenemos una persona que fue a declarar dos veces como testigo y hay sentencia validando ese testimonio. Y hemos visto que no era un caso aislado, como por ejemplo el de Serrucho, que declaró en el juicio de Jefatura II Arsenales (realizado en 2012), sino que esa situación es la de la mayoría de los casos que conocemos en Santa Lucía o en Famaillá”, detalla el abogado.

Hoy el escenario es preocupante no solo por el riesgo de perder lo conseguido sino también por lo que falta. “Sentimos que si estas personas no consiguen que hasta fin de año le salga la ley reparatoria no van a tener ningún tipo de reparación. No van a tener ni la reparación judicial, porque en el mejor de los casos el juicio sale dentro de cuatro años, y no sabemos si ellos seguirán estando dentro de cuatro años, o si los imputados van a estar dentro de cuatro años. Ni la reparación económica”.

La aplicación de las leyes reparatorias distan mucho de ser las adecuadas. Un poco porque se va haciendo camino al andar, otro porque los criterios legales y burocráticos no van de la mano con la vida misma. Pero lo conquistado corre peligro cuando el negacionismo avanza, porque entonces retroceden los derechos, retrocede la historia.